
CAPÍTULO 1
Nunca le he encontrado el sentido a los bailes de disfraces: o te esfuerzas mucho y acabas quedando como un capullo o no te esfuerzas nada y acabas quedando como un capullo. Y, como siempre, mi problema era que no sabía qué clase de capullo quería ser.
Ya me había decantado bastante por la estrategia de no esforzarme, pero me entró el pánico en el último momento, hice un malhadado esfuerzo por encontrar un lugar donde vendieran disfraces y me vi en una de esas tiendas eróticas extrañamente populares que anuncian lencería roja y consoladores rosas para gente a la que no le interesan ninguna de las dos cosas.
Y fue así como, al aterrizar en una fiesta que ya se encontraba en una fase de su ciclo vital demasiado calurosa, ruidosa y abarrotada, llevaba unas orejas de conejo con encaje negro problemáticamente sexualizadas. Juro que antes se me daban bien esas cosas, pero me faltaba práctica, y parecer un chapero de segunda satisfaciendo un fetiche muy concreto no era la manera idónea de protagonizar un regreso triunfal a la escena. Y lo que era aún peor, había llegado tan tarde que el resto de los pringados solitarios habían tirado la toalla y se habían ido a casa.
En algún lugar de aquel agujero de luces parpadeantes, música estridente y sudor estaban mis amigos. Lo sabía porque nuestro grupo de WhatsApp —actualmente bautizado como El Guirigay— había degenerado en cien variaciones sobre el tema «¿Dónde coño está Luc?». Pero yo solo veía a gente que juraría que conocía a gente que juraría que conocía a gente que me conocía vagamente. Tras abrirme paso hasta la barra, entrecerré los ojos para leer la pizarra que anunciaba los cócteles especiales de la noche, y acabé pidiendo un Pacharán Conversación Distendida sobre Pronombres, ya que tenía pinta de estar bueno y de describir acertadamente mis posibilidades de ligar aquella noche. O en cualquier otro momento, a decir verdad.
Probablemente debería explicar por qué estaba tomando una copa no binaria a la vez que llevaba un complemento fetichista muy de clase media en un sótano de Shoreditch. Pero, sinceramente, yo también empezaba a preguntármelo. El resumen es que hay un tío llamado Malcom al que conozco porque todo el mundo conoce a Malcom. Estoy bastante convencido de que es corredor de bolsa, banquero o algo así, pero, por las noches —y con eso me refiero a algunas noches, con lo cual me refiero a una noche por semana— trabaja de DJ en una discoteca transgénero/género fluido llamada Surf ‘n’ Turf @ The Cellar. Y esta noche era su fiesta del Sombrerero Loco, porque Malcom es así.
Ahora mismo estaba al fondo de la sala con un sombrero de copa de color púrpura, un frac a rayas, unos pantalones de cuero y poco más, pinchando lo que creo que denominan «ritmos bestiales». O a lo mejor no. A lo mejor es algo que nadie ha dicho jamás. Cuando tuve mi época de discotequero, ni me molestaba en preguntarles el nombre a mis ligues, y menos aún en tomar notas sobre la terminología.
Suspiré y volví a concentrarme en mi Habitual Falta de un Polvete. Debería existir una palabra para cuando haces algo que no te apetece en especial con el fin de apoyar a alguien, pero entonces te das cuenta de que no te necesitaba y nadie se habría dado cuenta de que te has quedado en casa en pijama, comiendo Nutella directamente del tarro. En fin. Eso. Tenía esa sensación. Y sin duda debería haberme ido, pero entonces habría sido el gilipollas que apareció en la fiesta del Sombrerero Loco de Malcom, no se curró el disfraz, se bebió una octava parte de una copa y se largó de allí sin hablar con nadie.
Saqué el teléfono y envié al grupo un desolado Estoy aquí. ¿Dónde andáis?, pero al momento apareció junto al mensaje el maldito reloj. Quién iba a imaginar que en una sala subterránea de cemento habría mala cobertura.
—¿Te has dado cuenta de que esas orejas ni siquiera son blancas?
Noté un aliento cálido en la mejilla, y al darme la vuelta vi a un desconocido. Era bastante mono, con ese aspecto respingado y sexi que siempre me ha resultado extrañamente cautivador.
—Sí, pero llegaba tarde. Además, tú ni siquiera vas disfrazado.
El desconocido sonrió y pareció aún más respingado, aún más sexi y aún más cautivador. Entonces se levantó la solapa para mostrar una etiqueta que decía «Nadie».
