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Ciudad de las nubes

Anthony Doerr

Fragmento

libro-5

Konstance

Una chica de catorce años está sentada con las piernas cruzadas en el suelo de una cámara circular. Una masa de rizos le enmarca la cara como un halo; tiene los calcetines llenos de tomates. Es Konstance.

Detrás de ella, dentro de un cilindro traslúcido que se eleva medio metro entre el suelo y el techo, hay suspendida una máquina compuesta de billones de filamentos dorados, ninguno más grueso que un cabello humano. Cada filamento se entrelaza con otros en una maraña de asombrosa complejidad. De tanto en tanto, un manojo de cables de la superficie de la máquina late y se ilumina: ahora este, ahora aquel. Es Sybil.

En la habitación hay también una cama hinchable, un váter seco ecológico, una impresora de alimentos, once sacos de comida en polvo Nutrir, una cinta de correr multidireccional del tamaño y la forma de un neumático de automóvil llamada Deambulador. La luz procede de un anillo de diodos en el techo; no se ve ninguna salida.

Dispuestos en retícula en el suelo hay casi cien retazos rectangulares que Konstance ha cortado de sacos de Nutrir vacíos y en los que ha escrito con tinta casera. Algunos están cubiertos de su escritura; en otros hay una única palabra. Uno, por ejemplo, contiene las veinticuatro letras del alfabeto griego antiguo. Otro dice:

En el milenio anterior a 1453, la ciudad de Constantinopla sufrió veintitrés asedios, pero ningún ejército traspasó jamás sus murallas.

Se inclina hacia delante y coge tres trozos del rompecabezas que tiene delante. A su espalda, la máquina parpadea.

«Es tarde, Konstance, y no has comido en todo el día».

—No tengo hambre.

«¿Qué tal un buen risotto? ¿O cordero asado con puré de patatas? Todavía hay muchas combinaciones que no has probado».

—No, gracias, Sybil.

Mira el primer retazo y lee:

El relato griego en prosa desaparecido La ciudad de los cucos y las nubes, del autor Antonio Diógenes, sobre el viaje de un pastor a una ciudad utópica en el cielo, fue probablemente escrito hacia finales del siglo I d. C.

El segundo:

Sabemos por un resumen bizantino del libro del siglo IX que empezaba con un breve prólogo en el que Diógenes se dirigía a una sobrina enferma y declaraba que el relato cómico que seguía no era invención suya, sino que lo había encontrado en una tumba de la antigua ciudad de Tiro.

El tercero:

La tumba, escribió Diógenes a su sobrina, llevaba la inscripción: «Etón: vivió 80 años como hombre, 1 año como asno, 1 año como lubina, 1 año como cuervo». Dentro, Diógenes afirmaba haber encontrado una arqueta de madera en la que estaba inscrito: «Desconocido, quienquiera que seas, abre esto y maravíllate». Cuando abrió la arqueta encontró veinticuatro tablillas de madera de ciprés en las que se narraba la historia de Etón.

Konstance cierra los ojos, ve al escritor descender a la oscuridad de las tumbas. Lo mira estudiar el extraño arcón a la luz de la antorcha. Los diodos del techo se atenúan, el tono de las paredes pasa del blanco al ámbar y Sybil dice: «Pronto llegará la NoLuz, Konstance».

Camina entre los recortes del suelo y saca el resto de un saco vacío de debajo de su cama. Usando los dientes y los dedos, arranca un nuevo rectángulo. Pone un cacillo de polvo Nutrir en la impresora de comida, pulsa botones y el dispositivo escupe treinta gramos de un líquido oscuro en el cuenco. A continuación Konstance coge un trozo de tubo de polietileno, cuya punta ha tallado en forma de plumín, moja la pluma casera en tinta casera, se inclina sobre la tela en blanco y dibuja una nube.

Vuelve a mojar la pluma.

Encima de las nubes dibuja las torres de una ciudad, a continuación puntitos que son pájaros revoloteando alrededor. La habitación se oscurece más. Sybil parpadea. «Konstance, tengo que insistir en que comas».

—No tengo hambre, gracias, Sybil.

Coge un rectángulo en el que hay escrita una fecha: «20 de febrero de 2020», y lo deja junto a otro que dice «folio A». Luego coloca su dibujo de la ciudad en las nubes a la izquierda. Por un instante, en la luz que agoniza, los tres recortes casi parecen levantarse y resplandecer.

Konstance se sienta sobre sus talones. Lleva casi un año sin salir de esta habitación.

libro-6

UNO

DESCONOCIDO, QUIENQUIERA QUE SEAS, ABRE ESTO Y MARAVÍLLATE

libro-7

 


La ciudad de los cucos y las nubes

por Antonio Diógenes, folio Α

El códice de Diógenes mide 30 × 22 cm. Agujereado por gusanos y significativamente borroso por el moho, solo se recuperaron de él veinticuatro folios, etiquetados aquí de A a Ω. Todos estaban dañados en distinta medida. La caligrafía es cuidada e inclinada hacia la izquierda. De la traducción de 2020 de Zeno Ninis.

… ¿durante cuánto tiempo habían enmohecido esas tablillas dentro de aquel arcón esperando a que unos ojos las leyeran? Aunque sé que dudarás de la veracidad de los estrambóticos sucesos que narran, mi querida sobrina, en mi transcripción no he omitido una sola palabra. Quizá en tiempos remotos los hombres habitaban la tierra como bestias y una ciudad de pájaros flotaba en los cielos, acaballo entre los reinos humano y divino. O tal vez, como todos los locos, el pastor creó su propia verdad y por tanto, para él, verdad era. Pero pasemos ahora a la historia y juzguemos su cordura por nosotros mismos.

libro-8

BIBLIOTECA PÚBLICA DE LAKEPORT

20 DE FEBRERO DE 2020

16.30

libro-9

Zeno

Acompaña a cinco alumnos de quinto curso de la escuela elemental a la biblioteca pública por entre cortinas de nieve. Es un octogenario con cazadora de lona; sus botas se cierran con velcro; pingüinos de dibujos animados patinan por su corbata. Durante todo el día y sin interrupción, la felicidad ha crecido dentro de su pecho y ahora, esta tarde, a las 16.30 de un jueves de febrero, mientras mira a los niños correr acera abajo —Alex Hess con su cabeza de asno de papel maché, Rachel Wilson llevando una linterna de plástico, Natalie Hernández tirando de un altavoz portátil—, el sentimiento amenaza con ahogarlo.

