Tiempos de furia

Adán Medellín

Fragmento

Réquiem por J. Furia

DE J. FURIA SE HA DICHO que llegó a la isla Noreste a principios del siglo XX y ya casi todos allí se habían ido. Por trabajo, por mayores oportunidades, siguiendo a los padres, los esposos o los hijos que habían hecho nuevas vidas afuera. Pero J. Furia llegó a Noreste a rescatar algo que, quizá, era lo que menos peligro tenía de perderse, el no-tesoro evidente del lugar. Noreste era pródiga en piedras porque era una isla rocosa y abandonada al norte de la línea ecuatorial, a unos cincuenta kilómetros del puerto de Tabares, pero abastecida de una corriente fría que le daba jureles al pueblo y entiesaba las manos de sus habitantes, una isla con un cielo que parecía un lienzo gris, trescientos días al año.

Allí llegó Furia. No venía huyendo de alguien, no había cometido un crimen. No escapaba de algo concreto, sino de una sensación de extrañeza respecto al sitio en que había nacido, tan común en muchos hombres de distintas épocas, pero que no siempre se anuncia al prójimo, por falta de soltura, o filosofía, o buenos modales. El punto es que J. Furia, que habría de casarse y hacer descendencia en Noreste, llegó en un barco procedente del Continente y decidió que no escribiría de nuevo a casa cuando miró aquellas rocas grises, empotradas a la entrada de la isla, donde las ropas de los viejos se mecían como cabos de vela rotos y unas pocas mujeres valientes, las que quedaban, se sentaban a restregar las vestimentas familiares.

El recién llegado supo que se quedaría antes de empezar su búsqueda, antes de comenzar sus preguntas. J. Furia no era geólogo ni un naturalista. Tenía unos cuantos estudios generales sobre el mundo, sabía leer y escribir, un poco de geografía e historia, lo suficiente para hablar durante cinco minutos y después volver al silencio. Pero Furia, que no tenía nada de místico y creía en un Dios por herencia, supo al mirar en las rocas turbias que debían ser salvadas. No porque fueran a desaparecer, sino porque desaparecían todos los que sabían cómo nombrarlas.

De eso se dio cuenta de inmediato. Cuando se encontró con la plataforma de Noreste flotando en el mar, el hombre que lo llevaba en una barca había empezado a deletrear las palabras y los nombres uno por uno, según la embarcación oscilaba para dar vuelta a la escollera pedregosa y entrar en el pequeño muelle del pueblo, un tablón largo con varias estacas profundamente clavadas en el suelo marino, y de la que se sujetaban unas cuantas embarcaciones. Cuando oyó al hombre enlistar esas piedras, Furia pensó que era un canto. Nunca más escuchó aquellas sílabas, nunca más miró a aquel pescador, perdido para siempre entre la niebla que dividía la isla del Continente, pero el recién llegado se aferró a aquella melodía.

J. Furia encontró alojamiento en una posada, adelantó el pago de un mes y al día siguiente comenzó a buscar a los más antiguos en la isla. Algunos eran navegantes retirados, o gente que había ido al Continente y había regresado a Noreste por su nula capacidad de adaptarse a la «vida de afuera». Otros eran hombres que habían estudiado mucho y habían regresado a pasar los últimos años en los terruños de infancia. Ahora esos sabios ya no sabían casi nada, eran inútiles para todo trabajo, no podían pescar ni cargar ni navegar y se pasaban las horas fumando tabaco, o gritando a sus mujeres, o pensando en que el tiempo corría y aún no llegaba su hora. Hombres cansados a los que J. Furia habló en todas las oportunidades posibles. Algunos accedían a un trago con recelo, otros ni siquiera permitieron que franqueara el umbral de madera de sus casas, forradas de una hierba verde y hermosa, sembrada en diagonal sobre los tejados de dos aguas, hierba medio maldita porque no permitía que un verde distinto al de ella creciera hacia el cielo.

Furia se dirigía al faro, a la tienda, a la iglesia, a la cantina, en recorridos rectangulares. No tenía grabadora, pero se sorprendió de sí mismo al notar que podía entablar charlas y presionar en lo necesario a los otros para que dijeran lo que él necesitaba. Con sus propios medios, tras esas pláticas que avanzaban y retrocedían como el agua marina entre las piedras, J. Furia fue conociendo el idioma que nombraba esas rocas, un idioma que apelaba a ellas por su tamaño o su forma o su aspereza, pero también por la luz diminuta que reflejaban en los pocos días de sol que había en la isla, o por el vapor que emanaban después del periodo de lluvias cálidas y hacía que los niños chuparan los guijarros para encontrar un sabor sorprendente, tan distinto al de la sal y la frialdad.

Muchos de esos nombres minerales tuvo que ganarlos de maneras diversas. Invitando vasos o botellas de alcohol, siendo juez en una disputa por un rebaño disperso de cabras. Quizá el más difícil fue el hombre que lo retó a nadar en las aguas frías, del faro al banco de peces, una mañana.

—Sólo si viene conmigo le diré lo que quiere saber —le dijo aquel tipo.

Furia asintió y se alistó como pudo, incrementó los paseos por el casquete desnudo de la isla, mientras olía el carbón matutino consumiéndose en las estufas. Pasó varias mañanas nadando para entrenarse, mejorando la mecánica de su brazada y el ritmo de su respiración. Lo más difícil era resistir el frío de las aguas que parecía colgársele de los huesos y amenazaba con matarlo. El día de la competencia, el otro, un pescador, nadó a su velocidad normal, sin esforzarse, teniendo todo el tiempo a Furia a sus espaldas. Y Furia nadó y nadó con los músculos cada vez más pesados. Sentía que el agua helada jugaba con él, que cada vez lo iba llevando lejos y más lejos de la costa. Con los músculos cargados de cansancio, se sintió denso, torpe, estorboso. No supo cómo llegó al banco de peces. El otro tuvo que llevarlo de regreso en la barca que había servido como señalización de la meta, y Furia se abandonó al vaivén de los remos, mientras iba sintiendo una espesa lasitud en todo el cuerpo. Ya en la playa, le trajeron unas mantas de una casa cercana. Furia castañeaba. Lo taparon, le masajearon el cuerpo. El otro hombre lo obligó a levantarse y caminar, le dijo que no se quedará inmóvil o moriría. Le puso un abrigo y salieron a la playa. Despacio, sintiendo su propia sangre como un agua helada recién despierta en el cuerpo, Furia sintió que la vida volvía a fluir lentamente y oyó hablar al pescador.

El hombre contó que no todas las piedras eran iguales. Las denominaciones cambiaban para las rocas marcadas por huellas misteriosas de viejos peces que ya nadie veía ni recordaba, pero quizá existían todavía al fondo del mar. Se transformaban para las que se manchaban con un poco de resina o las más porosas. El origen de algunos nombres ya no podía recordarse.

Así lo llamaban los padres de nuestros padres, le dijo el pescador. Como ésta, sierra de pez, o diente tiburón o esta otra, que sólo llaman piedra clara o piedra de lluvia y otros le dicen sin-grisura y dicen que llegaron flotando desde Tabares u otras regiones del Continente y entonces eran carbón, pero se limpiaron por la fuerza y el empuje de las olas.

Días después, ya recuperado, J. Furia anotó todo esto en libretas

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