Una mujer de fin de siglo

María Rosa Lojo

Fragmento

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I

“Judith M.”

¿Quién puede corresponder a ese nombre deliberadamente trunco? ¿Qué cara, qué talle, qué ojos, qué ropas, qué ademanes de seducción y acaso de impudicia son aludidos así, en alguna parte, aún lejos de mi vista?

¿Pertenecerá ella al bello ejército de las devoradoras de ostras? ¿Será una de las yankees transparentes que mastican y trituran sin saciarse frutos del mar con mandíbulas tapizadas en raso?

Hasta ahora es tan sólo una mujer que oculta su apellido —¿por temor, por recato, por prudencia?— en la esquela donde le da cita a un hombre: el secretario de la Legación argentina en los Estados Unidos de Norteamérica. Se trata de un varón apuesto, alto, severo. Los curiosos y sobre todo, curiosas, del mundillo local, aprecian su estampa. ¿No las he oído llamarlo —entre sonrisas y secreteos nunca demasiado imperceptibles— the handsome minister? Quizá ese varón extranjero evoca para su fantasía voraz y sin duda carnal, otros espacios: the Pampas, the savage South America, desollada por gritos de guerra, largos como cuchillos, y por sombras rasantes de jinetes. Difícil, empero, para mí, acertar con los deseos de esas damas doradas que sienten y piensan en otra dimensión, no sólo en otro idioma.

Sólo sé que ese hombre joven, diplomático exótico a quien Judith M. ha dirigido unas líneas que subraya con perfume de violetas, se llama —¿podrá pronunciarlo ella?— Manuel Rafael García Aguirre, y es mi marido.

Pero ignoro quién es, en verdad, Manuel García, al que elegí hace apenas seis años, según estipulan nuestra religión y las buenas costumbres, como mi compañero hasta que la muerte nos separe. No podré renunciar —por lo menos abiertamente— a su compañía o su tutela ; toda otra cosa implicaría pecado para la Iglesia, y para la sociedad, algo mucho peor: una gaffe, una atroz inconveniencia. Se comporta como un caballero distinguido y un esposo devoto que enseña a nuestros hijos a pedirme la bendición y a besarme la mano cuando bajo a saludarlos por las mañanas (y no acierto a discernir si es cortesanía francesa o herencia de la Colonia). También —y eso me perturba— presiento que puede llegar a convertirse en la clase de varón que ciertas mujeres llaman “un buen amante”. Si conmigo no lo ha sido nunca del todo, se debe acaso a mi pudor de niña bien educada, pero quizá, sobre todo, al suyo propio. Hay límites que las esposas no deben ser invitadas a transgredir, o que ellas deben negarse a trasponer, si, en el peor de los casos, a tal cosa se las incita. Es que si así no lo hicieren Dios y la patria y sobre todo sus maridos, dejarían de considerarlas como tales esposas, y pensarían de inmediato que son otros los que las han iniciado en la búsqueda de esas ajenas satisfacciones.

Con Judith M. tal vez mi marido olvide esos límites. Quizá ría con un brillo de ojos, suavemente procaz, apenas oblicuo, que no se permitiría dejarme conocer. Con Judith M. tal vez ingrese al vértigo del amor clandestino, donde los pasos pierden la orientación de la salida y las manos se extravían bajo la seda, sembrando una ruta disidente con la huella fuerte y seca de olores masculinos. Whisky o ginebra, tabaco mezclado con ráfagas de hojas de pino —esto último lo único en verdad que identifica a Manuel, poco afecto a la bebida.

Nada ni nadie me han preparado para este infeliz descubrimiento. Pienso en mi madre. ¿Habrá vivido ella una primera vez en la deslealtad, semejante a la mía? Es difícil suponerlo. Era la mujer más hermosa de ambas orillas, admirada igualmente por los salvajes unitarios que acechaban del otro lado del río, y por los fieles de la Santa Federación. Amada sin dudas ni intermitencias por mi padre, un hombre hermoso aunque tanto mayor, que hacía reír con sus galanterías a las mujeres, pero que no alcanzaba a turbar la superficie oculta de sus sueños.

¿Soy tan hermosa como ella? Me lo han dicho y no siempre me ha gustado creerlo. A mi madre le bastó la perfecta inmovilidad de su belleza. Nunca entendió los goces o la pasión del movimiento. Y las artes —los libros o la música— no fueron para ella más que adornos en un salón bien puesto, complacencias de los sentidos como un jarrón esmaltado o un sahumerio. Pero ¿qué son para mí? Acaso algo peor: el ornamento con que la esposa del diplomático Manuel Rafael García enriquece la reputación de su marido, y no ya en los salones domésticos, sino en la tertulia elegante de lo que llaman el gran mundo.

¿Qué diría mi madre, puesta frente a la esquela de Judith M.? Estamos demasiado lejos, y no sólo en el espacio, sino en el tiempo, a pesar de que me lleve apenas dieciocho años. Hubiera leído encogiéndose de hombros. Hubiera arrojado el papel fragante al fuego de su chimenea casi siempre encendida. O lo hubiese vuelto a dejar, imperturbable, en el despacho donde —como yo ahora— pudo haberlo encontrado, porque ella, simplemente, estaba más allá de todas las mujeres y con ninguna se hubiese rebajado a competir.

Acaso mi padre era un objeto por el que no valía la pena competir. ¿Lo es mi marido?

Abro la ventana y miro la tarde profunda y despejada, pulida hasta en los detalles más lejanos del paisaje. Me miro a mí, y pienso que una noche, a través de una ventana como ésta, Agustina Rosas demostró que le bastaba simplemente ser y resplandecer para imponerse a un hato de machos violentos. Golpearon contra las hojas de roble de la puerta cancel, lanzaron piedras a los postigos. Gritaron muera Rosas y muera Mansilla, desafiaron a pelear a los ausentes. Mi madre ganó por ellos la batalla, peinada y alhajada, vestida con su mejor traje de baile, sentada en un círculo de luces reverberantes: cuando se abrieron de un golpe los postigos, la piel se le había disuelto en brillo blanco, y sus ojos miraban más allá de todos los deseos, como los ojos de los cuadros o las estatuas. Los varones bajaron las cabezas y las manos, y alguno, confuso, se arrodilló. Las piedras cayeron de los dedos y los insultos de las bocas, y uno a uno se fueron alejando hasta que la calle quedó desierta y ella iluminada para siempre en el marco de la ventana a la manera de la Virgen en sus altares. Mi madre podía ser ella misma y ser también un ícono y un símbolo. Yo me siento tan sólo mi propia persona indefinible, y ni el mundo extranjero en el que estoy ni los educados varones con los que trato me oponen esa clase de violencia. Quizá sea otra peor, por más sutil. Pero lo más intolerable no es hoy la furia masculina, solapada o candente, sino la invasión casi secreta, delicada y subrepticia, de Judith M. El doblez de una hoja que cruzan, sólo en parte, algunos afinados caracteres negros. Contra ella, ¿qué armas usaría?

Ninguna. Ninguna por ahora.

Recompongo los pliegues del papel. Vuelvo a guardarlo bajo la carpeta de cue

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