Conversaciones con José Luis Romero

Félix Luna

Fragmento

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PRÓLOGO

Un historiador como José Luis Romero es en la Argentina un fenómeno anómalo, casi escandaloso. Sucede que en nuestro país la historia se ha considerado un elemento formativo, una servidora de concepciones políticas, una vertiente que debe nutrir la conciencia nacional. Entonces, un estudioso que se inició con una tesis sobre la república romana y derivó su interés profesional hacia la Edad Media, parece un desertor. Se ve a Romero como una especie de Borges de la historia, preocupado por mitos y laberintos ajenos a unitarios y federales, por espejos y tigres que nada tienen que ver con los reflejos y las alimañas de nuestro pasado. Entonces, Romero, medievalista, ¿para qué le sirve al país?

Cuando se lo pregunté, esbozó una ancha sonrisa y llevó su respuesta casi hasta la extravagancia:

—Me inclino a creer —dijo— que sólo un medievalista puede entender la historia argentina...

Luego se explicó y efectivamente quedó en claro cuál es, en un país cuya búsqueda de identidad parece constituir su obsesiva prioridad, la función de un medievalista; o para decirlo de una vez, de un gran historiador de la cultura occidental. El lector podrá leer su exposición: en síntesis, señala que la historia es una sola, y por lo tanto la comprensión de su totalidad permite entender mejor sus segmentos. Es decir que Romero contempla nuestra historia como una parte de la historia de Occidente: no la aísla sino que la totaliza.

Sin embargo, hay otra respuesta que Romero no dijo por modestia. Cumple que yo la revele. Porque un estudioso como él, dotado de una admirable formación humanista, capaz de ubicar los fenómenos históricos locales dentro de categorías de vigencia universal y en aptitud de señalar la significación de hechos y procesos aislados dentro del gran cauce de la evolución occidental, un hombre como Romero, digo, expresa una cultura única que florece tanto en Heidelberg como en Berkeley, en Salamanca como en Buenos Aires. Son los intelectuales con la formación de Romero los que salvan al pensamiento argentino del provincialismo; ellos constituyen la quintaesencia de una antigua y persistente elaboración que traduce la continuidad de nuestra civilización.

Además, al dedicarse a cultivar una historia que sólo remotamente tiene relación con su país, Romero está haciendo —por así decirlo— ciencia pura, aliviada de subjetividades militantes. Acaso no totalmente aliviada; pero convengamos que la pasión personal, la tentación de la valoración arbitraria, el contenido ideológico o político de la exposición tienen menor voltaje cuando se habla de Federico Barbarroja o de la Liga Hanseática, que cuando se trata de Mariano Moreno o la Liga Federal... Lo cual no supone caer en una actitud aséptica que es inaceptable en el relato histórico, como lo es en todo discurso cuyo hilo conductor sea el hombre y su problemática.

Esta es, en suma, la significación de José Luis Romero dentro del universo cultural argentino.

En algún momento de estas conversaciones, Romero calificó a la historia de “saber de los saberes”. Tiene razón. Ningún conocimiento está cargado con tanta sabiduría humana como la historia, puesto que presenta el drama entero de nuestra especie. Pero tampoco existe un depósito tan rico que sea menos usado, y así lo demuestra la monótona reiteración de errores, injusticias y crímenes que siguen ensombreciendo el mundo de hoy. Se equivocaba Cervantes cuando atribuía a la historia la función de “advertencia de lo por venir”. Si así fuera, sus consultores tendrían el poder de decidir el destino de sus contemporáneos, como los ancianos de las tribus primitivas. Pero no son oráculos, ciertamente, los historiadores. Son profesionales que tratan de interrogar al pasado (y esto lo señala Romero muy agudamente) para dar respuestas a la infinita sed de conocimientos que tienen los seres humanos sobre su origen, sus raíces, su futuro. En nuestro país, la mayoría de los historiadores se ocupa de las sagas propias; otros, los menos, prefieren estudiar instancias en las que la Argentina no aparece todavía. Pero de todos modos, los problemas metodológicos, las dudas sobre el valor del conocimiento histórico, el contenido mismo de la disciplina y sus limitaciones, éstos y otros enigmas se presentan idénticamente a todos los historiadores, sea cual fuere su especialidad o el objetivo de su estudio.

Enigmas para historiadores son los que Romero desentraña en estas conversaciones, según su leal saber y entender. Un saber ajustado a los principios según los cuales ha ejercido su oficio; un entender que es vasto y generoso para sus compañeros de artesanía y los aprendices. Por lo mismo, un saber y un entender sencillos y comprensibles para todos: incluso para quienes nada tienen que ver con la historia pero no se desinteresan de los temas que incitan a la reflexión.

Hay muchas pistas que Romero deja abiertas aquí, a quienes profesan o aspiran a profesar el oficio de la historia.

Me parece útil subrayar un par de ellas. Por ejemplo, la que se refiere a la importancia del documento en la elaboración historiográfica. Romero considera —como no podría ser de otro modo— que toda afirmación histórica debe fundarse, y que la presencia de las fuentes debe estar siempre cercana en la tarea del historiador. Pero de ahí a instaurar una “papirolatría” hay una gran diferencia. La escuela alemana, con Ranke a la cabeza, fundó un modelo universalmente acatado que se basa en la apelación constante a las fuentes. Pero esa técnica suele llevarse a extremos tales de sofisticación que han terminado por caricaturizarla, desdibujando el discurso bajo una catarata de erudición. Ya Ortega, en su memorable prólogo a la Filosofía de la Historia de Hegel, prevenía contra las exageraciones a que podía conducir la aplicación automática e inimaginativa de las normas metodológicas de la escuela alemana, y señalaba únicamente que la historia se escribió siempre a base de fuentes, mucho antes de que Ranke así lo dispusiera... Si el recurso al documento es un deber del historiador (así como el manipuleo de la regla de cálculo es lo normal en el trabajo del ingeniero) quedarse sólo en eso significa quitar a la historia toda grandeza y gran parte de su encanto. Es reducirla a un papel intrascendente. Esto, para no mencionar la otra aberración a que puede llevar la manía documentalista: la sustitución de la idea por la estadística, el juicio por la computadora, y la frescura y el color de vida que debe nutrir todo relato histórico por la despersonalizada aridez de las series matemáticas.

En este terreno, como en tantos otros, la ciencia de la historia es maestro de sensatez, puesto que sólo recoge, al final, aquello que se elabore con finura y discreción, sin desmesuras ni extremismos.

Otra fuente de meditación p

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