El lado b de la cultura

Julia Santibáñez

Fragmento

Título

1.
¿Familia de artistas? Intenseo seguro

Toda parentela que se precie guarda una oveja negra en el clóset. Cuando entre miembros decentes despunta una bailarina o un escritor se fractura la solidez de la patria casera, ganada a punta de conductas ejemplares. Y cuando entre cuatro paredes hay más de un artista “llega el empezose del acabose”, como diría Mafalda.

Las hermanas Moya Luna, hijas de Rafaela Luna, crecieron en Durango y Chihuahua durante la Revolución. Francisca, la mayor, nació en 1900 y Soledad, once años después. Su vida transcurría entre muertos y colgados; siendo niñas tenían un palomo al que llamaron Pancho Villa, porque la madre reverenciaba al general. Cierto día, un balazo destripó al ave de nombre sesgado.

En los años veinte se mudaron a la capital del país. Ahí conocieron al Dr. Atl, quien alentó a la hermana mayor a publicar sus poemas. El libro resultante, Francisca yo!, lucía en la portada un dibujo del pintor. Las dos empezaron clases de danza; por ese entonces, Francisca prefirió llamarse Nellie Campobello (quizá por Nelly Bell, de la compañía circense Bell) y Soledad tomó el nombre de Gloria. Bailaron en el Teatro Esperanza Iris, en el Palacio de Bellas Artes y en 1930 fueron invitadas a Cuba. Los diarios destacaron su técnica dancística. Nellie recordaba imágenes tremendas de la Revolución, que observaron sus ojos de infancia: colgados y muertos de “tripitas bonitas” al pie de su ventana, porque la Revolución la buscó a las puertas de su casa. Al ponerlas por escrito nació el libro de relatos Cartucho. Es la única autora de quien se sabe que haya escrito literaria y pulidamente sobre el conflicto armado.

Además, Nellie estaba fascinada con Austreberta Rentería, viuda de Villa en disputa con el resto de esposas del general, casi suficientes para armar un partido político. Escribió al respecto y buscando publicar el texto fue a ver a Martín Luis Guzmán, quien se interesó por los apuntes. Y por la muchacha. Aunque el escritor estaba casado, el contrato matrimonial no fue escollo: mantuvieron una relación fiera, con pausas y permisos, hasta que él murió.

En los treinta, las Campobello fundaron la Escuela Nacional de Danza, que Nellie dirigió durante décadas. Más tarde crearon el Ballet de la Ciudad de México, alineado al nacionalismo oficial. José Clemente Orozco, quien se decía enamorado de Gloria, les hizo telones y vestuarios. La primera función del ballet fue tan exitosa que el presidente Ávila Camacho les ofreció apoyo económico.

Si al inicio las hermanas eran unidas, se fueron alejando sin remedio. Nellie era “brusca”, como señala un poema suyo; aprendió a manejar, se negó al matrimonio y tuvo un hijo con otro hombre casado, el pequeño Raúl, muerto a los dos años. Asistía a las reuniones de María Izquierdo y cuando terminaba la fiesta Tamayo, Villaurrutia, Josefina Vicens y ella iban al Tenampa. A veces Nellie amanecía sin ropa, desbaratándose en una fuente de la Alameda. Si bien Gloria se consagró como primera bailarina, también acumuló frustraciones. Sombras. Se cuenta que murió a los cuarenta y nueve años. Ya vieja, Nellie fue personaje de nota roja: una alumna y su marido la secuestraron en su propia casa. Decían cuidarla pero la mantenían sedada y cobraban sus cheques. Cuando murió, en 1986, lo ocultaron. Se quedaron con su propiedad, dinero, piezas de arte. Afirma Elena Poniatowska: “Si Nellie fuera hombre, ya tendríamos respuesta. México no habría dejado que desapareciera así uno de sus novelistas”. No se equivoca.

Por otro lado, José y Romana Revueltas, gente sencilla de Durango, tuvieron diez hijos. En 1904 vivían en Santiago Papasquiaro; ahí Silvestre, de cinco años, aprendió violín; a los once dio un recital en el Teatro Degollado de Guadalajara. Fermín, dos años menor, estudiaba pintura. Poco después de mudarse a la capital, Fermín y Silvestre viajaron a Estados Unidos para perfeccionar cada uno su disciplina. Aunque el pintor disfrutaba vivir allá, volvió al país para integrarse al movimiento mexicanista: realizó un mural en la Escuela Nacional Preparatoria, Colegio de San Ildefonso. En 1928 Silvestre volvió a México para dirigir la Orquesta Sinfónica, invitado por Carlos Chávez.

Durante los treinta, los Revueltas fueron ajonjolí de todos los moles. José, nacido en 1914, pasó por la correccional siendo adolescente. Fue una probadita: en 1932 lo recluyeron en las Islas Marías [ver capítulo 8]. Fermín hacía murales y participaba en misiones de cultura; en 1935 murió de un infarto. Tenía treinta y cuatro años. En la misma década, Silvestre compuso Sensemayá y La noche de los mayas. Se casó y tuvo tres hijas; sólo vivió Eugenia. Alternaba periodos creativos con borracheras prolongadas y se desintoxicaba para volver a escribir enfebrecido. No sabía de medias tintas. En 1937 viajó a España con artistas que apoyaban la lucha contra el fascismo: dio conciertos, conferencias. La posterior derrota republicana abonó a las tormentas que lo azotaban costillas adentro. Curándose una cruda, falleció a los cuarenta y uno; a los pocos días una obra suya se estrenaba en Bellas Artes. Al año siguiente José escribió su novela Los muros de agua; en las siguientes décadas publicó más de veinte libros.

Por su parte Rosaura, sexta en el orden al bat de los Revueltas, hacía danza y en 1950 actuó en cine con Un día de vida, de Emilio Fernández. Hizo otras cintas, entre ellas Muchachas de uniforme, que documentó en el cine nacional un amor lésbico. En 1954 participó en Estados Unidos en La sal de la tierra, cinta sobre mineros mexicanos dirigida por Herbert Biberman, quien era “rojo” según los macartistas. En plena filmación Rosaura fue deportada a México. Trabajó algunos años en la compañía de Bertolt Brecht y al volver al país actuó en Balún Canán.

Fueron familias excesivas, cuajadas de llanterío. Un poco como todas.

Título

2.
Epitafios que juegan y se ríen

Enfrente de la losa que guarda los restos del poeta chileno Vicente Huidobro, otra piedra dice: “Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar”. (Y es cierto). Por otro lado, el editor español Jorge Herralde atribuye a Luis Buñuel esta frase, que el creador de Anagrama pide poner sobre sus huesos cuando sea el tiempo: “Viva el olvido”. Y José Gorostiza hubiera agradecido en su sepulcro el final de su Muerte sin fin: “¡Anda, putilla del rubor helado, / anda, vámonos al diablo!”. Las inscripciones sobre

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