La distancia que nos separa

Renato Cisneros

Fragmento

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Índice

[NOTA DE AUTOR]

Dedicatoria

Epígrafe

PRÓLOGO
Alfredo Bryce Echenique

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Sobre este libro

Sobre el autor

Legal

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[NOTA DE AUTOR]

Hace cinco años, a fines de julio de 2015, un día después del lanzamiento de La distancia que nos separa en la Feria del Libro de Lima, dejé el Perú para venir a vivir a España. Fue casualidad que ambos eventos ocurrieran prácticamente en simultáneo. Hoy, sin embargo, no imagino una coincidencia más simbólica; después de todo, publicar esa novela ha sido, en más de un sentido, una especie de viaje, mudanza y exilio.

Muchas cosas cambiaron a partir de su aparición: la relación con el recuerdo de mi padre, el trato con mi familia, la conciencia de mi vocación, el vínculo con los lectores.

Escribí esta novela como una larga cuenta pendiente conmigo mismo, azuzado por la urgencia de reconstruir un pasado que de pronto sentí diluirse, y tratando de entender —a través de la enigmática figura de mi padre— cómo la violencia y el silencio se volvieron parte fundamental de nuestra herencia generacional.

Quienes estuvieron cerca de mí por esos días saben que no tenía expectativas de ningún tipo respecto del recibimiento de La distancia; quizá por eso no deja de impresionarme la generosidad con la que el libro continúa leyéndose, discutiéndose y recomendándose, tanto dentro como fuera del Perú.

Quiero agradecer con sinceridad a Alfaguara por esta hermosa edición que, además de acercar la novela a posibles nuevos lectores, marca mi regreso a la casa donde empecé a publicar narrativa.

Madrid, 5 de agosto de 2020.

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A mis hermanos, que tuvieron un padre que se llamaba como el mío.

«Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río ponía perpetuidad».

«La tercera orilla del río»

João Guimarães Rosa

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PRÓLOGO
Alfredo Bryce Echenique

Decía Julio Cortázar que el prólogo de un libro es algo que se escribe después, se pone antes, y no se lee ni antes ni después. Pero yo creo en las excepciones más que en las reglas y por eso me he sentado esta tarde a escribir unas líneas sobre un joven novelista peruano llamado Renato Cisneros, a quien le ha bastado esta novela para entusiasmar a los lectores y hacerlos disfrutar con una historia íntima y muy personal que nos conmueve desde un principio. Y es que Cisneros pone un orden novelesco en el desorden inherente a toda vida humana, mientras va en busca del tiempo perdido y del padre añorado.

Su padre, Luis Federico Cisneros Vizquerra, apodado el Gaucho por sus años bonaerenses —y nacido, en efecto, en Buenos Aires, en 1926—, fue un general muy importante en la historia del Perú y en la vida de todos los peruanos hace unas décadas. Pero a este hombre no solamente lo veremos aquí como un niño, un joven enamorado en Argentina y un padre de familia, sino también apreciaremos su larga trayectoria vital como militar y ministro en los gobiernos de Francisco Morales Bermúdez y Fernando Belaúnde Terry.

Renato Cisneros recorre muy detalladamente los caminos de la vida de su padre en esta novela que no pretende ser histórica, aunque sí que lo es, como es también un documental que a la larga hace de estas páginas algo tan biográfico como autobiográfico. El escritor intenta, creo que inútilmente, quedarse al borde mismo del camino, por no decir fuera de él, cuando narra a este padre que entre sus más íntimos familiares será tan temido como admirado, cosa que también sucede en su vida civil y de soldado, pues se trata de un hombre público y poderoso que los lectores llegarán a amar o a detestar.

De esta manera, o sea, como sin quererlo, la novela avanza por un camino bien documentado, pero no desprovisto de emoción y revelación, pues el autor demuestra una emotividad cargada de vida, de observación, de contemplación y hasta de nostalgia por un tiempo pasado. Y convendría, como pocas veces antes, creo yo, volver a aquello que es el tiempo perdido, pero que al final de cuentas se convierte en tiempo recuperado. Y digo esto pensando en Marcel Proust, cómo no, pero también en esta novela, donde la imaginación y la vida del escritor corren entrelazadas hasta convertirse en un hilo bicolor cuya longitud va en diversas direcciones.

Solo me queda remitir al público a una lectura que sin duda alguna lo conmoverá. El lector tiene entre manos una novela notable por la inteligencia de su factura, la ciencia de su lenguaje y la mezcla sutil de nostalgia, ternura y realismo. Escrita, además, por un joven matador que entra al ruedo con una espada fina y un corazón grande como el Perú.

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No voy a contar aquí la historia de la mujer que tuvo siete hijos con un sacerdote. Basta con decir que se llamaba Nicolasa Cisneros y era mi tatarabuela. El cura del que se enamoró, Gregorio Cartagena, fue un importante obispo de Huánuco, en la Sierra del Perú, en los años previos y posteriores a la independencia. Durante las cuatro décadas que duró la relación, ambos hicieron lo posible por evitar las repercusiones del escándalo. Como Gregorio no podía o no quería reconocer legalmente a sus descendientes, se hizo pasar por un pariente lejano, un amigo de la familia, para mantenerse cerca y verlos crecer. Nicolasa reforzó la mentira rellenando las actas de bautizo con información falsa; así fue como inventó a Roberto Benjamín, su supuesto marido, un fantasma que fungió de esposo y padre legal, aunque ficticio. El día que los hijos se dieron cuenta de que el tal Roberto nunca había existido y de que el cura Gregorio era su padre biológico, quisieron romper con su pasado, con su origen bastardo, y adoptaron el apellido materno como único. En adelante, Benjamín sería solo su segundo nombre.

Tampoco diré nada del último de esos hijos ilegítimos, Luis Benjamín Cisneros, mi bisabuelo. Nada salvo que sus amigos del colegio lo apodaban el Poeta. Y que era tan vehemente que a los diecisiete años se empecinó en conquistar a Carolina Colichón, la amante del presidente Ramón Castilla. Lo logró, por cierto. A los veintiuno, ya tenía

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