Secretos de familia

Magdalena Ruiz Guiñazú

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Secretos de Familia fue una serie documental de diez capítulos que tuve el gran gusto de conducir. Cada programa unitario se refirió a una familia emblemática argentina, apellidos conocidos por todos que, sin embargo, esconden relatos sorprendentes. Todas ellas tienen en común el haber atravesado los siglos XIX y XX imprimiendo su huella en la historia argentina. De una manera u otra, son familias que puedo relacionar con mi propia experiencia personal.

Leopoldo Lugones, por ejemplo, es un nombre que se recuerda por experiencia escolar como uno de los escritores fundamentales de nuestro país, cuestionado también por su viraje político, que lo llevó del socialismo a ser prácticamente el portavoz de los sectores conservadores. Un hombre de vida intrigante que terminó suicidándose en el Tigre. Cuando muchos años después de terminada mi educación elemental conocí a Pirí Lugones, su nieta, mi óptica sobre su persona cambió radicalmente.

Pirí fue una de las representantes de la bohemia porteña de los años 60. Una mujer adelantada a su tiempo, talentosa y liberal, que terminó sus días como militante montonera. De Pirí tengo un recuerdo muy claro. A principios de los 70, para una periodista muy poco experimentada como yo, Pirí y Chiquita Constenla eran dos figuras del periodismo casi inalcanzables. Había trabajado solamente en revistas femeninas y estas dos mujeres, más grandes, fogueadas y brillantes, con un bagaje de conocimientos que yo no tenía, me parecían el Olimpo. Recuerdo que le llevé un cuento a Pirí a la editorial Jorge Álvarez, y ella me dijo: “Querida, hay que escribir con las tripas. Esto parece escrito por una señora de su casa”. Le respondí que yo era una señora de su casa, incluso acababa de tener un hijo. Insistió: “Bueno, bueno, pero vos escribí con las tripas”. Quedé azorada, llena de envidia. Muchos años después, cuando aprendí a escribir y a hablar con las tripas, la recordé. Para hablar de la fascinante y trágica familia Lugones, con su tradición siniestra de suicidios y muertes violentas, contamos con la presencia de la hija de Pirí, Tabita, quien viajó especialmente desde Francia. Ella aportó un testimonio lúcido e imprescindible para abordar la comprensión de nuestra historia reciente. Recordó a su mamá de una manera admirable. Supo hablar de ella con cariño, pero también con cierta respetuosa y comprensible distancia. Pirí y su generación me resultan fascinantes por una parte, pero me causan cierto temor y rechazo por otra. El suyo era un mundo con ideales y reglas que yo no conocía. En su momento, siendo jóvenes las dos, me resultaba casi incomprensible su opción de vida. Yo también ansiaba un mundo justo, pero un mundo de paz. Jamás pude aceptar la lucha armada como una manera de vivir. Pese a todo, gracias a la generosidad de su hija, ahora la entiendo mejor.

También la tragedia de Héctor Oesterheld y sus cuatro hijas me resultaba cercana. Conocía a su viuda, Elsa, porque trabajaba con uno de mis hermanos en una oficina instalada en la azotea de la casa de mis padres, y me acostumbré a verla. Siempre me pareció una mujer fantástica, muy linda. En ese momento yo no tenía idea de la tragedia que llevaba encima: nada menos que la desaparición de su marido y sus cuatro hijas. Ella no hablaba del tema. Mi hermano, que ideológicamente no podía estar más lejos, la quería enormemente y le tenía un gran respeto. Cuando supe cuán terrible era lo ocurrido, me pareció admirable su lucha y también su supervivencia. Años después, en la entrevista que tuve el privilegio de poder hacerle, no pude menos que preguntarle si sentía rencor. Pero Elsa tiene la paz de la gente buena e inteligente. Me mostró la imagen de su casa de Beccar, donde habían sido tan felices, y en la que quedó absolutamente sola. La familia Oesterheld se hizo añicos en los agitados años 70. Elsa dice en un momento: “La violencia no lleva a ningún lado”. Creo que tiene muchísima autoridad para decirlo.

La historia de los Barón Biza volvió a sorprenderme como el primer día. Siempre me impresionó que este personaje, un millonario acusado de pornógrafo, protagonista de los mayores escándalos de su época, que parece salido de la imaginación de un escritor, fuera contemporáneo nuestro. Yo lo imaginaba con los libertinos y los enciclopedistas de la Ilustración. Pero la casa donde le tira el ácido en la cara a su esposa Clotilde Sabattini queda en Esmeralda y Juncal, plena Capital Federal. No fue en el medio del campo, en una noche de truenos y rayos. ¿Quién era ese escritor peculiar, que alzó un gigantesco mausoleo en memoria de su mujer muerta en un accidente de avión, que alquiló un tren y lo vistió de luto para traer a los radicales de Córdoba al entierro de Yrigoyen, que sedujo a una chica de dieciséis años y después le arruinó la vida de la peor manera posible? ¿Dónde encaja en nuestra historia nacional? Y también está la otra cara de este relato. La tragedia de Clotilde Sabattini, que todavía no ha sido reconocida. Una mujer bella e inteligente, que casada con el hombre equivocado, terminó sus días desfigurada. La de Barón Biza también fue una familia signada por los suicidios y la violencia. Torre Nilsson siempre me decía: “¿Ves?, si yo filmara estas cosas me dirían que no tengo límites, que soy un miserable”. Y es verdad. La realidad es infinitamente más desgraciada que la ficción.

Por su parte, la historia de Natalio Botana no se queda atrás en amor, talento y tragedia. Vivió la época de los grandes magnates de diarios, con Randolph Hearst a la cabeza. Se convirtió en el hombre que revolucionó la prensa argentina al mando de su creación, el diario Crítica. Su periódico hizo del melodrama una pasión argentina. En mi casa consideraban que se trataba de un pasquín y jamás lo compraban. Y sin embargo, Crítica tenía grandes plumas en su redacción. Botana creó un tipo de periodismo, controvertido y a veces incluso vulgar, pero muy nuevo para la época e indiscutiblemente popular. Me imagino a Natalio Botana como un hombre que disfrutó el poder que tuvo. En eso me hace acordar a Jacobo Timerman. A su lado se alza la figura de su esposa, Salvadora Medina Onrubia, una mujer intensa y controvertida. Salvadora era, sin dudas, fascinante. Escritora, panfletista, activista, dramaturga, introdujo una gran ruptura en la férrea moral de su época. Dueña de una gran belleza, pelirroja y políticamente de izquierda, le decían la Venus Roja. Los Botana, con su gran fortuna, su poder mediático y sus extravagantes costumbres, agitaron pasiones en su época.

Los Santucho también se distinguen como protagonistas de nuestra historia reciente. Una tradicional familia de Santiago del Estero, de alto nivel intelectual, acomodada, que se convirtió prácticamente en el símbolo de la lucha armada de los años 70. Once personas muertas y desaparecidas ensombrecen el apellido Santucho. Fue muy interesante entrevistar a Blanca Santucho, escuchar su pensamiento y su dura experiencia de vida. Sin embargo, como dije, la lucha armada, sea como fuere y del bando que fuere, es algo que rechazo totalmente.

Por otra parte, lamento muchísimo no haber conocido a Victoria Ocampo, a

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