—Supongo que es una referencia irritantemente desconocida.
—«¡Yo solo quisiera tener esos ojos —dijo el rey con pesar— para poder ver a Nadie!».
—Pedante de mierda.
Eso lo hizo reír.
—Las fiestas de disfraces sacan lo peor de mí.
No era la vez que había tardado más en cagarla con un tío, pero estaba escalando posiciones. Lo importante era no dejarme dominar por el pánico e intentar protegerme convirtiéndome en un gilipollas insufrible o en un zorrón colosal.
—Detesto imaginarme de quién sacan lo mejor.
—Sí, ese —otra sonrisa, otro destello de su dentadura— sería Malcom.
—Todo saca lo mejor de Malcom. Podría conseguir que la gente celebrara tener que pagar diez peniques por una bolsa de la compra.
—Por favor, no le des ideas. Por cierto —se acercó un poco más—, me llamo Cam, pero, como seguramente has oído mal, responderé a cualquier nombre de una sílaba con una vocal en medio.
—Encantado, Bob.
—Pedante de mierda.
A pesar de las luces estroboscópicas, vi el brillo en sus ojos y me pregunté de qué color serían lejos de las sombras y los arcoíris artificiales de la pista de baile. Era mala señal. Se acercaba peligrosamente a que me gustara alguien, y mira dónde me había llevado.
—Tú eres Luc Fleming, ¿verdad? —dijo.
Sabía yo que aquello no podía acabar bien, joder.
—En realidad —dije, como digo siempre— es Luc O’Donnell.
—Pero eres el hijo de Jon Fleming, ¿no?
—¿Y a ti qué te importa?
Me miró desconcertado.
—No me importa, pero cuando le pregunté a Angie —la novia de Malcom, que iba disfrazada de Alicia porque, por supuesto, era Alicia— quién era el tío guapo y malhumorado, me dijo: «Ah, es Luc, el hijo de Jon Fleming».
No me gustaba que la gente dijera eso de mí, pero, ¿qué alternativa había? ¿«Ese es Luc. Su carrera se ha ido al garete»? ¿«Ese es Luc. Hace cinco años que no tiene una relación estable»? ¿«Ese es Luc. En qué momento se torció todo»?
—Sí, ese soy yo.
Cam se acodó en la barra.
—Qué emocionante. Nunca había conocido a un famoso. ¿Debo fingir que me encanta tu padre o que lo odio profundamente?
—Ni siquiera lo conozco. —Una búsqueda somera en Google le habría brindado esa información, así que tampoco estaba dándole una gran primicia—. Me es bastante indiferente.
—Seguramente sea lo mejor, porque solo me acuerdo de una canción suya. Creo que iba de que llevaba una cinta verde en el sombrero.
—No, esa es de Steeleye Span.
—Sí, espera. Jon Fleming’s Rights of Man.
—Ya, pero entiendo que los confundas.
Me lanzó una mirada penetrante.
—No se parecen en nada, ¿verdad?
—Bueno, hay un par de diferencias sutiles. Steeleye es más folk rock, mientras que RoM es más rock progresivo. Steeleye utilizaba muchos violines, y papá es flautista. Además, el solista de Steeleye Span es una mujer.
—Vale. —Me dedicó otra sonrisa, y parecía menos avergonzado de lo que habría estado yo—. Pues no sé de lo que estoy hablando. Pero mi padre es un gran seguidor suyo. Tiene todos sus discos. Los guarda en la buhardilla con unos pantalones de campana que no le entran desde 1979.
Empezaba a ser consciente de que, hacía unos ocho millones de años, Cam me había descrito como guapo y malhumorado. Pero, naturalmente, ahora era una proporción de ochenta a veinte a favor de malhumorado.
—Los padres de todo el mundo son seguidores de mi padre.
—Debe de ser molesto.
—Un poco.
—Y, con lo de la televisión, debe de hacerse aún más raro.
—Más o menos. —Le di un golpecito a mi copa—. Me reconocen a menudo, pero «Eh, tu padre es el tío de esa mierda de concurso de talentos» es un poquito mejor que «Eh, tu padre es el tío que salió en las noticias la semana pasada por darle un cabezazo a un policía y vomitarle encima a un juez mientras iba hasta arriba de heroína y Pato WC».
—Al menos es interesante. Lo más escandaloso que ha hecho mi padre es agitar una botella de kétchup sin darse cuenta de que no tenía la tapa puesta. —Sonreí, muy a mi pesar—. No me puedo creer que te estés cachondeando de mis traumas infantiles. La cocina parecía salida de Hannibal. Mamá aún saca el tema cuando se enfada, aunque el enfado no sea con papá.
