El quicio

Elisa Victoria

Fragmento

cap-1

No me acostumbro a coger las llaves por la mañana. Hace ya tres años que tengo mi propio juego y le di mil vueltas al tema de qué llavero colocarle antes de elegir un candado que me pareció muy carismático. Al principio, por la novedad, me las llevaba a todas partes. Llegar a tu portal, sacarlas del pantalón enchufadas al candado gordo y brillante, escoger una e introducirla en la cerradura era todo un signo de prestigio y madurez, una declaración de independencia. Con aquel gesto le dejabas claro a la calle entera que podías entrar y salir cuando quisieras y a tus padres les parecía bien. Pero por algún motivo a aquello solo le vi sentido por las tardes y aún no he sido capaz de cambiarlo. Me convendría. Lo intenté y no me hizo gracia. Sentarse en clase con las llaves clavadas en el pantalón es incómodo. Dejarlas en la mochila me crispa los nervios porque en mi instituto hay montones de robos y no las quiero perder. Me acerco al porterillo. La calle sigue llena de tensión y el peligro está a punto de extinguirse pero no hay que confiarse, hasta el último momento queda lugar para un coletazo de miseria. A los trece años casi todas las opciones son malas.

Aprieto el botón que corresponde a mi casa. Quisiera que mi madre me abriera la puerta sin decir nada porque sabe perfectamente que soy yo pero a ella le gusta contestar, le gusta incluso poner voces, hacer chistes, demostrarle al barrio desde la cocina que ella no es una madre aburrida, que ella es una fiesta de espontaneidad y frescura, y con ello pone en riesgo mi integridad. En el fondo la comprendo, las estrictas normas que hay que seguir a mi edad para mantenerse a flote le parecen ridículas. Es verdad que lo son. Los padres y madres bromean mucho sobre lo difíciles que nos volvemos cuando pasamos de los doce años. Yo diría que a los once ya estaba todo perdido, es que se dieron cuenta tarde. Ahora, en primero de ESO, con el segundo trimestre avanzado, mis grandes temores se han hecho realidad. Cuando en clase nos enseñan esquemas en forma de pirámide identifico mi lugar siempre abajo. Con los cereales, con el plancton.

A esta hora el bloque suele estar muy transitado pero hoy he tenido suerte, tal vez sea un buen augurio. Nadie ha entrado conmigo en el ascensor. Detesto esos momentos con vecinos con los que todo es incómodo. Te dicen fingiendo sorpresa que estás muy grande, te preguntan cómo te va en el colegio cuando no hay tema más tedioso en el mundo, se quedan mirando al vacío pensando en sus propios problemas, y lo agradecería si no se les diera tan mal el silencio. El silencio tiene que ser una cosa elegante, que salga con naturalidad. Si es tenso puede ser incluso peor que una mala conversación. No, nada puede ser peor que una mala conversación. Prefiero pelearme con alguien a quien detesto. Eso tampoco lo tengo muy claro, a menudo me quedo en blanco y las respuestas buenas sólo se me ocurren en la ducha. Cuántas broncas habré ganado mientras me aclaraba el jabón.

El espejo del ascensor me devuelve una imagen escuchimizada e insatisfactoria. Chándal gris, mochila azul marino, estatura mediocre, hombros estrechos, algunos granos. A mi edad puedes tener una pinta celestial o te puede tocar esto, lo que nadie quiere, lo que todo el mundo teme, lo más bajo de la pirámide. Hay gente en mi clase que ha echado un porte limpio y estilizado. Será un asunto genético, será una gracia divina. Si te va bien en eso y además te pones la ropa correcta el resto viene solo. A veces la mala suerte se puede suplir a base de ropa o actitud o una buena mezcla de las dos cosas. Mi ropa podría ser peor así que es evidente que lo que termina de hundirme es la actitud. Pertenezco al grupo maldito. De vez en cuando me miro y me lo recuerdo con frialdad. Esta tarde he quedado con una pandilla con la que me solía juntar hace unos años. El curso pasado se empezaron a avergonzar de mí y se han distanciado desde entonces. Debo aprovechar la oportunidad, volver a ganarme su confianza, reconquistar mi lugar. Lo que sí sé es que tengo que cambiarme para luego. No, tampoco, igual piensan que lo estoy intentando demasiado fuerte. Nada está claro si lo piensas dos o tres veces.

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Las puertas del ascensor se abren. Pronto habré dejado atrás el campo de batalla que supone el espacio público. Mi propia casa es el único lugar medio seguro. El más seguro es mi habitación pero mi madre no me deja que le ponga un pestillo, así que no hay ningún sitio en el planeta en el que me pueda refugiar en condiciones. Podría ser peor. Hay familias más rancias, aunque curiosamente llevarse bien con la familia es algo que no está bien visto, que se considera embarazoso. Un abrazo de tu madre en público te puede hundir. Eso es lo único garantizado, que cualquier pequeña cosa puede hundirte. Supongo que se debe a que las normas las suelen poner los que están más jodidos. De esa frustración, de esa rabia es justo de donde sacan la mayor parte de la fuerza. No es algo que se cumpla a rajatabla. Hay un montón de niños mimados llenos de odio. En realidad no sé de dónde viene. Llamo al timbre. Mi madre abre. Huele a macarrones. Eso está bien. Le sonrío, cierro la puerta, suelto la mochila en el suelo y de repente mi cuerpo se vuelve ligero, uno de los pocos placeres genuinos de cada día. Mi madre está satisfecha porque me ve alegre.

—Tienes ganas de macarrones, ¿eh? —pregunta. Me apresuro a sacar el mantel de frutas del segundo cajón de la cocina y corro a poner la mesa dando saltos. Con ella puedo seguir siendo infantil, puedo cantar y bailar sin miedo, pero es complicado porque no sabe distinguir entre la casa y la calle y luego me humilla en público. Como a menudo me hace pasar vergüenza ya tampoco me fío de ella. Si hoy me estoy ablandando es porque la cita de esta tarde me ha llenado de esperanza. Me dijeron que pasarían a buscarme. Si todo se restaurara, si me aceptaran de nuevo tengo la certeza de que incluso mi crecimiento empezaría a comportarse de otra manera. Las cosas iban más o menos bien hasta que renegaron de mí. En aquel momento mi desarrollo se truncó y donde parecía que iba a medir por lo menos un metro setenta me quedé en el sitio criando granos con los hombros juntos y finos. Me pregunto si es una coincidencia pero de verdad que no lo parece. Cuando tus amigos te dejan de lado te pudres y se aprecia desde fuera. A lo mejor es por eso que mi madre dejó de ser oficialmente guapa, porque no supo adaptarse a lo que yo esperaba de ella y mi rechazo la destruyó. A lo mejor si ella no me hubiera avergonzado en público no me hubieran desterrado a mí y nada de esto estaría pasando. Sé que ella nunca ha tenido mala intención, que es muy simpática, pero no ha entendido lo que implicaba que yo pasara de los once años. Lo único que puedo reprocharle es su ingenuidad, que pensara que tratarme como a un bebé frente a mis compañeros de clase, por ejemplo, no iba a tener repercusiones negativas. Pero hoy todo es remediable porque me van a venir a buscar. Procuraré que no se mezclen. Dependerá de mí.

Miro el capítulo repetido de Los Simpson en la tele y me regocijo en su estética que en principio resultaba rompedora y ahora desprende la calidez de una foto de hace muchos años, cuando yo era de verdad un bebé en los brazos de una madre joven y guapa. Entonces teníamos derecho a comportarnos con cercanía, con ternur

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