Y a pesar de todo, aquí estoy

Asaari Bibang

Fragmento

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PREMATURA

Esquivando al destino

Nací un 28 de julio de 1985 en Malabo, Guinea Ecuatorial, África. Fui la pequeña de siete hermanos: Anita, Emilia, Antonio, Rosa, Rafael, Virginia y yo.

Mis padres, Luisa y Rafael, vivían junto a mis seis hermanos en Tuplapla, una enorme finca de cacao y papayas con tres hectáreas de bosque en el que mi padre cazaba antílopes y mi madre buscaba caracoles.

Aquel 28 de julio, luciendo un diminuto embarazo de veintisiete semanas, mamá cruzó el patio para recoger la yuca que vendía en el mercado. En un raquítico cuerpo de cuarenta años albergaba a una niña a la que quería llamar Sara Carmen Nsuga: Sara por la profesora de su primogénita, Carmen por la Virgen del Carmen y Nsuga en honor a la hermana pequeña de su marido, como manda la tradición.

Además de esos tres nombres, me tenía que poner el nombre de casa, una especie de apodo por el que te llama todo el mundo, incluso tu familia. El nombre de casa tiene tanto protagonismo que muchos no tienen ni idea de cómo te llamas legalmente. Si vas a Guinea, no te sorprendas si escuchas todo el tiempo cosas como a Chupetín, a Pergen, a Bombito, a Nena, a Siete, a Polinó... Son nombres. Con la a delante que es como decir «oye».

Cuando mamá terminó de recoger la yuca, comenzó a sentir un malestar parecido a las contracciones, pero después de seis embarazos tenía claro que algo no iba bien. Así que, con la intención de no alertar a su esposo, entró sonriente y erguida al barracón que había acomodado como salón de estar, cogió cuatro vestidos ligeros, la cesta para meter la yuca y, despidiéndose, cruzó Patio Monte, la finca de al lado.

Había caminado unos diez minutos cuando llegó a la bifurcación en la que tenía que decidir entre el camino largo y seguro o el atajo pedregoso. La vida es siempre así. Escogió el camino más corto. Saltando de piedra en piedra, cruzó el río Ope por la parte más baja de su cauce y fue abriéndose paso entre la vegetación con un machete hasta llegar a Batoicopo, el pueblo donde ejercía como maestra.

Su vocación por la enseñanza y su devoción por los niños respondía a la necesidad de brindar a otros lo que ella nunca tuvo. A los nueve años se quedó huérfana y le tocó irse a vivir con unos tíos suyos que prácticamente la acogieron en calidad de criada. Hacía la comida, barría, fregaba y cuidaba de la ingente cantidad de mocosos que vivían en aquella casa. A veces, al volver del colegio, descubría que habían engullido toda la comida sin pensar en ella.

Un día, presa de la rabia, escogió la mejor gallina del corral, la preparó con una deliciosa salsa de cacahuete y le vació el bote entero de sal. Pese a todo, ella era dulce. Bastaba con mirarla con mimo para darse cuenta de que había logrado sacudirse todo el rencor de aquellas vivencias. No tuvo infancia, pero, en lugar de amargarse, decidió conservar su infancia intacta para cuando pudiera vivirla. Y eso hacía. Por eso era feliz como maestra en Batoicopo.

Al llegar a la entrada del pueblo, mamá se desprendió de la cesta. Era un gran canasto de mimbre con dos asas de tela que servía principalmente para transportar comida. Años más tarde, mi madre me metería dentro cuando ya no podía caminar más en el largo trayecto a la escuela.

Mamá arrastró la cesta hasta que ya no pudo más. Sara, a quien le debo uno de mis nombres, la vio venir a lo lejos con el vestido manchado de sangre. En aquel instante, todo se paró: el cura, la enfermera, el tendero, las niñas que saltan a la comba, la música en casa de Remigio, mama Lilí que deambulaba por allí...

Como una exhalación, Sara corrió a su encuentro, el cura la alcanzó poco después, la enfermera se apresuró a por su maletín, las niñas abandonaron la cuerda, mama Lilí siguió a lo suyo y, sin mediar palabra, Remigio salió corriendo a Tuplapla a avisar lo antes posible al esposo de doña Luisa. La solidaridad se puso en funcionamiento como los engranajes de un reloj: cada cual debía estar en el sitio y en el momento preciso para marcar la diferencia.

Don Justino se había llevado su jeep, el único vehículo con el que contaban en el pueblo para las urgencias. Como era habitual, el hombre se marchaba cada domingo con la excusa de vender su caza y, al parecer, la seguía vendiendo hasta el miércoles por la mañana. Después, regresaba al pueblo sospechosamente contento y con dulces para todos. Todavía hoy, nadie ha conseguido sonsacarle ni una palabra del porqué de su felicidad. Por eso tuvieron que salir a la carretera y orar para que pasara pronto un coche de línea que llevara a mamá y a Sara al hospital de Malabo.

En ese tiempo, Remigio, tras recorrer ocho kilómetros sin tregua, llegó por fin a Tuplapla y cumplió su misión: avisó a don Rafael de que su esposa se había puesto de parto. Justo en aquel momento, apareció Alejo, el capataz de Patio Monte, para ofrecer su Cacharro, un viejo coche alemán destartalado que todos, incluso los niños, habían acabado empujando alguna vez. Sin pensarlo dos veces, mi padre, mis seis hermanos, Remigio y Alejo se montaron en el Cacharro y se fueron a Malabo.

Cuando llegaron al hospital, yo ya había nacido. Mamá había dado a luz a un bebé de ochocientos gramos en un hospital sin incubadora en el que te cobraban el litro de sangre como si fuera gasolina. La doctora Sandra le dijo sin tapujos que me dejara en el hospital porque iba a morir de todos modos.

Pero ¡se equivocaba! Y mamá lo sabía. Por eso decidió seguir su instinto observando algo que nadie más vio: un ligero, casi imperceptible movimiento de los labios de aquel insignificante saquito de piel y huesos. Un movimiento que responde al reflejo de succión con el que nacen los bebés y que les permite arrastrarse por el cuerpo de la madre y engancharse al pecho casi antes de ser capaces de abrir los ojos. Un reflejo primitivo que indica que ese ser humano quiere vivir.

Mamá cogió su bolsa y me llevó a Tuplapla. La segunda noche en casa, me acomodó en su regazo y en un acto de fe me puso el nombre de casa: Asaari.

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Más tarde, a los dieciocho años, conocí a la doctora Sandra en un viaje fugaz a Guinea. Entré al hospital y pregunté por ella. Mamá me había dado sus datos, pero no había querido acompañarme. Yo sentía curiosidad por saber quién era. Tenía ganas de confrontarla, de decirle a aquella doctora que no solo había sobrevivido, sino que mi vida había cambiado por completo para bien mientras ella seguía anclada en el mismo sitio.

Pensaba encontrarme a una persona fría y distante, pero al decirle mi nombre, casi pude sentir su alivio y su sonrisa abierta al camino de la reconciliación. Era una senda que yo había recorrido sin saber que simplemente anhelaba mirarla a los ojos y ver que no había maldad en ella. Necesitaba comprender que era solo una mujer normal que le había dicho a mi madre lo que pensaba.

Me pasé los primeros meses de vida rodeada de botellas de agua caliente que hacían las veces de incubadora. Mis hermanos se turnaban para encargarse de que las botellas estuvieran siempre listas y a una temperatura óptima para sustituir las que se iban enfriando. De noche y de día.

Eso siempre me ha recordado a cuando nos encontrábamos

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