Volver a mirarnos

Liliana González
Natalia Brusa

Fragmento

Volver a mirarnos

Parece que en el origen había un paraíso perfecto, donde nada faltaba. Adán y Eva, con su inconducta y el no respeto a la ley, inauguraban la figura del exilio y del deseo de volver siempre a ese paraíso. A partir de ese momento el ser humano vive entre búsquedas, encuentros, pérdidas y desencuentros. Malestar, bienestar, queja, satisfacción coexisten en la vida de todo ser humano, que transcurre en instituciones familiares, escolares, laborales y sociales.

Evidentemente nos ha tocado educar, enseñar y trabajar en tiempos no paradisíacos, con subjetividades saqueadas por la injusticia social, la marginación, la desocupación, el consumismo exacerbado, la crisis de valores, la explosión tecnológica —que, paradojalmente, nos hiperconecta y nos incomunica—, el borramiento de las diferencias entre el mundo del niño y del adulto, la pérdida del valor del conocimiento y del sentido de la escuela. Tiempo de seres anónimos, diagnósticos precipitados, terapias breves, patologización y medicalización de la infancia, familias frágiles y escuelas boicoteadas. Escenario difícil para quienes intentan seguir apostando a la subjetividad y la inclusión.

En realidad, vivir y educar nunca fue sencillo, ya que la vida misma es un escenario de encuentros y desencuentros: familiares, amorosos, eróticos, deportivos, laborales, sociales, ideológicos y políticos. Encuentros deseados, forzados, espontáneos o construidos. Desencuentros inesperados, sorpresivos, anunciados, dolorosos.

Y, entre ellos, todas las emociones: amor, odio, indiferencia, alegría, tristeza, ilusiones y desilusiones. Sentimientos y re-sentimientos. A veces, nos encontramos con lo buscado y otras con lo no deseado, y eso comienza con la vida misma.

¿Cómo pensar estas cuestiones en la crianza, ya que el recién nacido no tiene modo de elegir la particular manera en que los adultos que lo reciben sostendrán su crecimiento?

En la mayoría de los casos, el bebé encuentra ese gran Otro, que, movilizado por el amor, lo aloja, lo contiene, lo alimenta y se hace cargo de su indefensión. Pero, lamentablemente, hay algunos niños que no son recibidos de ese modo.

El desencuentro más fatal para la constitución subjetiva es la ausencia de alguien que, desde el amor, se haga cargo de su indefensión y lo sostenga en la vida. Para ello debe encontrarse con una madre o, más precisamente, con alguien que desempeñe la función materna, que incluye contención, alimentación, protección, desciframiento del llanto y mostración del mundo.

Lo que no debe faltar en ese encuentro es la mirada amorosa de ese adulto que se hace cargo de la crianza, porque es allí, en la mirada, donde se ancla el amor, ya que el recién nacido no cuenta con un universo simbólico-lingüístico para entender el “te amo” en palabras.

Al hablar se puede expresar amor, extrañeza, necesidad, sin que nada de eso ocurra. La mirada, en cambio, no admite simulacros ni hipocresías.

Al tratarse de una pulsión y, por lo tanto, de una construcción inconsciente, no admite preparación, no miente. Por eso, tantas historias de amor comienzan en la mirada y otras tantas terminan también allí, antes que las palabras “no te quiero más” surjan. Porque en esa mirada encontramos el desamor.

Todo este rodeo para decir que, si bien la mirada no se construye, ella sí construye subjetividad.

Volviendo a la escena fundante, tratemos de imaginar al bebé a expensas de lo que el otro (figura a cargo de la crianza) descifra de su precario lenguaje: llanto, gestos, miradas. Desde el primer grito, surgido por una necesidad apremiante, empieza el trabajo de decodificación materno. “Es por hambre”. “Tiene frío”. “Algo le duele”.

Al buscar calmarlo, aparece (en circunstancias normales) el otro con todo su ser, con su historia, con su manera de ser mamá o papá, con sus posibilidades o no de entablar el vínculo con el bebé, quien nada puede elegir. Está a expensas de lo que el otro elige y decide para él. Serán las figuras paternas quienes podrán instalar o no hábitos y rutinas en el mundo caótico del bebé, que no sabe nada de días y noches, de limpieza o suciedad, de orden o desorden. Serán los otros los que decidirán dormirlo con un cuento, una canción o una pantalla.

En esa relación mamá/papá-bebé, donde el pequeño pone su puro cuerpo, su falta de dominio motriz y la ausencia de la palabra, aparece el otro con un supuesto saber poniendo sentido a las producciones corporales del niño. El hijo-bebé depende de ese saber paterno y, al mismo tiempo, lo pone en falta cada vez que el llanto se eterniza por una falla en su desciframiento.

“¿Qué le pasa ahora? ¿Qué querrá?” Preguntas que todos los padres en algún momento se hacen.

¿Qué pasará si un bebé, al nacer, no se encuentra con una mirada amorosa y enamorada de alguien que, mientras lo alimenta, sigue conectado a las pantallas, quizás pensando en que su niño solo necesita leche?

¿Qué pasará con los niños que comen desde pequeñines con los dibujitos animados y no junto a un rostro humano que lo aliente con mirada feliz a comer toda su papilla?

¿Qué pasará con las familias que se han dejado jaquear las miradas y las palabras, y almuerzan y cenan pendientes de las pantallas?

En la escuela, también hay que convocar miradas. Hay que romper filas para no pasar de las pantallas del contraturno a las nucas de los compañeros. Sentarlos en mesas, estimular el trabajo cooperativo para que puedan mirarse, escucharse y aprender del otro, de esa diversidad que puede aparecer en cualquier situación de trabajo áulico.

Las nuevas infancias nacieron en la cultura de la imagen y en una sociedad exhibicionista donde todo debe ser mostrado para ser visto, poner un “visto” o subir fotos mientras me des-visto, borrando las fronteras entre lo público y lo privado. Si durante el crecimiento, durante los años fundantes, hubo más pantallas que miradas y voces humanas, los chicos tendrán dificultades para registrar al otro y, cuando uno no registra al otro como semejante-diferente, corre el riesgo de mirarlo como un objeto, sembrando las semillas de las dificultades de convivencia y de todas las formas de violencia.

De a poco vamos dejando de mirarnos, lo que equivale a deshumanizarnos. Y así el amor se vuelve más frágil, más líquido, más perecedero.

La tecnología es una herramienta maravillosa si se sabe usar a favor del ser humano. Pero no hay herramientas para encontrar el sentido de la vida. Se trata de una búsqueda personal, una especie de viaje con aciertos y desaciertos, encuentros y desencuentros con los otros significativos y cotidianos, que van dejando sus huellas y sus marcas.

Ojalá el amor y el deseo sean el motor de ese viaje, de lo contrario, la soledad “no elegida” dirá presente.

En mi trabajo clínico he atendido a niños y adolescentes que se sentían solos, a quienes les costaba sostener la mirada en el encuentro con el otro. La soledad en la niñez implica un corrimiento de los adultos e

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