—Sí, mi madre también menciona a mi padre cuando la hago enfadar. Pero, más que «como aquel día que tu padre roció la cocina con un condimento de tomate», es «como aquel día que tu padre dijo que vendría a casa por mi cumpleaños, pero se quedó en Los Ángeles esnifando cocaína en las tetas de una prostituta».
Cam parpadeó.
—Eeecs.
Mierda. Medio cóctel y una sonrisa bonita y ya estaba cantando como un pilluelo adorable en una barricada de Francia. Eran el tipo de cosas que acababan en los periódicos. «El otro escándalo secreto del cocainómano Jon Fleming». O tal vez: «De tal palo, tal astilla: comportamiento infantil de Jon Fleming Júnior recuerda a desmadres de su padre drogadicto». O peor aún: «Siguen estando locos después de todo este tiempo: Odile O’Donnell furiosa con su hijo por los escarceos de Fleming con la prostitución en los años ochenta». Por eso no debería salir nunca de casa. Ni hablar con humanos, sobre todo con humanos a los que quería gustar.
—Escucha —dije sin cara de póker, aun sabiendo que aquello podía salir muy mal—, mi madre es muy buena persona y me crio ella sola. Ha sufrido mucho, así que… ¿Podrías olvidar lo que te he dicho, por favor?
Me miró como se mira a alguien al trasladarlo de la casilla «atractivo» a la casilla «raro».
—No se lo contaré. Ni siquiera la conozco. Y, sí, puede que haya venido a tirarte los trastos, pero aún falta mucho para conocer a nuestros respectivos padres.
—Lo siento, lo siento. Soy muy protector con ella.
—¿Y crees que necesita protección de los tíos a los que conoces en un bar?
Todo se había ido al traste, porque la respuesta básicamente era: «Sí, por si acudes a la prensa amarilla, porque es algo que suele ocurrirme». Pero no podía decírselo sin meterle esa idea en la cabeza. Suponiendo, claro, que no lo pensara ya y estuviera usándome como una flauta o un violín, dependiendo del grupo de los setenta del que creyera que yo formaba parte. Así pues, quedaba la opción B: dejar que ese hombre divertido y atractivo con el que me gustaría tener al menos un rollo de una noche creyese que era un paranoico que pasaba demasiado tiempo pensando en su madre.
—Ejem… —Tragué saliva, sintiéndome tan deseable como un bocadillo de carne de animal atropellado—. ¿Podemos volver a cuando te has acercado a tirarme los trastos?
Hubo un silencio más largo de lo que me habría gustado y luego Cam sonrió, aunque con cierta desgana.
—Claro.
Otro silencio.
—Bueno —aventuré—, debo decir que eso de tirarme los trastos te está quedando bastante minimalista.
—Mi plan original era intentar hablar un poco contigo y ver cómo iba, y luego a lo mejor intentar besarte o algo. Pero me has torpedeado esa estrategia, así que no sé qué hacer.
Se me cayó el alma a los pies.
—Lo siento. Tú no has hecho nada. Es que se me da muy mal… —dije, y busqué una palabra que resumiera adecuadamente mi historial amoroso reciente— todo.
Quizás eran imaginaciones mías, pero casi pude ver a Cam decidir si se tomaba alguna molestia conmigo. Para mi sorpresa, pareció decantarse por el sí.
—¿Todo? —repitió, y retorció la punta de mi oreja de conejo de una manera que decidí interpretar como alentadora.
Era buena señal, ¿no? Tenía que ser buena señal. ¿O era una señal terrible? ¿Cómo es que Cam no salía por piernas y dando voces? De acuerdo, no. Me estaba comiendo la cabeza, y no había lugar peor donde estar que en mi cabeza, sobre todo para mí. Tenía que decir algo superficial y coqueto ahora mismo.
—Puede que en lo de besar no sea muy malo.
—Mmm. —Cam se acercó un poco más. Joder, ¿iba a hacerlo de verdad?—. No sé si me fío de tu criterio. Quizá sea mejor que lo compruebe.
—Ejem, vale.
Así que lo comprobó, y a mí no se me dio mal lo de besar. Es decir, me pareció que no se me daba mal. O eso espero.
—¿Y bien? —pregunté con un tono relajado, juguetón y en absoluto desesperado o inseguro.
