Los Hollister en Suiza (Los Hollister 6)

Jerry West

Fragmento

1. Encontronazo en la nieve

CAPÍTULO 1

Encontronazo en la nieve

UN ENORME COPO DE NIEVE HÚMEDO ATERRIZÓ EN LA PUNTA de la nariz de la pequeña Sue. Se derritió antes de que la niña parpadeara en un intento de protegerse los ojos de la niebla espesa que envolvía el camino del bosque.

—¡Vaya! ¡Suiza da miedo! —exclamó Ricky, un niño de siete años, mientras chapoteaba por el sendero cubierto de nieve—. ¡Estos árboles parecen fantasmas negros!

—Enseguida llegaremos al hotel —lo tranquilizó Pam, que ya había cumplido los diez, mientras se arreglaba la bufanda con que se había protegido el cabello—. Vamos, dame la mano, Holly.

La señora Hollister iba detrás de Holly, su hija de seis años, cuyas trenzas asomaban por debajo de un gorro rojo. Pete, un apuesto muchacho de doce, cerraba el grupo.

La familia acababa de apearse del teleférico que la había llevado hasta la cima de Felsenegg, una montaña con unas vistas inmejorables de la ciudad de Zúrich. A pesar de ser 2 de junio, una tormenta primaveral de nieve caía sobre los pinos que vestían la montaña y un manto blanco de varios centímetros de grosor cubría el suelo.

De repente, desde la espesura de la niebla que ocultaba el camino que tenían por delante, una voz ronca gritó:

—¡Alto! ¡Alto!

Después de algunos ladridos, dos hombres y un perro surgieron de la bruma corriendo hacia los Hollister.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Hollister.

—¡Detened a ese hombre! ¡Cogedlo! —gritó el perseguidor después de resbalar y aterrizar sobre el camino nevado, a varios metros del tipo al que trataba de atrapar. Y entonces, el perro, un hermoso caniche gris, hincó los dientes en el talón del fugitivo.

El hombre llevaba un abrigo oscuro con el cuello levantado, y su rostro quedaba medio oculto bajo un gorro escocés que casi le cubría los ojos. Zigzagueó entre los Hollister, visiblemente desconcertados, y, aunque Pete trató de agarrarlo, la tela del abrigo se le escapó entre los dedos.

En ese mismo instante, el perseguidor y su perro chocaron con la familia. Pam agarró con fuerza a Sue, su hermana de cuatro años, y se apartó del camino mientras la señora Hollister también se hacía a un lado. Pete y Holly, sin embargo, acabaron cayendo de bruces en la nieve. El enorme caniche tropezó con Ricky y dio dos volteretas, y el perseguidor también terminó tendido en el suelo.

—¿Algún herido? —preguntó Pam.

—Estamos todos bien —respondió Pete, mientras se ponía en pie, como todos los demás.

El hombre se levantó con una expresión avergonzada en los ojos.

—Lo siento —se disculpó con un marcado acento suizo—, pero es que está muy resbaladizo.

Pete le dedicó una mirada de admiración a ese extraño tan alto; era un hombre delgado con una nariz recta y larga y, cuando se reía, unas arruguitas adornaban las esquinas de sus ojos.

Pam recogió el sombrero que había caído sobre la nieve, lo sacudió y se lo entregó a su dueño.

—Gracias —le dijo el hombre.

Luego agitó la cabeza y levantó la mirada hacia el camino brumoso por el que había desaparecido el fugitivo.

—¿Por qué iba usted tras él? —le preguntó Pam.

—Es una larga historia —respondió el desconocido y, mirando al caniche que se había sentado tranquilo a sus pies, añadió—: Biffi, ha sido por tu culpa. Te he dicho que no ladraras. ¡Lo has alertado!

Y luego, mientras Ricky se libraba de la nieve que humedecía su pelo pelirrojo y Holly se sacudía los copos blancos del abrigo, el hombre dijo:

—Me llamo Johann Meyer. Vamos, acompañadme al hotel. Os invito a un chocolate caliente. Puedo aseguraros que el chocolate suizo es el mejor del mundo.

De camino al hotel, los Hollister se presentaron uno a uno.

—Vinimos a Europa con nuestro padre —le explicó Pete al señor Meyer—, que quería comprar juguetes para La Comercial. Es la tienda que tiene en Shoreham.

—Está en Estados Unidos —aclaró Ricky.

—Cuando papá acabó con sus compras, regresó a casa —dijo Pam—, pero nosotros nos quedamos para visitar Suiza.

—Llegamos aquí ayer —intervino Holly con su vocecilla.

—Espero que la visita haya sido interesante —deseó Johann Meyer cuando ya llegaban al pequeño restaurante ubicado en la cresta de la montaña, desde donde se disfrutaba de unas vistas magníficas del valle.

—¡Mmm! ¡Qué bien huele! —suspiró Pam.

Todos se acomodaron en los asientos dispuestos alrededor de una mesa y se apresuraron a desabrocharse los abrigos. Biffi se echó en el suelo, entre Pam y su dueño, que pidió chocolate caliente y sándwiches para todos.

La camarera enseguida les trajo las tazas: estaban llenas de chocolate humeante hasta el borde y las habían coronado con una cucharada enorme de nata montada.

—¡Mmmm! ¡Qué rico! —murmuró Holly.

Biffi se incorporó e inclinó la cabeza mientras la muchacha servía el chocolate.

—Quizá puedas tomarte uno más tarde —le susurró Pam a Biffi. Luego le dijo al señor Meyer—: ¿Por qué ha abandonado la persecución cuando ya casi tenía a su hombre?

—Sabía que el teleférico salía al cabo de unos segundos —aclaró— y que Blackmar quería tomarlo. Pero me ha ganado demasiado terreno cuando me he caído, así que ya no tenía sentido seguir.

—¿Blackmar? —preguntó Ricky—. ¿Quién es?

Meyer esbozó una sonrisa, dejó escapar un largo suspiro y apoyó la espalda en el respaldo de la silla.

—No querría aburriros... —dijo—. Tiene que ver con una investigación.

—¡Una investigación! —saltó Holly—. Nosotros somos detectives, señor Meyer.

—¡Sí, es verdad! —confirmó Pete—. Nos encanta resolver misterios.

Su anfitrión se mostró muy interesado.

—Entonces tal vez os interese oír mi caso. Yo no soy exactamente un detective. En realidad investigo para una compañía de seguros.

Mientras se tomaban el chocolate caliente y daban buena cuenta de los sándwiches, los niños y su madre escucharon fascinados lo que les contaba su anfitrión suizo.

—Si me guardáis el secreto —prosiguió el hombre bajando la voz—, os lo contaré: estoy investigando un robo que tuvo lugar en Holanda, el robo de un enorme diamante.

—¿En serio? —exclamó la señora Hollister.

—Sí. Una piedra en bruto de mucho valor desapareció de un taller de diamantes, junto con una pequeña máquina talladora. Y no solo eso: un experto tallador de diamantes se escapó esos mismos días. Le han seguido el rastro hasta la frontera de Suiza y mi trabajo es encontrarlo.

—¿Es Blackmar ese tallador? —pr

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