Todo o nada

María Seoane

Fragmento

UNO

El desenlace

Buenos Aires, 19 de julio de 1976

Un coche sin patente se detiene a las puertas del edificio de trece pisos de la calle Venezuela 3149 de Villa Martelli, un barrio tranquilo de la zona norte del Gran Buenos Aires, a pocos metros de la intersección de la ruta Panamericana con Avenida General Paz. Cuatro hombres armados con ametralladoras descienden del coche, mirando en múltiples direcciones. ¿Esperan un ataque? Uno de ellos, de aproximadamente treinta años, toca el timbre en portería y aguarda unos minutos. Se escuchan sólo algunas bocinas lejanas, que alteran la siesta del barrio. Son las catorce y treinta de un lunes nublado y frío. El portero, desperezándose aún, mira la credencial que extiende el hombre joven, vestido con un pantalón de jean, pullover y borceguíes marrones: capitán Juan Carlos Leonetti, jefe del grupo. Hablan de la familia “Munich” del cuarto piso “B”. El encargado del edificio encrespa sus gestos: está nervioso. Entra en su departamento, vuelve a salir y acompaña al capitán y a dos más hacia las escaleras. El cuarto hombre se dirige al coche estacionado y se comunica por radio. La sintonía es estridente: pide que le envíen refuerzos; luego, dispersa con su ametralladora a un grupo de chicos que comienzan un partido de fútbol en el baldío que linda con el edificio.

En minutos más habrá camiones del Ejército cortando los accesos de salida por la estratégica ruta Panamericana. Dentro del departamento “B”, un hombre de unos cuarenta años, con pelo rizado renegrido, piel aceite ladrillo y perfil de águila, acomoda los papeles que esa noche llevará a su exilio. Un pasaporte a nombre de “Raúl Garzón” y pocos efectos personales. Lo acompaña un hombre algo más joven, castaño, de frente ancha, al que parece darle indicaciones. En la habitación contigua hay dos mujeres con un chico de apenas dos años. En el pasillo del cuarto piso el capitán se parapeta detrás del portero que aprieta el timbre, mientras los otros toman posiciones en los laterales. Una mujer pregunta quién es. “Soy Daniel, el encargado”, se escucha con tonada cordobesa. La mujer de ojos celestes entorna la puerta. El portero corre hacia las escaleras, el capitán empuja con su ametralladora: “¡Ríndanse, hijos de puta!”. La mujer grita: “¡El Ejército!” y traba la puerta. El hombre con perfil de águila, en carrera hacia el balcón, manotea su pistola y dispara mientras intenta una fuga imposible: la ventana está enrejada. Los militares astillan la puerta e invaden el espacio interior rodeados de balas. Uno de los atacados grita: “¡Viva el ERP!” y dispara sobre el capitán que cae como un fardo sobre los pies de los otros hombres que siguen tirando a matar. En el cuarto vecino se escucha el llanto de un chico. ¿Quince minutos, veinte minutos de metralla y gritos? El olor rancio de la pólvora. Luego, el inventario del combate: en el suelo yacen tres hombres. Las mujeres, una embarazada, y el pequeño son arrastrados por las escaleras. Los otros militares levantan el cuerpo gimiente del capitán, y rompen lo que encuentran a su paso. Revisan mesas, placares, depósitos de agua, pisos, techos, con una obstinación similar a la de una escuadrilla de demolición. Embolsan documentos y papeles, información, el botín más preciado. Después seguirán con armas, dólares, aparatos electrónicos y ropas. Se escuchan sirenas de coches policiales y el pesado paso de borceguíes en todo el edificio. Los que se atreven entornan las puertas de sus casas. Otros bajan sus persianas. Un camión del Ejército Argentino carga dos cuerpos inmóviles y a las prisioneras. Una ambulancia se pierde a toda velocidad por la ruta con el capitán agonizante, que no llegará vivo al hospital.

Comienza la rutina de cercar el edificio y de prohibir la entrada y salida de gente. La requisa es casa por casa. Los vecinos son interrogados. Aún no entienden qué sucede. Lo imaginan, pero no preguntan. Muchos de ellos creerán haber escuchado, después, una salva de veintiún cañonazos en el cercano regimiento de Artillería 121. Se preguntarán: ¿Un festejo por la captura del enemigo público número uno? ¿Un homenaje al capitán caído en el cumplimiento de su deber? Son las catorce y cincuenta y cinco y Villa Martelli ya no dormirá por varios días. Horas después, suena el teléfono de la portería. Un periodista quiere confirmar, dice, la noticia más importante después del golpe militar del 24 de marzo. El cordobés es reticente, pero el periodista suplica. Una pista, sólo una pequeña pista. No. Deberá buscar otras fuentes. A pesar de la censura de prensa, la noticia se filtra en la edición vespertina del diario Última Hora, secuestrada inmediatamente por el gobierno del general Jorge Rafael Videla y detenido su director, Luis María Albamonte, más conocido como Américo Barrios. Sin embargo, en la mañana del 20 de julio Última Hora se adelanta al parte oficial en la primera plana: “Extremistas ultimaron a capitán de Ejército”. Y en letras catástrofe: “Mataron a Santucho”. El Cronista Comercial, en cambio, prefiere titular: “El presidente de los EE.UU., Gerald Ford, manifestó su fe en la Argentina” y “Día de euforia para la Bolsa y los negocios”. Recién a las once y treinta el comando en jefe del Ejército admite la identidad de uno de los muertos en el comunicado 201/76, explicando, de paso, el origen del operativo: “Por informes de un vecino se ordenó allanar la finca... generándose un enfrentamiento en el que murieron varios delincuentes subversivos. Uno de ellos fue identificado como Mario Roberto Santucho (alias Comandante Carlos, Robi, etc.), jefe del autodenominado Partido Revolucionario de los Trabajadores y ‘comandante’ del Ejército Revolucionario del Pueblo”. Horas más tarde, confirma la muerte de Benito José Urteaga, “alias Mariano”. La información llega a The New York Times en la misma noche del 19 de julio. En su edición matutina del día 20, se lee el parte del corresponsal Juan de Onis en la página dos: “Rebel Chief Reported Slain: Roberto Santucho, uno de los más buscados guerrilleros de izquierda de la Argentina, fue muerto hoy en un enfrentamiento con soldados, indicaron fuentes policiales. El señor Santucho fue el líder del marxista Ejército Revolucionario del Pueblo, la guerrilla responsable de un récord de secuestros, asesinatos y robos desde fines de la década del ’60”.

El 21 de julio la prensa nacional e internacional abunda en detalles sobre el último combate de Santucho. El Cronista Comercial comparte el optimismo militar: “En este mes de la Independencia Nacional, el desafío que la guerrilla lanzó al rostro de la Nación y de sus Fuerzas Armadas tuvo un vuelco decisivo. Descubiertos, en las provincias de Buenos Aires y de Córdoba, los principales centros de propaganda de la organización proscrita en 1973, eliminados sus jefes más eminentes —Santucho, Urteaga, Domingo Menna, Enrique Haroldo Gorriarán Merlo— las armas de la República clausuran una etapa regada con sangre, sudor y lágrimas... En rigor de verdad, debe señalarse, sin necesidad de adjetivación alguna, que a partir del 24 de marzo la acción antisubvers

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