Dejan atrás la comisaría, el Departamento de Parques, la agencia inmobiliaria Eden’s Gate. La biblioteca pública de Lakeport ocupa un edificio de dos plantas y empinado tejado a dos aguas de estilo victoriano y color jengibre en la esquina de las calles Lake y Park que fue donado a la ciudad después de la Primera Guerra Mundial. La chimenea está torcida; los canalones combados; hay cinta aislante tapando grietas en tres de las cuatro ventanas de la fachada. En los juníperos que flanquean el camino de entrada y encima del buzón de libros de la esquina, pintado como si fuera un búho, ya se han acumulado varios centímetros de nieve.

Los niños suben corriendo el camino de entrada, saltan al porche y chocan los cinco con Sharif, el bibliotecario de la Sección Infantil, que ha salido a ayudar a Zeno a subir las escaleras. Sharif lleva auriculares verde lima en las orejas y en el vello de sus brazos centellea purpurina de manualidades. Su camiseta dice: «ME GUSTAN LOS LIBROS GRANDES Y NO SÉ MENTIR».

Dentro, Zeno se limpia el vaho de las gafas. En el mostrador de recepción hay pegados corazones de cartulina; un bordado enmarcado en la pared de detrás dice: «Aquí se contestan preguntas».

En la mesa de los ordenadores, en los tres monitores, espirales de salvapantallas se retuercen en sincronía. Entre la estantería de los audiolibros y dos mecedoras viejas, una fuga de un radiador moja las baldosas del techo y gotea encima de un cubo de basura de veintiséis litros.

Plic. Ploc. Plic.

Los niños salpican nieve por doquier mientras suben en estampida a la planta de arriba, hacia la Sección Infantil, y Zeno y Sharif intercambian una sonrisa cuando oyen las pisadas llegar al final de la escalera y detenerse.

—¡Hala! —dice la voz de Olivia Ott.

—Flipas —dice la voz de Christopher Dee.

Sharif coge a Zeno del codo para subir. La entrada a la planta de arriba está bloqueada por una pared de aglomerado pintada con aerosol dorado, y en el centro, sobre una puertecita en arco, Zeno ha escrito:

Ὦ ξένε, ὅστις εἶ, ἄνοιξον, ἵνα μάθῃς ἃ θαυμάζεις

Los niños de quinto curso se arremolinan contra el aglomerado, y la nieve se derrite en sus chaquetas y mochilas, y todos miran a Zeno, y Zeno espera a que su aliento alcance al resto de su cuerpo.

—¿Os acordáis todos de lo que significa?

—Pues claro —dice Rachel.

—Está tirado —dice Christopher.

Natalie se pone de puntillas y pasa un dedo por debajo de cada palabra: «Desconocido, quienquiera que seas, abre esto y maravíllate».

—Qué pasada —dice Alex, que tiene la cabeza de asno debajo del brazo—. Es como si fuéramos a meternos en el libro.

Sharif apaga la luz de la escalera y los niños se apelotonan alrededor de la puertecita, en el resplandor rojo del letrero de SALIDA.

—¿Preparados? —dice Zeno.

—Preparados —responde Marian, la directora de la biblioteca, desde el otro lado del aglomerado.

Uno a uno, los alumnos de quinto curso entran por la puertecita en arco que da a la Sección Infantil. Las estanterías, mesas y pufs que normalmente llenan el espacio están arrinconados contra las paredes y en su lugar hay treinta sillas plegables. Sobre las sillas, docenas de nubes de cartulina revestidas de purpurina cuelgan de las vigas del techo mediante hilos. Delante de las sillas hay un pequeño escenario y, detrás del escenario, en una gran lona que cubre toda la pared trasera, Marian ha pintado una ciudad en las nubes.

Torres doradas, agujereadas por cientos de ventanitas y coronadas por gallardetes, se elevan en haces. Alrededor de sus chapiteles revolotean apretadas bandadas de pájaros: pequeños escribanos pardos y grandes águilas plateadas, pájaros con colas curvas de gran tamaño y otros con picos curvos de gran tamaño, pájaros del mundo y también de la imaginación. Marian ha apagado las luces del techo y, en el haz de un único foco estroboscópico colocado en una peana, las nubes centellean, los pájaros titilan y las torres parecen iluminadas desde dentro.

—Es… —dice Olivia.

—… mejor de lo que me… —añade Christopher.

—Es la ciudad de los cucos y las nubes —susurra Rachel.

Natalie deja el altavoz, y Alex sube de un salto al escenario, y Marian dice:

—Cuidado, la pintura puede estar todavía húmeda en algunas partes.

Zeno se sienta en una silla de la primera fila. Cada vez que pestañea, un recuerdo le atraviesa ondulando el interior de los párpados: su padre cayendo de culo en un banco de nieve; una bibliotecaria abriendo el cajón de un fichero; un hombre en un campo de prisioneros escribiendo caracteres griegos en el polvo.

Sharif enseña a los niños la zona entre bastidores que ha creado detrás de tres estanterías, llena de atrezo y disfraces, y Olivia se pone un gorro de látex en la cabeza para parecer calva, y Christopher arrastra una caja de microondas pintada para que parezca un sarcófago de mármol al centro del escenario, y Alex se estira para tocar una torre de la ciudad pintada, y Natalie saca un portátil de su mochila.

Vibra el teléfono de Marian.

—Ya están las pizzas —dice al oído bueno de Zeno—. Voy a recogerlas. Vuelvo en un periquete.

—Señor Ninis. —Rachel está dando golpecitos en el hombro a Zeno. Lleva la melena pelirroja recogida en coletas trenzadas, la nieve derretida le ha salpicado los hombros de gotitas y tiene los ojos muy abiertos y brillantes—. ¿Ha hecho usted todo esto? ¿Para nosotros?

libro-10

Seymour

A una manzana de distancia, en el interior de un Pontiac Grand Am con una capa de nieve de ocho centímetros, un muchacho de diecisiete años y ojos grises llamado Seymour Stuhlman dormita con una mochila en el regazo. La mochila es una descomunal JanSport verde oscuro y contiene dos ollas a presión Presto, cada una de las cuales está llena de clavos de techar, rodamientos, un detonador y medio kilo de un explosivo de alto grado llamado Composición B. Cables gemelos van del cuerpo de cada olla a presión hasta la tapa, donde se conectan a la placa base de un teléfono móvil.

En sueños, Seymour camina bajo las copas de unos árboles en dirección a un conjunto de tiendas de campaña blancas, pero cada vez que da un paso el camino se encoge, las tiendas retroceden y una terrible confusión se apodera de él. Se despierta sobresaltado.

El reloj del salpicadero marca las 16.42. ¿Cuánto ha dormido? Quince minutos. Veinte como mucho. Estúpido. Descuidado. Lleva más de cuatro horas dentro del coche y tiene los dedos de los pies dormidos y ganas de hacer pis.

