Las olas del mundo

Alejandra Laurencich

Fragmento

Capítulo 1

En el verano del 76 yo estaba de vacaciones en Mar del Plata, iba a cumplir trece años y el mundo adulto me parecía algo impreciso y deforme, un caos donde los grandes esperaban la llegada de los militares con tanto fervor como mi abuela soñaba la redención por el Espíritu Santo. La Nona llevaba flores a la iglesia todos los días, flores del jardín de la casa, grandes ramos de azucenas para el altar de la virgen, ornamentos que demostraban la creatividad, el talento extraordinario para las artes, todo lo que le arrebató la güera, como ella llamaba a las guerras de Europa, primera o segunda, a mí me daban lo mismo. La miraba armar esos ramos y encontraba la pista de ese talento artístico que mencionaban algunos paisanos cuando venían a jugar al chinchón, talento que mi abuela debía haber escondido bien al fondo de su memoria, detrás del delantal que habría protegido el ajuar de inmigrante, las ropas impecablemente zurcidas con las que llegó a la Argentina; la veta de artista que la habría hecho cantar canzonettas frente al calor del horno en el que había cocinado las pizzas, setecientas pizzas por sábado para construir el porvenir de la familia, venite all’agile, barchetta mia, Santa Lucia, Santa Lucia.

A mi abuela le temblaba la voz de soprano cada vez que llegaba a esa parte de la canción, siempre tan devota ella. Los santos la estremecían más que la fiebre de intestinos por la que se había visto obligada a vender la pizzería para darse cuenta de que había hecho una fortuna entre tanto bollo y tanta levadura, que podía comprar una casa cerca del mar para sentarse a mirar el infinito como en su niñez en Koper, porque mi abuela no era italiana sino eslovena de nacimiento (nacida bajo el imperio austrohúngaro, decía siempre), pero se había enamorado de un triestino en una de esas mudanzas a las que la Guerra había obligado a su familia.

En el año 76 los tiempos de trabajo duro y ahoro se le habían terminado hacía rato, pero ella seguía sin parar: por la noche tejía agarraderas, almohadones, pulóveres o medias de lana que destejía cuando se agujereaban para volver a hacer otras, y durante el día se ocupaba del jardín de la casa, de podar los frutales, de puntear los canteros, renovar la tierra a fuerza de pico y pala, o sacar cualquier yuyo que creciera entre el orégano, la salvia y el romero, los geranios, los jazmines y las azucenas. Las azucenas de color rosa terminaban en la capilla, narcotizando a las viejas que rezaban el rosario guiadas por su voz. Mi abuela era de misa diaria, cuando daban las seis de la tarde entraba al baño, se lavaba, se cambiaba, se ponía el collar de perlas y salía para la parroquia. Ella pedía salud para sus nietos, su hijo pedía que vengan los militares, sus nietos pedían plata para Navidad.

Ese enero, con uno de los billetes que había recibido de regalo en Nochebuena, yo me había comprado el primer atado de cigarrillos para fumarlos a escondidas en el altillo de la casa de verano. Pero eso fue después de haber conocido a los Kunstler. Después de que Malena se metiera para siempre en mi intimidad.

Antes de conocer a Malena Kunstler yo prefería los días de lluvia, porque no había que ir a la playa. Podía encerrarme a leer en el altillo, la habitación de mi hermano, Fabián, que me llevaba nueve años. Dos condiciones —masculinidad y mayoría de edad— lo protegían de algunas represiones paternas con las que a mí me martirizaban. Yo adoraba leer en su cuarto. De modo que si quería permanecer ahí se requería un andar de gato. Una chica puede ser muy silenciosa cuando quiere. En una de las paredes del altillo había una especie de puerta trampa. Si uno la levantaba, se encontraba con un espacio enorme que acababa donde el techo a dos aguas se juntaba con el piso. Todo ese espacio estaba lleno de trastos y revistas. Había tanto para leer. Desde historietas como D’Artagnan o Patoruzú, libros viejos, cartas de verano, hasta revistas Gente y Siete Días y Hortensia y Chabela, enciclopedias “del año del jopo” como decía mamá, manuales de primeros auxilios, libros de inglés que mi abuela rescataba de las donaciones a la parroquia para que aprendiéramos un idioma nuevo. Así le llamaba al inglés: nuevo. Y yo me imaginaba diciéndole a Mrs. Rinaldi, la vieja que daba inglés en mi colegio: no me interesan los idiomas nuevos, prefiero el latín o el griego. Me encantaba imaginar la respuesta desconcertada de Mrs. Rinaldi. Sus bigotitos erizándose un poco, sobre las comisuras, como los de un dibujo animado. Me encantaba imaginar que Él (un personaje secreto que yo había inventado) se la cruzaba un día en algún sitio, pongámosle una recepción, un concierto, un restaurante o un crucero a Uruguay (¿qué podía hacer Él en un crucero a Uruguay?) y le corregía la pronunciación con esa sonrisa a medias que Él sabía hacer tan bien cuando alguien le parecía un insecto: Puede pronunciarlo mejor, Mrs. Rinaldi. No es bread, es “bread”. Y la Rinaldi sabía de antemano que iba a perder porque Él era un inglés educado en un colegio para aristócratas y ella seguramente había aprendido el idioma en una academia de barrio.

Iba a ser duro volver al colegio, yo anticipaba el secundario como una etapa muy exigente, donde todas mis facultades de buena alumna serían minimizadas por los nuevos profesores. Aunque para eso faltaban al menos dos meses de verano. Cuántas tardes de altillo me quedaban hasta el día que tuviese que enfrentar el colegio.

Pero el verano del 76 fue muy soleado, mis padres se la pasaban dándome órdenes de salir al jardín, al sol, hacer mandados, acompañarlos a la playa. Una de las vecinas tenía una hija que estudiaba para médica, cursaba recién el primer año de la facultad pero todos se referían a ella como la doctora. La chica le había preguntado a mi mamá: ¿Siempre es tan apática? No es sano que una chica sea tan solitaria. Debería hacer deporte, ir a un club... ¡Dios! con lo que detestaba yo el contacto con gente de mi edad, prefería toda la vida estar entre adultos, aun los más aburridos eran mejor compañía que los ruidosos y estúpidos chicos y chicas de doce años. Pero la palabra de esa estudiante de medicina había calado hondo en mis padres, su recomendación fue como un cachetazo, un insulto a sus oídos acostumbrados a las alabanzas sobre la inteligencia de sus hijos, Andrea y Fabián Debari, la belleza de sus rasgos europeos. La nena parece inglesita u holandesa con esa piel tan blanca, le decían muchas veces a mi mamá y ella se quedaba con la primera nacionalidad dando vueltas en sus fantasías: una inglesita. Porque mi mamá sentía un amor desmesurado ante todo lo que viniera de Inglaterra. Podía hablar, como si fueran sus propios inventos, del tweed, de la vajilla que había heredado en su casamiento, del próximo jubileo de la reina Isabel, de Shakespeare o de Agatha Christie, del príncipe de Gales o de las estaciones del ferrocarril que habían hecho los ingleses en Buenos Aires y que Perón, en alguno de sus gobiernos, había estatizado. Y cuando mamá hablaba de Perón decía: si no fuera por él, los pobres seguiríamos siendo analfabetos. Gracias a él nació la clase media en Argentina.

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