Su cara estaba tan cerca que podía ver todos los detalles seductores, como el grosor de sus pestañas, el vello que asomaba en su mandíbula y las arrugas en las comisuras de los labios.
—No creo que pueda sacar una conclusión exacta a partir de un solo dato.
—Aaah, qué científico.
Ampliamos la serie de datos y, cuando terminamos, me tenía contra la esquina de la barra y yo le había metido las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros en un tímido intento por fingir que no estaba manoseándolo descaradamente. Y fue entonces cuando recordé que sabía mi nombre, el nombre de mi padre, probablemente también el de mi madre y casi sin duda todo lo que se había escrito sobre mí. Lo único que sabía yo era que se llamaba «Cam» y tenía buen sabor.
—¿Lo eres? —pregunté sin aliento. Y en respuesta a su mirada de confusión, añadí—: Científico. No tienes pinta.
—Ah, no. —Sonrió, atractivo y delicioso—. Era solo una excusa para seguir besándote.
—¿A qué te dedicas, entonces?
—Soy autónomo. Trabajo sobre todo para páginas a las que les gustaría ser BuzzFeed.
Lo sabía. Lo sabía, joder. Se había mostrado demasiado ansioso por obviar mis muchísimos defectos.
—Eres periodista.
—Es un término bastante generoso para definirlo. Escribo esas listas en plan «X cosas sobre Y en las que no te creerás Z» que todo el mundo odia, pero parece leer de todos modos.
«Doce cosas que no sabías de Luc O’Donnell. La número ocho te sorprenderá».
—Y a veces diseño esas pruebas que consisten en elegir ocho fotos de gatitos y te decimos qué personaje de John Hughes eres.
La versión racional de Luc, la del universo paralelo en la que mi padre no era un gilipollas famoso y mi exnovio no había vendido todos mis secretos a Piers Morgan, intentaba decirme que estaba exagerando. Por desgracia, no le presté atención.
Cam ladeó la cabeza en un gesto interrogante.
—¿Qué te pasa? Ya sé que no es un trabajo atractivo precisamente, y ni siquiera puedo contentarme con decir que alguien tiene que hacerlo, porque no es así, pero vuelves a estar raro.
—Lo siento. Es… complicado.
—Lo complicado puede ser interesante. —Se puso de puntillas para pasarme un mechón por detrás de la oreja—. Y ya nos hemos quitado de en medio lo de besarnos. Ahora solo tenemos que trabajar la conversación.
Esbocé la que esperaba que no fuese una sonrisa cursi.
—Preferiría ceñirme a lo que se me da bien.
—Te diré una cosa. Voy a hacerte una pregunta y, si me gusta la respuesta, puedes besarme otra vez.
—Bueno, no sé si…
—Empecemos poco a poco. Ya sabes a qué me dedico. ¿Tú qué haces?
Me iba el corazón a mil y no era divertido. Pero era una pregunta inofensiva, ¿no? Era información que ya poseían al menos doscientos spambots.
—Trabajo para una ONG.
—Uau, qué noble. Podría decir que siempre he querido hacer algo así, pero soy demasiado superficial. —Acercó la cara y lo besé con cierto nerviosismo—. ¿Tu helado preferido?
—Chocolate con menta.
Otro beso.
—Un libro que ha leído todo el mundo menos tú.
—Todos.
Se apartó.
—No te voy a besar por eso. Es un escaqueo total.
—No, en serio. Todos: Matar a un ruiseñor, El guardián entre el centeno, cualquier cosa de Dickens, Sin novedad en el frente, el de la esposa del viajero del tiempo, Harry Potter…
—Te tomas el analfabetismo en serio, ¿eh?
—Sí. Estoy pensando en mudarme a Estados Unidos y presentarme a un cargo público.
Se puso a reír y me besó. Esta vez se quedó cerca, con el cuerpo pegado al mío y lanzando el aliento contra mi piel.
—Vale. El sitio más raro donde has practicado sexo.
—¿Es por la número ocho? —pregunté con una risilla que pretendía demostrar que yo era increíblemente guay y despreocupado.
—¿Qué número ocho?
—Ya sabes, doce hijos de famosos a los que les gusta follar en sitios raros. El número ocho te sorprenderá.
—Un momento. —Se quedó quieto—. ¿En serio crees que te estoy besando por un «listículo»?
—No. Es decir… no. No.
Me miró por un largo y horrible instante.
—Sí que lo piensas, ¿verdad?
—Ya te dije que era complicado.
—Eso no es complicado, es insultante.
—Es… —Si había reculado antes, podía hacerlo otra vez—. No era mi intención. No es por ti.