Con una manga, limpia el vaho del interior del parabrisas. Se arriesga a accionar los limpiaparabrisas una vez y estos quitan un trozo de nieve del cristal. No hay coches aparcados a la puerta. No hay nadie en la acera. El único vehículo en el aparcamiento de grava en el lado oeste es el Subaru de Marian, la bibliotecaria, con una montaña de nieve encima.

16.43.

«Quince centímetros antes de que anochezca —dice la radio—, de treinta a treinta y cinco durante la noche».

Inhala en cuatro, contén la respiración en cuatro, exhala en cuatro. Piensa en cosas que sabes. Los búhos tienen tres párpados. Sus globos oculares no son esféricos, sino tubulares y alargados. Varios búhos juntos forman un parlamento.

Todo lo que tiene que hacer es entrar, esconder la mochila en la esquina sureste de la biblioteca, lo más cerca posible de la agencia inmobiliaria Eden’s Gate, y salir. Conducir hacia el norte, esperar a que cierre la biblioteca a las seis, marcar los números. Esperar cinco tonos de llamada.

Bum.

Fácil.

A las 16.51 una figura con anorak rojo cereza sale de la biblioteca, se sube la capucha y empieza a despejar nieve de la acera con una pala. Marian.

Seymour apaga la radio y se hunde más en su asiento. En un recuerdo tiene siete u ocho años, está en No Ficción para adultos, a la altura de la materia 598, y Marian coge un manual de campo sobre búhos de un estante alto. Sus mejillas son una tormenta de pecas; huele a chicle de canela; se sienta a su lado en un taburete con ruedas. En las páginas que le enseña hay búhos a la entrada de madrigueras, en ramas de árbol, sobrevolando prados.

Ahuyenta el recuerdo. ¿Qué es lo que dice Bishop? «Un guerrero comprometido de verdad no siente ni miedo ni culpa ni remordimientos. Un guerrero comprometido de verdad se transforma en algo que es más que humano».

Marian despeja la rampa para sillas de ruedas, echa un poco de sal, baja por Park Street y la nieve la engulle.

16.54.

Seymour lleva toda la tarde esperando a que la biblioteca se quede vacía y ahora lo está. Abre la cremallera de la mochila, enciende los teléfonos móviles sujetos con cinta adhesiva a las tapas de las ollas a presión, saca unos protectores auditivos de campo de tiro y cierra la cremallera. En el bolsillo derecho de su cortavientos hay una pistola Beretta 92 semiautomática que encontró en el cobertizo de las herramientas de su tío abuelo. En el izquierdo, un móvil con tres números de teléfono escritos en la parte de atrás.

Entra, esconde la mochila, sal. Conduce hacia el norte, espera a que cierre la biblioteca, marca los dos primeros números de teléfono. Espera cinco tonos. Bum.

16.55.

Una quitanieves cruza despacio la intersección con luces intermitentes. Pasa una camioneta gris con «King Construction» escrito en la puerta. El letrero luminoso de ABIERTO brilla en la ventana de la planta baja de la biblioteca. Marian debe de haber ido a hacer un recado; no tardará en volver.

Ve. Sal del coche.

16.56.

Cada cristal de nieve que golpea el parabrisas produce un golpeteo apenas audible, y sin embargo el sonido parece penetrarle hasta las raíces de las muelas. Toc toc toc toc toc toc toc toc toc. Los búhos tienen tres párpados. Sus globos oculares no son esféricos, sino tubulares y alargados. Varios búhos juntos forman un parlamento.

Se ajusta los protectores en los oídos. Se sube la capucha. Apoya una mano en la manilla de la puerta.

16.57.

«Un guerrero comprometido de verdad se transforma en algo que es más que humano».

Sale del coche.

libro-11

Zeno

Christopher reparte lápidas de poliestireno por el escenario y orienta la caja de microondas convertida en sarcófago de manera que el público pueda leer el epitafio: «Etón: vivió 80 años como hombre, 1 año como asno, 1 año como lubina, 1 año como cuervo». Rachel coge su linterna de plástico, Olivia sale de detrás de las estanterías con una corona de laurel encajada sobre la calva de látex y Alex ríe.

Zeno da una palmada.

—Un ensayo general es una práctica que fingimos que es de verdad, acordaos. Mañana por la noche puede estornudar la abuela de alguien, o llorar un bebé, o a uno de vosotros se le puede olvidar el texto, pero, pase lo que pase, seguiremos con la historia, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, señor Ninis.

—A vuestros puestos, por favor. Natalie, música.

Natalie teclea en su portátil y de su altavoz sale una fuga inquietante de órgano. Detrás del órgano chirrían verjas, graznan cuervos, ululan lechuzas. Christopher desenrolla unos metros de satén blanco a lo largo del proscenio, Natalie se arrodilla en el extremo contrario y ambos hacen ondear la tela.

Rachel camina hasta el centro del escenario con sus botas de goma.

—Es una noche de niebla en el reino de la isla de Tiro —mira su guion y vuelve a levantar la vista— y el escritor Antonio Diógenes sale de los archivos. Aquí llega, cansado e inquieto, preocupado por su sobrina moribunda, pero esperad a que le enseñe el objeto tan extraño que he descubierto entre las tumbas.

El satén ondea, suena el órgano, la linterna de Rachel se enciende con un parpadeo y en la luz aparece Olivia.

libro-12

Seymour

Cristales de nieve se le posan en las pestañas y parpadea para quitárselos. La mochila que lleva al hombro es una roca, un continente. Los grandes ojos amarillos del búho pintado en el buzón de devolución de libros parecen seguirlo.

Con la capucha levantada y los protectores auditivos puestos, Seymour sube los cinco escalones de granito hasta el porche de la biblioteca. Pegado al interior del cristal de la puerta de entrada, en caligrafía infantil, un letrero dice:

MAÑANA

FUNCIÓN ÚNICA

LA CIUDAD DE CUCOS Y LAS NUBES

No hay nadie detrás de la recepción, tampoco en la mesa de ajedrez. No hay nadie en la mesa de los ordenadores, ni hojeando revistas. La tormenta ha debido de disuadir a la gente de salir.

Un bordado enmarcado detrás de la recepción dice: «Aquí se contestan preguntas». El reloj marca las cinco y un minuto. En los monitores de los ordenadores, tres espirales salvapantallas retroceden cada vez más.

Seymour va hasta la esquina sureste y se arrodilla en el pasillo entre Lenguas y Lingüística. Saca Inglés fácil, 501 verbos ingleses y Neerlandés para principiantes de un estante inferior y encaja la mochila en el fondo del hueco polvoriento antes de devolver los libros a su sitio.

