Fuimos todos

Juan B. Yofre

Fragmento

A manera de Prólogo. Aclaración obligada para el lector

A MANERA DE PRÓLOGO

ACLARACIÓN OBLIGADA PARA EL LECTOR

F uimos todos es la historia de un gran fracaso argentino. De una enorme decepción si se tiene en cuenta de dónde veníamos y lo que se esperaba el 24 de marzo de 1976. Es también el relato detalladamente cronológico de historias y confesiones que en gran parte estuvieron guardados en prolijas libretas de apuntes que hoy salen a la luz.

Todo, absolutamente todo, ha sido escrito “sine ira et cum studio” porque a mi entender es lo que corresponde, lo que nos merecemos. En estos tiempos de revisión del pasado tan bastardeado, Fuimos todos intenta describir un capítulo oscuro de la historia nacional con la triste frialdad de los papeles escritos que estaban, ahí, al alcance de la mano, a la espera de conocerse. Se me podrá reprochar por qué no antes y respondo que todo tiene su tiempo de maduración. Si esperé treinta años para revelar los secretos de los años convulsionados de Salvador María Allende Gossens en Misión argentina en Chile (Sudamericana, Chile 2000), con la esperanza de no entrometerme indebidamente en la política interna chilena, ¿cómo no lo iba a hacer con la Argentina, mi país?

Nadie fue intenta explicar que se llegó al golpe del 24 de marzo de 1976 por la violencia y el caos generalizado de los años que lo precedieron, y que hicieron que la sociedad en su mayoría, y su dirigencia en especial, reclamara a las Fuerzas Armadas que pusieran término a la “agonía”. De esa “agonía” de la que le habló, poco antes del golpe, Ricardo Balbín a Jorge Rafael Videla en un encuentro reservado. Por lógica consecuencia, Fuimos todos (19761983) es lo que sigue. Pero, estimo, es más que eso. Porque saca a la luz un eslabón más de nuestra decadencia. De hombres que llegaron al poder para revertir una situación y la degradaron aún más, en medio de sones marciales, solemnes arengas y formalidades vacías. Tiempos de oídos sordos, de rencores y odios a flor de piel. Años de soledad, de sentirse incomprendidos y rechazados. No lo digo yo, consta en los documentos, en mis apuntes, en la correspondencia, lo gritan las expresiones de sus principales actores. Como muchos otros gobernantes argentinos de antes y después del 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas llegaron para inaugurar con grandes pompas un “tiempo fundacional” y luego de innumerables desatinos volvieron al tiempo inicial sin poder explicarlo y, lo que es peor, sin querer explicarlo.

Fuimos todos es también un tiempo de guerra. De una guerra civil interna de baja intensidad pero guerra civil al fin. De una guerra que nació mucho antes y en el exterior. Lo que nos pasó en los años setenta nada tiene que ver con las sangrientas diferencias que sacudieron a la sociedad argentina del siglo XIX y los años previos a los setenta del siglo XX. Todos lo sabemos aunque no todos lo reconocemos. Dirigentes entrenados en el exterior que nos vinieron a explicar que “el poder pasaba por la boca de los fusiles”, para implantar un modelo que la sociedad en su conjunto no quería y lo rechazó. Ellos eligieron el campo castrense y el factor militar, como era previsible, los destrozó con una fiereza inimaginable. Y cuyas consecuencias aún padecemos.

Esta guerra, como lo observará el lector, tiñó todo el proceso, especialmente en sus tres primeros años. Cuando las organizaciones terroristas fueron derrotadas con el respaldo activo o tácito de la sociedad, comenzó otra pelea que ya se vislumbraba en los principios del gobierno militar: la pugna por el poder que afectó todo, absolutamente todo. En especial algo que en un régimen castrense se da por descontado como es el don de mando y las jerarquías.

Tras la disputa por el poder que en momentos paralizó al país, afectándolo, vino el debate por el período de duración. Como confesó en la intimidad un gran dirigente político, los militares se dividieron en aquellos que querían quedarse “mucho tiempo” y los aspiraban a quedarse “mucho más”, en contra de cualquier principio que suele regir un período o circunstancia accidental de la historia de la Argentina. Los que aconsejaron, dentro del propio gobierno militar, antes y después del 24 de marzo de 1976, que todo tiene un tiempo de maduración, que la excepcionalidad no es eterna, fueron tomados por traidores y sancionados hasta físicamente.

Los que querían perdurar después reconocieron el error, pero ya era tarde, aunque ahora puedan sostener otra cosa. Pensaron que el poder era eterno. ¿Fueron los únicos? No, decididamente no. ¿O acaso antes y después del 24 de marzo no hemos sido testigos de hombres que llegaron y, una vez que se sentaron en el sillón de Rivadavia, cambiaron las reglas de juego porque se sentían predestinados para algo Superior? ¿Entonces por qué no habrían de equivocarse los militares si, además de no prepararse en las academias para ejercer el gobierno, son también argentinos? ¿O es que provienen de otro lugar?

Además, Fuimos todos es en parte la historia de un período de la política exterior argentina. Como en todo, construida por grandes hombres y pequeños hombres. Y se trata de política exterior porque ella es el reflejo de lo que sucedía internamente. El alma de aquellos tiempos. Y aquí, aunque no nos guste, hay que decir que alteramos varios de los principios que rigen los países más avanzados. Por lo menos lo que no eran los “nuestros”.

Fuimos todos, es dable reconocerlo, sobrevuela otro gran fracaso. Un fracaso que consumió a la “flor y nata” de una generación de argentina de la que se pensaba estaba madura para ejercer la administración de la economía nacional. En especial por su alta preparación en la administración de las finanzas y de las empresas, tanto en la Argentina como en el exterior. Esa generación tomó en sus manos un gran compromiso, cual fue el de revertir la decadencia de un país que se pensaba —principalmente afuera— que estaba llamado a ser una nación promisoria y rectora. Que había perdido el rumbo muchos años antes pero que lo terminó perdiendo mucho más. Y lo peor es que nos llevaron a la noche de los tiempos con una altivez y una soberbia pocas veces vista. Como excusa podrán decir que sus mandantes no los dejaron avanzar; que los pruritos militares fueron más fuertes que las leyes de la economía, en ese caso, entonces, por lo menos se los tratará como cómplices por haber callado, por haberse quedado.

Hacia 1978 o quizá 1979 el proceso militar había terminado con el terrorismo, cuyos jefes estaban muertos o gozaban de la seguridad que les daba el vivir en el exterior; refugiados en La Habana o en algunos países de Europa. Las organizaciones habían sido demolidas: “aniquiladas” como ordenó el poder constitucional en 1975 o “exterminadas”, término que usó Juan Domingo Perón en 1974. Ahí, los militares, en lugar de abrir el juego a las expresiones políticas democráticas, se encerraro

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