No hay más que una (Princesa Sin Gracia 1)

Lou Kuenzler

Fragmento

CAPÍTULO UNO. Érase una vez...

Una bestia terrible se estaba acercando.

Era enorme y peluda y bajaba atropelladamente por la ladera.

—¡Socorro! —gritaron aterrorizadas las doce princesas desde el muelle de abajo. La Escuela para Princesas de los Cien Torreones quedaba lejos, al otro lado de las olas, en la Isla de la Pequeña Corona, y los delfines que debían tirar de la embarcación dorada de la escuela habían huido mar adentro al ver a la bestia embravecida.

—Arj —resoplaba esa criatura greñuda, jadeando pesadamente mientras se precipitaba sendero abajo.

Las doce princesas estaban aterrorizadas y se apiñaron, impotentes, junto a la orilla. ¡Qué iba a ser de ellas! Ya no podrían pisar su nueva escuela, ni bailar en el famoso Salón de Cristal, ni tampoco cruzar a lomos de los unicornios la Pradera Plateada cubierta por el rocío de la mañana, ni dormir en la cima de los altísimos torreones que daban nombre a la escuela. En lugar de eso, las primeras generaciones de la realeza desaparecerían allí… devoradas vivas por una bestia peluda y terrible.

—¡Ya veréis cuando mi padre se entere de esto! —gimoteó una princesa llamada Divina. Y fue tanto el énfasis con que descargó sus zapatillas de satén contra el suelo que una lluvia de horquillas cayó de sus tirabuzones dorados.

—Por favor, mantened la calma —rogó Lady DuLac, la directora de Cien Torreones, que esperaba en el muelle junto a las alumnas nuevas.

Sin embargo, en lugar de hacerle caso, las princesas se pusieron a correr en círculo como salvajes, haciendo volar sus vestidos y graznando como gansos asustados.

Un espeso y revuelto pelaje marrón recubría de los pies a la cabeza a ese monstruo indomable. Resultaba difícil distinguirle los ojos o la boca. Lo único que se veía era su enorme cabeza informe, que se tambaleaba hacia delante mientras se acercaba a trompicones.

Alguien le arrojó una piedra.

—¡Pobrecito, no le hagáis daño! —rogó una princesa pelirroja, sin poder evitar que el miedo le quebrara la voz—. Solo quiere ser amable. Creo que trata de hacer una reverencia, fijaos.

La criatura se detuvo en el borde del muelle, tambaleándose en una sola pierna.

—Buenos días —dijo la profesora con valentía, dando un paso hacia delante.

La tela azul cielo de su vestido brilló bajo la luz del sol y su larga cabellera plateada cayó como una cascada hacia su cintura.

—Lección número uno, jóvenes majestades: una princesa tiene que ser siempre cortés —sentenció.

Y extendió la mano cubierta con un guante blanco hacia el melenudo visitante.

—Mucho gusto —saludó con una sonrisa—; soy Lady DuLac, directora de la Escuela para Princesas de los Cien Torreones. ¿Puedo ayudarle?

El monstruo inclinó la cabeza y gruñó algo desde el fondo de sus espesas greñas. Luego se apoyó de nuevo en una de las piernas y se dejó caer en el suelo del muelle hecho una maraña de pelos.

—Eh —soltó la princesa Divina en un grito ahogado, retrocediendo de un salto—. No es un monstruo… Es… Es humano.

El montón de pelo se enderezó.

—¡Por supuesto que soy humana! —protestó una voz ahogada—. ¿Qué esperabais?

El rostro ovalado y pecoso de una niña de ojos brillantes y trenzas castañas y desgreñadas apareció entre tanto pelo. Se quitó la capucha del grueso abrigo de pelo que llevaba y preguntó, sonriente:

—¿Es que no me reconoces, Divina? Soy yo…, tu prima Gracia.

—¡Oh, no! —gritó Divina, hundiendo las manos en sus espléndidos tirabuzones dorados—. ¡Tú no!, la prima Gracia, no…

—¡Asombroso! —exclamaron las princesas gemelas Tiquis y Miquis. Y se abrazaron, chillando como dos cerditas elegantes y rollizas.

— Es increíble que tú seas la prima de la Princesa Divina… ¡Es demasiado! ¿De verdad te llamas princesa Gracia? —preguntaron.

Gracia asintió. Nunca le había gustado su nombre. Alguien llamado Gracia debería ser elegante y… bueno, «graciosa»… tal y como se le supone a una princesa.

Pero Gracia no era elegante, ni graciosa. Era alta, larguirucha y tenía unos pies enormes. Sus piernas eran tan largas como los espaguetis y, como los espaguetis, estaban la mayor parte del tiempo enredadas. Constantemente se tambaleaba, tropezaba y tiraba cosas a su alrededor.

Cuando Gracia intentó hacer una reverencia a la directora, volvió a caerse de culo, con su abrigo de yak enroscado en los tobillos.

—Lo siento si os he asustado —dijo sonriendo, mientras colocaba sus trenzas detrás de las orejas—. Supongo que ha sido mi abrigo, siempre lo llevo en casa, en el reino de Peñascolandia. Allí hace frío y nieva, pero aquí… ¡qué calor!

—¿Qué haces aquí, Gracia? —preguntó Divina, molesta—. ¡Piérdete! Esta es mi nueva escuela, no la tuya.

—No seas tonta, Di —dijo Gracia, apartando el abrigo de sus pies de una patada—. Cuando papá se enteró de que ibas a estudiar a Cien Torreones, pensó que ya era hora de que yo también aprendiera a ser una princesa de verdad. Ya sabes…, principesca y majestuosa, como tú.

Gracia se rascó la cabeza.

—Nunca se sabe, hasta podría aprender a hacer reverencias como Dios manda.

—Eso es exactamente para lo que estamos aquí —dijo Lady DuLac, sonriendo con amabilidad.

Algunas princesas se rieron, pero Divina tenía el ceño fruncido, como si hubiera probado un limón.

—Cien Torreones es la mejor escuela para princesas del mundo. Por eso mi padre me ha enviado aquí —exclamó Divina—. Pero ni ellos podrán ayudarte a convertirte en una princesa de verdad. Tu nombre será Gracia, pero en realidad eres una «sin Gracia» total, un desastre real.

Las mejillas rosadas de las gemelas enrojecieron de tanto reír.

—¡Esto es tan divertido!

—Ya basta, calmaos—dijo Lady DuLac.

Gracia sentía unas ganas enormes de dar media vuelta y salir corriendo con sus grandes pies planos. Quería lanzarse sobre el carro de yak que la había llevado hasta allí, y recorrer el tortuoso camino de vuelta al pequeño y rocoso reino de Peñascolandia. Podría estar en casa al día siguiente al anochecer, justo a tiempo para reunirse alrededor del fuego en el Gran Salón con papá y sus guerreros. Escucharía las viejas leyendas del Peñasco, historias que le habían relatado cientos de veces, sobre las bestias que sus antepasados habían abatido y las batallas que habían ganado. Podría acurrucarse con su hermana pequeña Pitufa y

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