Cuando se pone de pie, franjas moradas caen en cascada por su campo visual. Le late el corazón en los oídos, le tiemblan las rodillas, le duele la vejiga, no siente los pies y ha llenado todo el pasillo de nieve. Pero lo ha conseguido.

Ahora, sal.

Mientras vuelve por No Ficción le parece que es todo cuesta arriba. Las deportivas le pesan como si fueran de plomo, los músculos están reacios. Ve pasar títulos: Lenguas perdidas, Imperios del mundo y 7 pasos para educar a un hijo en el bilingüismo; consigue dejar atrás Ciencias sociales, Religión, los diccionarios; está llegando a la puerta cuando nota un golpecito en el hombro.

No. No te pares. No te gires.

Pero se gira. Un hombre delgado con auriculares verdes está delante del mostrador de recepción. Sus cejas son espesas matas negras, y sus ojos transmiten curiosidad, y la parte visible de su camiseta dice ME GUSTAN GRANDES, y lleva en los brazos la mochila JanSport de Seymour.

El hombre dice algo, pero los protectores auditivos hacen que suene como si estuviera a trescientos metros y el corazón de Seymour es una hoja de papel que se arruga, se alisa, se arruga de nuevo. La mochila no puede estar ahí. La mochila tiene que seguir escondida en el rincón sureste, lo más cerca posible de la inmobiliaria Eden’s Gate.

El hombre de las cejas baja la vista al interior de la mochila, cuyo compartimento principal tiene la cremallera parcialmente abierta. Cuando levanta la vista muestra el ceño fruncido.

Mil puntitos negros se expanden en el campo visual de Seymour. Un rugido crece en sus oídos. Mete la mano derecha en el bolsillo de su cortavientos y su dedo encuentra el gatillo de la pistola.

libro-13

Zeno

Rachel simula hacer un esfuerzo al levantar la tapa del sarcófago. Olivia mete la mano en la tumba de cartón y saca una caja más pequeña atada con lana.

—¡Un cofre! —exclama Rachel.

—Hay una inscripción en la parte de arriba.

—¿Qué dice?

—Dice: «Desconocido, quienquiera que seas, abre esto y maravíllate».

—Maestro Diógenes —señala Rachel—, piensa en todos los años que ha sobrevivido este cofre dentro de esta tumba. ¡La de siglos que ha resistido! ¡Terremotos, inundaciones, incendios, generaciones que han vivido y muerto! ¡Y ahora lo tienes en tus manos!

Christopher y Natalie, con brazos algo cansados ya, siguen agitando la bruma de satén, y la música de órgano suena, y la nieve golpea las ventanas, y la caldera del sótano gime como una ballena varada, y Rachel mira a Olivia, y Olivia desata la lana. Del interior de la caja saca una enciclopedia anticuada que Sharif encontró en el sótano y pintó con aerosol dorado.

—Es un libro.

Sopla polvo imaginario de la cubierta y, en la primera fila, Zeno sonríe.

—¿Y explica este libro —dice Rachel— cómo puede alguien ser hombre durante ochenta años, asno durante uno, lubina durante otro y cuervo un tercero?

—Averigüémoslo. —Olivia abre la enciclopedia y la deja en un atril contra el telón de fondo, mientras Natalie y Christopher sueltan el satén, y Rachel se lleva las lápidas, y Olivia el sarcófago, y Alex Hess, de uno treinta y cinco de estatura, con melena dorada de león, cayado de pastor y una túnica beis encima de sus pantalones cortos de gimnasia, ocupa el centro del escenario.

Zeno se inclina hacia delante. El dolor de cadera, los acúfenos del oído izquierdo, los ochenta y seis años que lleva en el mundo, la casi infinitud de elecciones que lo han conducido a este momento desaparecen. Alex está solo en la luz estroboscópica y mira hacia las sillas vacías como si mirara, no la segunda planta de una destartalada biblioteca pública de una pequeña ciudad de Idaho central, sino las verdes colinas que circundan el antiguo reino de Tiro.

—Yo —dice con su voz aguda y suave— soy Etón, un sencillo pastor de Arcadia, y la historia que os voy a contar es tan disparatada, tan increíble, que no creeréis una sola palabra… y sin embargo, es verdadera. Porque yo, al que llaman cabeza de chorlito y bobo (sí, el torpe, el zoquete, el pánfilo de Etón) viajé una vez hasta los confines de la tierra y más allá, hasta las centelleantes puertas de La ciudad de los cucos y las nubes, donde a nadie le falta de nada y un libro que contiene todo el saber…

Del piso de abajo llega un ruido que a Zeno le resulta muy similar a un disparo. A Rachel se le cae una lápida; Olivia da un respingo; Christopher se agacha.

La música sigue sonando, las nubes giran colgadas de sus hilos, la mano de Natalie se detiene sobre el portátil, una segunda explosión reverbera hasta ellos a través del suelo, y el miedo, igual que un dedo largo y oscuro, cruza la habitación y toca a Zeno en su silla.

En la luz de los focos, Alex se muerde el labio inferior y mira a Zeno. Un latido cardiaco. Dos. Puede estornudar la abuela de alguien, o llorar un bebé, o a uno de vosotros se le puede olvidar el texto, pero, pase lo que pase, seguiremos con la historia.

—Pero antes —continúa Alex volviendo a fijar la vista en el espacio sobre las sillas vacías— debo empezar por el principio.

Entonces Natalie cambia la música y Christopher cambia la luz de blanco a verde y aparece Rachel en el escenario con tres ovejas de cartón.

libro-14

DOS

ETÓN TIENE UNA VISIÓN

libro-15

 


La ciudad de los cucos y las nubes

por Antonio Diógenes, folio β

Aunque se ha debatido sobre el orden que debían seguir los folios recuperados, los estudiosos coinciden en que el episodio en que Etón, ebrio, ve a unos actores representar la comedia de Aristófanes Los pájaros y confunde la ciudad de los cucos y las nubes con un lugar real se sitúa en el comienzo de su viaje. Traducción de Zeno Ninis.

… cansado de estar mojado, del barro y del eterno balido de las ovejas, cansado de que me llamaran obtuso y pánfilo cabeza hueca, dejé mi rebaño en el prado y bajé al pueblo.

En la plaza, todos estaban sentados en sus bancos. Delante de ellos, un cuervo, una grajilla y una abubilla tan grandes como hombres bailaban, y tuve miedo. Pero resultaron ser pájaros de temperamento apacible y dos individuos mayores que los acompañaban hablaban de las maravillas de una ciudad que iban a construir en las nubes entre la tierra y el cielo, lejos de los problemas de los hombres y accesible solo a seres alados, donde nadie sufriría y todos serían sabios. Me vino a la cabeza la visión de un palacio de torreones dorados descansando en un lecho de nubes alrededor del cual volaban halcones, archibebes, codornices, fochas y cucos, donde ríos de caldo brotaban de espitas y circulaban tortugas con tortas de miel sobre el caparazón y el vino fluía en acequias a ambos lados de las calles.