Esta vez no jugueteó con la oreja de conejo.
—¿Cómo no va a ser por mí si te preocupa cómo pueda comportarme?
—Simplemente tengo que andarme con cuidado.
Que conste que resulté extremadamente digno y nada patético al decirlo.
—¿Y qué coño iba a escribir? ¿«Conocí en una fiesta a un chaval que no era ni la sombra de lo que fue»? ¿«Hijo gay de famoso es gay. Quién lo diría»?
—Bueno, parece que sería un avance comparado con lo que escribes normalmente.
Abrió la boca y me di cuenta de que a lo mejor había ido un poquito demasiado lejos.
—Vaya, estaba a punto de decir que no sabía cuál de los dos era el gilipollas, pero gracias por aclarármelo.
—No, no —me apresuré a decir—, siempre soy yo. Créeme, lo sé.
—No creo que eso sirva. No sé qué es peor, que creas que me follaría a una persona medio famosa para conseguir algo o que creas que, si fuera a tomar una decisión profesional tan sumamente degradante, te elegiría a ti.
Tragué saliva.
—Buenos argumentos. Muy bien expuestos.
—La puta de oros, tendría que haberle hecho caso a Angie. No vales un duro.
Se perdió entre la multitud, probablemente para buscar a alguien que estuviera menos chiflado, y me dejó solo con mis orejas de conejo torcidas y una honda sensación de fracaso personal. Aunque supongo que aquella noche conseguí dos cosas: prestar apoyo a un hombre que no lo necesitaba en absoluto y demostrar, fuera de toda duda, que nadie en su sano juicio saldría conmigo. Era un fracasado arisco, malhumorado y paranoico que siempre encontraba la manera de cargarse incluso las interacciones humanas más básicas.
Me apoyé en la barra y me quedé mirando el sótano lleno de desconocidos que estaban pasándolo mucho mejor que yo. Probablemente, al menos dos de ellos estaban hablando de lo terrible que yo era como ser humano. Bajo mi punto de vista, tenía dos opciones: podía hacer de tripas corazón, comportarme como un adulto, encontrar a mis amigos de verdad e intentar aprovechar la noche; o podía irme corriendo a casa, beber solo y añadir aquello a la lista de cosas que fingía, sin éxito alguno, que nunca habían ocurrido.
Al cabo de dos segundos estaba en las escaleras.
Al cabo de ocho segundos estaba en la calle.
Y al cabo de diecinueve segundos estaba tropezando conmigo mismo y cayendo de bruces sobre una alcantarilla.
¿Acaso no era la guinda del pastel para una noche que pasaría a la posteridad? Y seguro que no tenía repercusiones.

CAPÍTULO 2
Pero sí que las tuvo.
Y las tuvo en forma de alerta de Google que amenazaba con tirar mi teléfono de la mesita a causa de la vibración. Y, sí, soy muy consciente de que buscar en Internet lo que dice la gente sobre ti normalmente es un acto típico de un capullo, de un narcisista o de un capullo narcisista, pero había aprendido por las malas que es mejor saber lo que hay ahí fuera. Al moverme, tiré al suelo otra clase de tecnología vibradora —«para caballeros que deseen explorar una forma más sofisticada de placer»—, y finalmente conseguí agarrar el teléfono con la elegancia de un adolescente tratando de meterle mano a alguien.
No quería mirar, pero, si no lo hacía, acabaría vomitando el viscoso batiburrillo de temor, esperanza e incertidumbre que me había dejado las entrañas hechas papilla. Seguramente no era tan malo como me temía. Por lo general no lo era. Aunque a veces… sí. Mirando a través de las pestañas como un niño pequeño que ve un episodio de Doctor Who parapetado tras los cojines del sofá, leí las notificaciones.
Y pude respirar de nuevo. Todo iba bien. Aunque era obvio que, en un mundo ideal, unas fotos mías tumbado sobre una alcantarilla frente al Cellar y con las orejas de conejo no habrían aparecido en todas las páginas cutres de cotilleos, desde Celebitchy hasta Yeeeah. Y que, en un mundo ideal de verdad, mi definición de «bien» no habría tenido el listón tan bajo. Pero, dado que mi vida era un pozo de mierda interminable, mi radar de desaliento se había recalibrado seriamente con el paso de los años. Al menos en las imágenes salía vestido y sin una polla en la boca. Así que todo bien.
