Earwig y la bruja (Colección Alfaguara Clásicos)

Diana Wynne Jones

Fragmento

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En el orfanato San Morwald era el día en que quienes querían ser padres adoptivos iban a ver a los niños para decidir cuál se llevarían a casa.

—¡Qué rollo! —dijo Earwig a su amigo Custard.

Ambos formaban fila en el comedor junto a los niños mayores. Earwig pensó que aquella tarde era una horrible pérdida de tiempo. Era muy feliz en San Morwald. Le gustaba que todo oliera a limpio y que el sol llenara las habitaciones. Adoraba a la gente de allí. Pues todos, desde la señora Briggs, la matrona, hasta los recién llegados, los niños más pequeños, hacían exactamente lo que Earwig quería. Si Earwig deseaba almorzar pastel de carne, podía hacer que el cocinero se lo preparara.

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Si se le antojaba un nuevo jersey rojo, la señora Briggs se apresuraba a comprárselo. Si quería jugar al escondite en la oscuridad, todos los niños jugaban aunque a algunos les diera miedo. Earwig nunca sentía miedo. Tenía un carácter muy fuerte.

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Del cuarto de juegos contiguo, donde los bebés y los más pequeños formaban otra fila, salían ruidos. Earwig podía oír exclamar a los visitantes: «¿No es monísimo?» y «¡Oh, mira los ojos de este pequeñín!».

—¡Qué asco! —farfulló—. ¡Menudos caraduras!

A Earwig le gustaban la mayoría de los bebés y de los niños pequeños, pero no creía que estuvieran hechos para ser admirados.

Eran personas, no muñecos.

—Tú no tienes problema —dijo su amigo Custard—. Nadie te elige nunca.

Custard era el preferido de Earwig en San Morwald. Siempre seguía sus instrucciones al pie de la letra. Su único defecto era que se asustaba con demasiada facilidad.

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—A ti tampoco te eligen nunca. No te preocupes —respondió Earwig con dulzura.

—Pero la gente revolotea a mi alrededor —dijo Custard—. Alguna vez casi me escogen.

Y se atrevió a añadir:

—¿Acaso nunca deseas que te elijan? ¿No quieres vivir en otro sitio?

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—No —contestó la niña con firmeza.

Pero se preguntó si no sería divertido vivir en una casa normal como el resto de los niños. Luego pensó que en San Morwald eran muchos los que hacían exactamente lo que ella quería y se dio cuenta de que en una casa corriente solo habría dos o tres o, a lo sumo, seis personas. Eran demasiado pocas para despertar su interés.

—No —repitió—. Quien me escogiera tendría que ser muy raro.

En ese preciso instante entró corriendo la señora Briggs, que venía del cuarto de juegos. Parecía estar nerviosa.

—Aquí están los mayores —dijo—. Si tienen la bondad de seguirme, iré presentándoles a los niños y les contaré algo sobre cada uno de ellos.

Earwig apenas tuvo tiempo de advertirle a Custard en un susurro que se acordara de bizquear como ella le había enseñado, cuando tras la señora Briggs una extraña pareja apareció en el comedor.

Earwig notó que se habían esforzado por parecer gente normal, pero sabía que no lo eran. Ni por asomo. La mujer, con un ojo marrón y otro azul, tenía un arrugado rostro de aspecto marchito en absoluto amable. Había intentado embellecerlo dándose reflejos azules en el pelo y rizándoselo, y aplicándose un montón de pintalabios púrpura. Sin embargo, nada de eso combinaba con el traje marrón o el amplio jersey verde. El sombrero rojo y las botas de tacón azul cielo tampoco conjuntaban.

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En cuanto al hombre, la primera vez que Earwig lo miró, pensó que era como cualquier persona que te encuentras por la calle. La segunda, apenas pudo verlo. Se había convertido en un largo rayo negro suspendido en el aire. Cuanto más lo miraba, más y más alto parecía y su cara, cada vez más sombría, producía muchísimo miedo. Además, daba la impresión de que sus orejas eran muy largas.

Cuando la pareja llegó a la altura de Custard, Earwig estaba casi segura de que el hombre medía tres metros y de que dos cosas le sobresalían de la cabeza. Cosas que podían ser orejas, aunque Earwig suponía que más bien se trataba de cuernos.

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—Este niño de aquí es John Coster —estaba diciendo la señora Briggs. Earwig se alegró de no ser Custard.

—Sus padres fallecieron en un incendio —explicó—. ¡Qué lástima!

Custard solía fruncir el ceño siempre que la señora Briggs contaba su historia. Detestaba que la gente afirmara que su vida era triste. Sin embargo, Earwig sabía que el chico sentía tal miedo ante la extraña pareja que ni siquiera podía arrugar la frente. Además, había olvidado ponerse bizco.

Antes de que pudiera darle un codazo para recordarle que bizqueara, la pareja perdió todo interés en él. Continuaron andando hasta colocarse frente a Earwig.

Custard palideció de alivio.

La señora Briggs suspiró.

—Esta es Erica Wigg —dijo desesperanzada. Nunca había entendido por qué nadie quería llevarse a Earwig a casa. Earwig era delgaducha. Sus incisivos y sus codos sobresalían muchísimo y se empeñaba en hacerse dos coletas que también sobresalían, al igual que los codos y los dientes. Pero la señora Briggs había conocido niños mucho menos agraciados a los que todo el mundo adoraba. No sabía que a Earwig se le daba de maravilla parecer odiosa. Lo hacía con discreción, disimulando, y lo repetía una y otra vez porque era feliz en San Morwald.

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Eso mismo estaba haciendo ahora. Pensó que los visitantes eran las personas más horribles que había visto nunca. La pareja tenía sus ojos clavados en ella con gesto grave.

—Erica lleva con nosotros desde que era muy pequeña —explicó la señora Briggs con alegría, al ver cómo la miraban.

Lo que no contó, porque siempre le pareció muy rarito, es que se la habían encontrado de madrugada en el umbral de San Morwald, cuando todavía era un bebé, con una nota prendida en la manta. La nota decía:

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La señora Briggs y la matrona ayudante se quedaron perplejas.

—Y si la madre es una de ellas, debe de haber sido expulsada de algún aquelarre —señaló la ayudante.

—¡Qué disparate! —exclamó

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