Al ver todo esto con mis propios ojos me levanté y dije: «¿Porqué quedarme aquí cuando podría estar allí?». Dejé mi jarra de vino y emprendí el camino a Tesalia, tierra famosa, como todo el mundo sabe, por su magia, en busca de un hechicero capaz de transformarme…

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CONSTANTINOPLA

1439-1452

libro-17

Anna

En la Colina Cuarta de la ciudad que llamamos Constantinopla, pero cuyos habitantes llamaban sencillamente la Ciudad, cruzando la calle desde el convento de Santa Teófano Emperatriz, en la en otro tiempo próspera casa de bordados de Nikolaos Kalafates, vive una huérfana llamada Anna. No empieza a hablar hasta los tres años. A partir de entonces, son todo preguntas.

«¿Por qué respiramos, María?».

«¿Por qué no tienen dedos los caballos?».

«Si me como un huevo de cuervo, ¿se me volverá negro el pelo?».

«¿Cabe la luna dentro del sol, María, o es al revés?».

Las monjas de Santa Teófano la llaman «Monito» porque siempre está trepando a los frutales, y los niños de la Colina Cuarta la llaman «Mosquito» porque no los deja en paz, y la bordadora mayor, la viuda Teodora, dice que debería llamarse «Caso perdido» porque es la única niña que conoce capaz de aprender un punto de bordado en una hora y olvidarlo por completo a la siguiente.

Anna y su hermana mayor, María, duermen en una celda de una sola ventana donde apenas hay espacio para un jergón de crin. Entre las dos tienen cuatro monedas de cobre, tres botones de marfil, una manta de lana con remiendos y un icono de santa Koralia que pudo pertenecer o no a su madre. Anna nunca ha probado la crema dulce, jamás ha comido una naranja y no ha puesto un pie fuera de las murallas de la ciudad. Antes de que cumpla catorce años, todas las personas que conoce estarán esclavizadas o muertas.

Amanecer. La lluvia cae sobre la ciudad. Veinte bordadoras suben las escaleras del taller, se dirigen a sus bancos y la viuda Teodora va de ventana en ventana abriendo postigos. Dice: «Dios bendito, protégenos de la holganza», y las bordadoras contestan: «Porque nuestros pecados son innumerables», y la viuda Teodora abre con una llave el armario de los hilos y pesa el hilo de oro y de plata y las cajitas con perlas imperfectas, y apunta los pesos en una tablilla de cera, y, en cuanto la habitación está lo bastante iluminada para distinguir un hilo negro de uno blanco, empiezan a trabajar.

La bordadora mayor de todas, de setenta años, es Tekla. La más joven, de siete, es Anna. Se sienta al lado de su hermana y la mira desenrollar una estola de clérigo a medio terminar sobre la mesa. En los bordes, en redondeles pulcros, hojas de vid se entrelazan con alondras, pavos reales y palomas. «Ahora que hemos silueteado a Juan Bautista —dice María—, vamos a hacer sus facciones». Enhebra una aguja con dos hilos iguales de algodón teñido, fija el bastidor en el centro de la estola y da muchas puntadas muy seguidas. «Damos la vuelta a la aguja y la sacamos por el centro de la última puntada, separando los hilos así. ¿Lo ves?».

Anna no lo ve. ¿Quién quiere una vida así, encorvada todo el día sobre aguja e hilo, bordando santos y estrellas, grifos y hojas de parra en la vestimenta de jerarcas? Eudokia canta un himno sobre los tres niños santos y Ágata uno sobre las penalidades de Job y la viuda Teodora pasea por el taller igual que una garza a la caza de gobios. Anna intenta seguir con la vista la aguja de María —punto del revés, de cadeneta— pero justo delante de su mesa, en el alféizar, se posa una pequeña tarabilla marrón, se sacude agua del lomo, canta pii chac chac y, en un abrir y cerrar de ojos, Anna ya ha empezado a soñar que es ese pájaro. Echa a volar desde el alféizar, esquiva gotas de lluvia y sobrevuela el vecindario, las ruinas de la basílica de San Polieucto. Unas gaviotas vuelan alrededor de la cúpula de Hagia Sophia igual que plegarias alrededor de la cabeza de Dios, el viento levanta cabrillas en el agua del amplio estrecho del Bósforo y el galeote de un mercader rodea el promontorio con las velas henchidas, pero Anna vuela aún más alto, hasta que la ciudad es un estarcido de azoteas y jardines lejanos, hasta que está en las nubes, hasta que…

—Anna —sisea María—. ¿Qué hilo va aquí?

Desde el otro lado de la habitación, la atención de la viuda Teodora se dirige hacia ellas.

—¿Carmesí? ¿Arrollado sobre alambre?

—No —contesta María suspirando—. Carmesí no. Y sin alambre.

Pasa el día cogiendo hilos, cogiendo tela, cogiendo agua, llevando a las bordadoras su almuerzo de alubias en aceite. Por la tarde oyen ruido de cascos de un burro y el saludo del portero y las pisadas del señor Kalafates subiendo las escaleras. Todas las mujeres se sientan un poco más rectas, cosen un poco más deprisa. Anna gatea por entre las mesas y va recogiendo cada trozo de hilo que encuentra mientras susurra para sí: «Soy pequeña, soy invisible, no puede verme».

Con sus brazos larguísimos, boca sucia de vino y giba hostil, Kalafates tiene más aspecto de buitre que ningún otro hombre que Anna haya conocido. Emite pequeños cloqueos de desaprobación mientras pasa cojeando entre los bancos hasta que elige una bordadora tras la que detenerse; hoy le ha tocado a Eugenia y la sermonea sobre lo despacio que trabaja, sobre cómo en tiempos de su padre a una incompetente como ella no se le habría permitido acercarse a una bala de seda y es que estas mujeres no comprenden que cada día se pierden nuevas provincias a manos de los sarracenos, que la ciudad es la última isla de Cristo en un mar de infieles, que si no fuera por las murallas defensivas estarían todas en venta en un mercado de esclavos en alguna provincia olvidada de la mano de Dios.

Kalafates está a punto de echar espuma por la boca cuando el portero toca la campana para anunciar la llegada de un cliente. Se seca la frente y se ajusta la cruz dorada sobre la camisa, corre escaleras abajo y todas respiran de alivio. Eugenia deja las tijeras; Ágata se frota las sienes; Anna sale a gatas de debajo de un banco. María sigue cosiendo.

Las moscas trazan círculos entre las mesas. Del piso de abajo llega el sonido de hombres riendo.

