Las libres del Sur

María Rosa Lojo

Fragmento

I

La mancha iba avanzando por el senderito de grava. Era blanca, flotante, y —en la medida en que los ojos miopes de Carmen Brey podían verla— parecía de seda. Pronto comenzó a tener piernas: ansiosas, ágiles, suavemente morenas. Asomaban los tobillos, y a veces hasta media pantorrilla, atropellándose, casi chocando con los zapatos inmaculados como si quisieran ir más rápido que ellos. También tenía manos, acompasadas al vaivén de la seda, pelo castaño rojizo bajo el sombrero pequeño, y una voz que brillaba.

La mano tocó la puerta, la voz habló, sonrió, dio algunas órdenes. Hubo un girar de llaves y una corriente fresca de aire y de perfume. La mancha del camino llenó el hueco de la puerta abierta del salón. Era una mujer joven, alta, clara.

—Is that she? —susurró Carmen.

In the flesh —contestó el muchacho rubio que estaba de pie, a su lado.

La dama de blanco (aunque quizá había demasiada decisión en todos sus movimientos para considerarla nada más que una dama) avanzó sin vacilaciones, bruscamente, hasta colocarse delante de ellos. Tendió la mano al varón. Luego miró a Carmen con detenimiento y sorpresa. Habló en inglés, acaso por cortesía hacia el extranjero, que no hubiera podido seguirlas en castellano fácilmente.

—¿Usted es la señorita Carmen Brey? ¿La recomendada de Bebé? ¡Pero si parece que acaba de salir del colegio!

—Sólo acabo de salir de la Universidad, no se asuste. La gente se engaña por mi tamaño y por mi cara redonda. Y usted es la señora Ocampo de Estrada, ¿verdad?

—Llámeme Victoria. No se preocupe por su cara redonda. Ya la agradecerá cuando vaya envejeciendo, como yo.

—¿Como usted? Caramba, así cualquiera quisiera envejecer...

La mujer joven que se llamaba Victoria sonrió con abierta coquetería. Tenía hermosos dientes, pensó Carmen, y ojos oscuros tan brillantes como su voz.

—¿Nos disculpará un momento, Mr. Elmhirst? Tengo que explicarle algunas cosas a Miss Brey.

—Cómo no, Victoria. Aquí estaré, a sus órdenes. Como siempre.

La voz era neutra, pero no lo era la sonrisa, irónica y levemente fastidiada, que Carmen —no Victoria, que sólo miraba hacia adelante— alcanzó a ver antes de que dejaran el salón.

La casa era blanca también. Tanto, que vista desde fuera hería los ojos en el temblor de la resolana. Adentro, en la media penumbra de algunos cuartos, los muebles de roble oscuro compensaban el exceso de luz. Pero había otro exceso: las flores y las ramas que creaban un jardín propio o un remedo de bosque, en recodos insólitos, en el descanso de las escaleras, en antepechos y repisas y estantes de donde los libros o los adornos parecían haber sido arrancados sólo para que las flores crecieran en su lugar.

Victoria abrió la puerta de un pequeño despacho. Olía a madera recién encerada, y el olor de la cera se mezclaba con el de las madreselvas y las rosas desmedidas que concordaban con la desmesura de toda la tierra y hasta de ese río con pretensiones de mar abierto que se veía desde el corredor.

—Bueno, cuénteme algo de usted. Recién llegada de Madrid, ¿verdad?

—Hace una semana.

—Me dijo Bebé, bueno, la señora de Elizalde, que usted fue discípula de María de Maeztu.

—Vivía en la Residencia de Señoritas mientras cursaba Filología en la Universidad.

—No sabe lo que hubiera dado por estar en su lugar. Mis padres nunca consideraron conveniente que hiciese una carrera. Y en cuanto a vivir en una residencia de señoritas... Ni aunque hubiera estado dirigida por Santa Teresa. Ahora le explicaré por qué necesito sus servicios y qué servicios son ésos. Sabrá usted que acabo de trasladar al poeta Tagore a esta quinta.

—Eso me ha dicho el señor Elmhirst. Al poeta aún no lo he visto. Está descansando.

—Hace muy bien. En realidad iba al Perú. Pero los médicos le han prohibido cruzar la cordillera y le han ordenado reposo. De manera que he hecho todos los arreglos para que se quede en esta casa el tiempo que haga falta. ¡Dios! ¡Si no le he ofrecido nada! ¿Quiere un refresco, un té?

—Té, por favor.

Victoria pulsó un timbre sobre el escritorio. Un hombre de mediana edad respondió enseguida al llamado.

—José, la señorita Brey va a hospedarse aquí una temporada. Ella se entenderá directamente con el señor Elmhirst y con el maestro Tagore. Cualquier dificultad que tengan para tratar con nuestros huéspedes, recurran a ella. Haga el favor de traernos dos tés.

El valet respondió con acento inequívoco. Era gallego. Como casi todo el personal de servicio doméstico que hasta entonces había visto en Buenos Aires. ¿Sería ella para la señora Ocampo otra empleada —aunque de lujo— de la misma clase? Sintió, de pronto, el mismo deseo que había sentido de niña, en la ceremonia de la Primera Comunión. Levantarse, irse, dejando al cura con la Hostia en la mano ante las previsibles miradas de horror y los cuchicheos escandalizados de toda la capilla. ¿Cómo era posible que la señora Ocampo diera por supuesta su aceptación de un trabajo cuyas condiciones y pormenores ni siquiera le había expuesto? Recordó algunas anécdotas que había contado Ortega, y también una frase reciente de Elmhirst sobre aquella “mujer avasallante”. Sin embargo, no pudo sentir ira cuando su impetuosa empleadora la miró con el candor y con la excitación de quien le ofrece a un desconocido, por pura generosidad, un regalo fabuloso.

—Me imagino, Carmen, que le resultará increíble su buena suerte. ¡Nada menos que encontrar a Tagore en estas pampas! ¡Y tener el privilegio de acompañarlo durante toda su estadía! Me cambiaría por usted con gusto.

Carmen Brey escrutó, perpleja, la cara iluminada y abierta de su interlocutora.

—Usted perdone, pero, ¿no es ésta su casa? ¿Por qué no se queda aquí?

—No, no es mi casa. Es la quinta de una prima. Estoy viviendo cerca, en Villa Ocampo, que pertenece a mis padres, y no tengo su consentimiento para alojar al poeta allí. Mi prima me ha prestado Miralrío por una semana. Si Tagore necesita más tiempo, pagaré el alquiler que ella me pida.

—Ah, claro.

—No se crea que cuento con tanto dinero en efectivo. Pero tengo joyas para vender y dispondré de ellas. Tagore lo vale. Eso, y mucho más. Mejor dicho, ser anfitriona de Tagore es algo que no tiene precio para mí.

José llegó con la bandeja del té. Lo preparaban fuerte, espeso. En las hebras gruesas y aromáticas concentradas en el colador, Carmen Brey hubiera querido leer, no ya un mapa de su destino futuro, sino un código para descifrar las leyes tácitas de la tierra que la recibía. O de los millonarios que gobernaban esa tierra. ¿Les parecería el premio Nobel de Literatura un huésped indeseable a los padres de la señora Ocampo? ¿Creerían que se trataba de un bohemio muerto de hambre de la rive gauche? ¿O buscaban fastidiar y desautorizar a una heredera veleidosa que a su vez los fastidiaba frecuentando amistades fuera de su clase y de sus costumbres? Por cierto, ella parecía muy capaz de vender cualquier

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