Una hora antes de que anochezca, la viuda Teodora la llama.

—Si Dios quiere, niña, todavía hay luz para encontrar brotes de alcaparra. Aliviarán el dolor de las muñecas de Ágata y también mejorarán la tos de Tekla. Coge las que estén a punto de florecer. Vuelve antes de que toquen a vísperas, cúbrete el pelo y evita a granujas y gentes de mal vivir.

Anna apenas consigue mantener los pies en el suelo.

—Y no corras. Se te caerá el útero.

Se obliga a bajar despacio las escaleras, a cruzar despacio el patio, a pasar despacio junto al guarda, y entonces vuela. Cruza las puertas de Santa Teófano, rodea las enormes piezas de granito de una columna caída, pasa entre dos filas de monjes que suben la calle arrastrando los pies con sus hábitos negros igual que cuervos sin alas. En los caminos brillan charcos; tres cabras pastan en el esqueleto de una capilla derruida y levantan las cabezas hacia ella exactamente a la vez.

Es probable que cerca de la casa de Kalafates crezcan veinte mil arbustos de alcaparras, pero Anna corre una milla entera hasta las murallas de la ciudad. Aquí, en el huerto ahogado de ortigas, a los pies de la gran muralla interior, hay una poterna más vieja que la memoria. Trepa por unas piedras amontonadas, se cuela por un agujero y sube la escalera serpenteante. Seis vueltas hasta llegar arriba, atraviesa un guantelete de telarañas y llega a una torreta de arquero iluminada por dos aspilleras en lados opuestos. Hay escombros por todas partes; la arena se filtra por grietas del suelo bajo sus pies en regueros audibles; una golondrina asustada se aleja volando.

Sin aliento, espera a que se le acostumbre la vista a la oscuridad. Siglos atrás, alguien, quizá un arquero solitario cansado de vigilar, dibujó un fresco en la pared sur. El tiempo y los elementos han levantado gran parte del estuco, pero la imagen se conserva nítida.

En el extremo izquierdo, un asno de ojos tristes está a la orilla del mar. El agua es azul y está dividida en olas geométricas, y en el extremo derecho, flotando en una balsa hecha de nubes, tan alto que a Anna no le alcanza la vista, brilla una ciudad de torres de plata y bronce.

Ha contemplado esta pintura media docena de veces y siempre despierta algo en su interior, esa atracción inexpresable que ejercen los lugares lejanos, la intuición de la inmensidad del mundo y de su insignificancia dentro de él. El estilo es por completo distinto de los bordados del taller de Kalafates, la perspectiva es más extraña, los colores son más elementales. ¿Qué asno es ese y por qué tiene tal expresión de desamparo? ¿Y qué ciudad es esa? ¿Sion, el paraíso, la ciudad de Dios? Se pone de puntillas; entre grietas del estuco distingue columnas, arcos, ventanas, palomas diminutas que vuelan en bandadas entre las torres.

Abajo, en los jardines, empiezan a cantar los ruiseñores. La luz mengua, y el suelo cruje, y la torreta parece inclinarse más hacia el olvido, y Anna sale por el ventanuco que da al oeste al parapeto, donde los arbustos de alcaparras alineados ofrecen sus hojas al sol poniente.

Coge brotes, se los guarda en el bolsillo. Pero el gran mundo sigue atrapando su atención. Al otro lado de la muralla exterior, pasado el foso lleno de algas, la está esperando: olivares, caminos de cabras, la diminuta silueta de un hombre que guía dos camellos junto a un cementerio. Las piedras liberan el calor del día; el sol desaparece de la vista. Para cuando llaman a vísperas, Anna solo tiene llena una cuarta parte del bolsillo. Llegará tarde; María se preocupará; la viuda Teodora se enfadará.

Vuelve a entrar en el torreón y se detiene una vez más debajo de la pintura. Una respiración más. En la luz del crepúsculo, las nubes parecen agitarse, la ciudad parece centellear; el asno camina por la orilla, ansioso por cruzar el mar.

libro-18

UNA ALDEA DE LEÑADORES EN LAS MONTAÑAS RÓDOPE DE BULGARIA

ESOS MISMOS AÑOS

libro-19

Omeir

A doscientas millas al noroeste de Constantinopla, en una aldea de leñadores junto a un río rápido y violento, nace un niño casi sano. Tiene ojos húmedos, mejillas rosadas y mucho brío en las piernas. Pero en el lado izquierdo de la boca una hendidura divide su labio superior desde la encía hasta el arranque de la nariz.

La partera retrocede. La madre del niño le mete un dedo en la boca; la hendidura continúa en el paladar. Como si su hacedor se hubiera impacientado y hubiera abandonado su tarea un instante demasiado pronto. El sudor del cuerpo de la madre se enfría; el temor eclipsa la felicidad. Encinta cuatro veces y aún no ha perdido un hijo; incluso ha llegado a creerse, tal vez, bendecida en ese sentido. ¿Y ahora esto?

La criatura chilla; una lluvia gélida golpetea el tejado. Intenta mantener al niño recto sujetándolo con los muslos mientras se aprieta un pecho con ambas manos, pero no consigue que los labios del niño se agarren. Se atraganta; le tiembla la garganta; pierde más leche de la que consigue succionar.

Amani, la hija mayor, se fue hace horas a buscar a los hombres al bosque; a estas alturas estarán volviendo con los bueyes. Las dos hijas pequeñas miran alternativamente a su madre y al recién nacido como si trataran de entender si un rostro así es aceptable. La partera manda a una de ellas al río a por agua y a la otra a enterrar las secundinas y ya es noche cerrada y el niño sigue aullando cuando oyen a los perros, luego los cencerros de Hoja y Aguja, los bueyes, al llegar a la puerta del establo.

Abuelo y Amani entran centelleantes de hielo y con ojos desorbitados.

—Se ha caído del caballo… —dice Amani, pero cuando ve la cara del recién nacido se interrumpe.

A su espalda, Abuelo añade:

—Tu marido iba el primero, pero el caballo debió de resbalar en la oscuridad, y el río y…

El terror llena la casita. El recién nacido llora. La partera se dirige hacia la puerta; un miedo oscuro y primario le comba las facciones.

La mujer del herrador la advirtió de que los fantasmas llevaban todo el invierno cometiendo maldades en la montaña, colándose por puertas cerradas, haciendo enfermar a mujeres encintas y asfixiando a recién nacidos. La mujer del herrador dijo que debían dejar una cabra atada a un árbol a modo de ofrenda y verter un jarro de miel en un arroyo como precaución añadida, pero su marido dijo que no podían prescindir de la cabra y ella no quería quedarse sin la miel.

Orgullo.

Cada vez que cambia de postura, un pequeño relámpago se le dispara en el abdomen. Con cada latido del corazón le parece sentir a la partera contando lo ocurrido de casa en casa. Ha nacido un demonio. Su padre ha muerto.

Abuelo coge al niño que llora, lo deja desnudo en el suelo, le mete un nudillo entre los labios y el niño deja de llorar. Con la otra mano le levanta el labio superior hendido.

—Hace años, al otro lado de la montaña, había un hombre con una hendidura como esta debajo de la nariz. Era un buen jinete, una vez te olvidabas de lo feo que era.

Devuelve al niño y trae la cabra y la vaca para que estén a cubierto, luego sale a desuncir los bueyes y los ojos de los animales reflejan el resplandor de la lumbre, y las hijas se arremolinan alrededor de su madre.

—¿Es un genio?

—¿Un demonio?

—¿Cómo va a respirar?

—¿Cómo va a comer?

—¿Lo va a dejar morir el abuelo en la montaña?

El niño las mira pestañeando con sus oscuros, retentivos ojos.

El aguanieve se vuelve nieve y la madre envía una plegaria a través del tejado: si su hijo está destinado a cumplir una función en este mundo, por favor, que se le perdone la vida. Pero en las horas previas al amanecer se despierta y ve a Abuelo de pie junto a ella. Envuelto en su capa de piel de buey con nieve en los hombros, tiene aspecto de fantasma salido de la canción de un leñador, un monstruo acostumbrado a hacer cosas terribles, y aunque se dice a sí misma que por la mañana su hijo se reunirá con su padre en los tronos del jardín de la alegría, donde mana leche de las piedras y los ríos son de miel y nunca llega el invierno, la sensación es como si estuviera entregando uno de sus pulmones.

Los gallos cantan, los aros de las ruedas crujen en la nieve, la casita se ilumina y el horror la golpea de nuevo. Su marido ahogado, su caballo con él. Las niñas friegan y rezan y ordeñan a Bella, la vaca, dan de comer a Hoja y Aguja y cortan ramitas de pino para que mastique la cabra; la mañana da paso a la tarde, pero ella sigue sin reunir la energía suficiente para levantarse. Escarcha en la sangre, escarcha en los pensamientos. Su hijo está ahora cruzando el río de los muertos. O ahora. O ahora.

Antes del anochecer, los perros gruñen. La madre se levanta y cojea hasta la puerta. Una ráfaga de viento en algún punto alto de la montaña levanta una nube de destellos en los árboles. La presión en los pechos es casi insoportable.

Durante un largo instante no ocurre nada más. Entonces aparece Abuelo por el camino del río a lomos de la yegua, con un fardo envuelto en la silla. Los perros rompen a ladrar; Abuelo desmonta; la madre extiende los brazos para coger lo que lleva a pesar de que su cerebro le dice que no lo haga.

El niño está vivo. Tiene los labios grises y las mejillas cenicientas, pero ni siquiera los dedos diminutos de la mano están ennegrecidos por la escarcha.

—Lo llevé al bosque alto. —Abuelo echa leña al fuego, atiza las brasas hasta que son llamas; le tiemblan las manos—. Lo dejé en el suelo.

La madre se sienta lo más cerca de la lumbre que se atreve y esta vez sujeta el mentón y la mandíbula del niño con la mano derecha y con la izquierda propulsa chorritos de leche hacia su garganta. Al niño le baja leche por la nariz y por la brecha del paladar, pero traga. Las niñas salen por la puerta, agitadas por lo misterioso de la situación, y las llamas se elevan, y el abuelo se estremece—.

Me subí de nuevo al caballo. Estaba muy callado. Solo miraba los árboles. Una pequeña forma en la nieve.

El niño se atraganta, traga una vez más. Los perros gimen al otro lado de la puerta. El abuelo se mira las manos trémulas. ¿Cuánto falta para que el resto de la aldea tenga noticia de esto?

—No podía dejarlo allí.

Antes de la medianoche los sacan de la casa con horcas y antorchas. El niño ha causado la muerte a su padre, hechizado a su abuelo para que lo lleve de vuelta a casa desde el bosque. Alberga un demonio dentro y el defecto que tiene en la cara es la prueba de ello.

Dejan atrás el establo, el campo de heno, la despensa, siete colmenas de mimbre y la casa que el padre de Abuelo construyó seis décadas atrás. El amanecer los encuentra ateridos y asustados, varias millas río arriba. Abuelo camina despacio junto a los bueyes por la nieve y los bueyes tiran del carretón, sobre el que las niñas sujetan gallinas y loza. La vaca Bella los sigue, espantada de cada sombra, y cierra la comitiva la madre, a lomos de la yegua, con el niño que pestañea envuelto en mantas mirando fijamente el cielo.

Por la noche llegan a un barranco sin caminos a nueve millas de la aldea. Un río serpentea entre rocas coronadas de nieve, y nubes caprichosas, grandes como dioses, discurren despacio entre las copas de los árboles, silbando extrañamente y espantando al ganado. Acampan bajo un saliente de piedra caliza en cuyo interior, eones atrás, algunos homínidos pintaron osos cavernarios, uros y aves que no podían volar. Las niñas se apiñan alrededor de la madre, Abuelo hace una hoguera, la cabra gimotea, los perros tiemblan y los ojos del recién nacido atrapan la luz del fuego.

—Omeir —dice la madre—. Lo llamaremos Omeir. El de larga vida.

libro-20

Anna

Tiene ocho años y vuelve del vinatero con tres jarras del vino oscuro y cabezón de Kalafates cuando se detiene a descansar a la puerta de una fonda. Por una ventana con los postigos echados oye, en griego de marcado acento:

Solo Ulises, avanzó hacia la noble morada de Alcínoo; quedose

frente al porche broncíneo de pie revolviendo mil cosas.

Como un brillo de sol o de luna veíase en la casa

de elevadas techumbres, mansión del magnánimo Alcínoo;

del umbral hasta el fondo extendíanse dos muros de bronce

con un friso de esmalte azulado por todo el recinto.

Defendían el fuerte palacio dos puertas de oro

que cercaban dintel y quiciales de plata, montados

sobre el piso de bronce; la argolla, también de oro puro.

Unos perros en plata y en oro había a las dos partes

que en sus sabios ingenios Hefesto labró, destinados

a guardar por delante el hogar del magnánimo Alcínoo…

Anna se olvida de la carretilla, del vino, de la hora, de todo. El acento es forastero, pero la voz es profunda y líquida y la métrica la atrapa como si fuera un jinete que pasara a galope junto a ella. Entonces llegan las voces de niños repitiendo los versos y, a continuación, la primera voz continúa:

Por de fuera del patio se extiende un gran huerto, cercadas en redor por un fuerte vallado sus cuatro fanegas;

unos árboles crecen allá corpulentos, frondosos:

hay perales, granados, manzanos de espléndidas pomas;

hay higueras que dan higos dulces, cuajados, y olivos.

En sus ramas jamás falta el fruto ni llega a extinguirse, que es perenne en verano e invierno; y al soplo continuo del poniente germinan los unos, maduran los otros:

a la poma sucede la poma, la pera a la pera,

el racimo se deja un racimo y el higo otro higo.

¿Qué palacio es ese cuyas puertas relucen de oro y las columnas son de plata y los árboles no paran de dar fruto? Como hipnotizada, camina hacia el muro de la fonda, trepa por la verja y escudriña por la rendija del postigo. Dentro, cuatro niños con jubón están sentados alrededor de un hombre anciano con bocio que le hincha uno de los lados del cuello. Los niños repiten los versos en una monotonía sin brío y el hombre manipula lo que parecen hojas de pergamino en el regazo y Anna se pega a la ventana todo lo que se atreve.

Ha visto libros solo dos veces antes: una Biblia encuadernada en piel, centelleante de gemas, transportada por presbíteros por el pasillo central de Santa Teófano, y un catálogo de enfermedades en el mercado que el herborista cerró de golpe cuando Anna intentó mirar su contenido. Este parece más viejo y sucio; las letras se apelotonan en el pergamino como el rastro de cien agachadizas.

El preceptor sigue recitando los versos, en los cuales una diosa envuelve al viajero en niebla de modo que pueda asomarse al reluciente palacio, y entonces Anna se golpea contra el postigo y los niños levantan la vista. En un abrir y cerrar de ojos un criado de anchas espaldas está espantando a Anna con la mano como quien ahuyenta a un pájaro de una fruta.

Vuelve a su carretilla y se acerca todo lo que se atreve, pero pasan carros y las gotas de lluvia empiezan a golpear los tejados y ya no oye. ¿Quién es Ulises y quién es la diosa que lo envuelve en esa bruma mágica? ¿Será el reino del valeroso Alcínoo el mismo que está pintado en el torreón del arquero? Se abre la puerta y salen los niños corriendo, la miran con el ceño fruncido mientras esquivan charcos. Poco después sale el viejo preceptor apoyado en un bastón y Anna le cierra el paso.

—El canto. ¿Estaba dentro de esas páginas?

El preceptor apenas puede volver la cabeza; es como si le hubieran implantado una calabaza debajo de la barbilla.

—¿Me enseñarás? Ya conozco algunos símbolos; conozco el que es como dos columnas con una barra en medio y también el que es como una horca y el que es como un buey del revés.

En el barro a sus pies dibuja una A con el dedo índice. El hombre levanta los ojos hacia la lluvia. Tiene los globos oculares amarillos donde deberían ser blancos.

—Las niñas no estudian con preceptores. Y no tienes dinero.

Anna coge una jarra de la carretilla.

—Tengo vino.

El hombre se pone alerta. Levanta un brazo hacia la jarra.

—Primero una lección —dice Anna.

—No la vas a aprender.

Anna no cede. El viejo preceptor gime. Con el extremo de su bastón escribe en la tierra húmeda:

Ὠκεανóς

—Okeanos, Océano, hijo mayor del Cielo y la Tierra. —Dibuja un círculo alrededor y pincha el centro—. Aquí lo conocido. —A continuación pincha fuera—. Aquí lo desconocido. Ahora el vino.

Anna se lo da y bebe con las dos manos. Anna se acuclilla. Ὠκεανóς. Siete marcas en el barro. Y no obstante ¿contienen al viajero solitario y el palacio broncíneo con sus perros de oro y la diosa con su niebla?

Por volver tarde, la viuda Teodora pega a Anna en la planta del pie izquierdo con una vara. Por volver con una de las jarras medio vacía, le pega en la derecha. Diez golpes en cada pie. Anna apenas llora. Se pasa media noche inscribiendo letras en las superficies de su mente y durante todo el día siguiente, mientras sube y baja las escaleras cojeando, mientras acarrea agua, mientras va a buscar anguilas para Crisa, la cocinera, imagina el reino insular de Alcínoo envuelto en nubes y bendecido por el viento del oeste, rebosante de manzanas, peras y aceitunas, higos azules y granadas rojas, muchachos de oro en pedestales relucientes sujetando antorchas encendidas.

Dos semanas después está volviendo del mercado, dando un rodeo para evitar la fonda, cuando ve al preceptor con bocio sentado al sol igual que una planta en una maceta. Deja la cesta de cebollas y, con un dedo, escribe en el polvo:

Ὠκεανóς

Alrededor dibuja un círculo.

—Primogénito del Sol y la Tierra. Aquí lo conocido. Aquí lo desconocido.

El hombre alarga el cuello hacia un lado y vuelve la vista hacia Anna como si la viera por primera vez, y la humedad en sus ojos atrapa la luz.

Su nombre es Licinio. Antes de sus desventuras, le cuenta, era preceptor en una familia adinerada en una ciudad al oeste y poseía seis libros y un cofre de hierro donde guardarlos: dos vidas de santos, un libro de oraciones escrito por alguien llamado Horacio, un testimonio de los milagros de santa Isabel, una cartilla de gramática griega y la Odisea, de Homero. Pero entonces los sarracenos capturaron su ciudad y huyó a la capital sin nada y gracias a los ángeles del cielo por las murallas, cuyas piedras fundacionales fueron puestas por la Madre de Dios en persona.

Del interior de su capa Licinio saca tres fajos de pergamino marrones y moteados. Ulises, dice, fue una vez general del mayor ejército jamás reunido, cuyas legiones procedían de Hirmine, de Duliquio, de las ciudades amuralladas de Cnossos y Gortina, de los confines del mar, y cruzaron el océano en mil naves negras para saquear la ciudad de Troya y de cada nave salieron mil guerreros, tan innumerables, dice Licinio, como las hojas de los árboles, o como las moscas que se enjambran sobre cubos de leche caliente en los establos de los pastores. Durante diez años asediaron Troya y, cuando finalmente la capturaron, las legiones exhaustas zarparon rumbo a casa y llegaron todas sanas y salvas a excepción de Ulises. El relato de su viaje de vuelta, explica Licinio, está formado por veinticuatro cantos, uno por cada letra del alfabeto, y recitarlo llevaba varios días, pero lo único que conserva Licinio son estas tres manos de papel, cada una de las cuales contiene media docena de páginas, relativas a las secciones en que Ulises abandona la cueva de Calipso, naufraga en una tormenta y el mar lo arrastra, desnudo, a la isla de Esqueria, patria del valeroso Alcínoo, señor de los feacio

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