La gota que colmó el vaso de mi reputación digital tenía una marcada temática «de tal palo, tal astilla», porque circulaban por ahí tropecientas imágenes de Jon Fleming quedando como un gilipollas. Y supongo que «Hijo descarriado de Jonny se desploma tras bacanal de sexo y drogas» es mejor titular que «Hombre tropieza en la calle». Suspirando, dejé caer el teléfono al suelo. Resulta que solo hay una cosa peor que tener un padre famoso que echó a perder su carrera y es tener un padre famoso que está protagonizando un puto regreso.
Más o menos me había acostumbrado a que me compararan con mi padre ausente, temerario y autodestructivo. Pero ahora que se había reformado y cada domingo ejercía de viejo y sabio mentor en ITV, me comparaban de forma desfavorable con mi padre ausente, temerario y autodestructivo. Y ese era un nivel de chorradas para el que no estaba emocionalmente preparado. No debería haber leído los mensajes, pero clavé los ojos en wellactually69, que había recibido un montón de votos por proponer un reality show en el que Jon Fleming intenta llevar a su hijo yonqui por el buen camino, cosa que theotherjillfrompeckham afirmaba que vería «de cabo a rabo».
Sabía que, tal como estaban las cosas, nada de eso importaba. Internet era eterno, eso era inevitable, pero mañana, o pasado mañana, nadie se acordaría de mí. Caería en el olvido hasta que alguien quisiera darle otra vuelta de tuerca a la historia de Jon Fleming. Pero aún me sentía una mierda y, cuanto más tiempo pasaba, peor era.
Intenté consolarme con el hecho de que al menos Cam no me había incluido en la lista Doce Gilipollas que te Aterrarán en una Discoteca. Pero ese consuelo en particular oscilaba entre «frío» y «escaso». A decir verdad, nunca he sido un experto en cuidar de mí mismo. Las recriminaciones las tenía controladas. Despreciarme era algo que podía hacer con los ojos cerrados y lo hacía a menudo. Y allí estaba, un hombre de veintiocho años que de repente sentía la abrumadora necesidad de llamar a su madre porque estaba triste.
Porque la única ventaja de que mi padre sea quien es, es que mi madre es quien es. Puedes buscarlo en Wikipedia, pero la versión resumida es que, en los años ochenta era una especie de Adele franco-irlandesa con el pelo más cardado. Y más o menos por la época en que Bros se preguntaban cuándo serían famosos y Cliff Richard derramaba muérdago y vino por encima de un millón de Navidades incautas, ella y papá estaban atrapados en una relación de amor-odio, ni contigo ni sin ti, que dio lugar a dos discos en colaboración, a uno en solitario y a mí.
Bueno, en realidad yo llegué antes que el disco en solitario, que fructificó cuando papá se dio cuenta de que le interesaba más ser famoso y colocarse que estar en nuestras vidas. Welcome Ghosts fue lo último que compuso mamá, pero, sinceramente, también fue lo último que necesitó hacer. Casi cada año, la BBC, la ITV o algún estudio cinematográfico utiliza una canción del álbum en una escena triste, en una escena de conflicto o en una escena en la que no pega, pero ella cobra el cheque de todos modos.
Al levantarme de la cama, adopté por costumbre la pose de Quasimodo necesaria para que cualquiera que mida más de metro setenta se mueva por mi piso sin que un alero le golpee en la cara. Y, teniendo en cuenta que yo mido uno noventa y tres, es el equivalente inmobiliario a haber elegido un Mini Cooper. Alquilé el piso con Miles, mi ex, cuando era romántico vivir en la versión contemporánea de una buhardilla en Shepherd’s Bush. Ahora estaba degenerando rápidamente en algo patético: solo, empantanado en un trabajo que no iba a ninguna parte y sin poder permitirme una vivienda que no fuera la parte inferior de un tejado. Por supuesto, no estaría mal que la ordenara de vez en cuando.
Aparté un montón de calcetines del sofá, me hice un ovillo y activé FaceTime.
—Allô, Luc, mon caneton —dijo mamá—. ¿Viste El paquete de tu padre ayer noche?
Me quedé horrorizado hasta que recordé que El paquete era el título de un programa de televisión absurdo.
—No, salí con unos amigos.
—Pues tendrías que verlo. Seguro que está en algún canal a la carta.
—No quiero verlo.
Mamá se encogió de hombros al más puro estilo galo. Estoy convencido de que exagera su afrancesamiento, pero lo entiendo, porque lo único que recibió de su padre fue el apellido. Bueno, eso y una palidez que sería la envidia de Siouxsie Sioux. En cualquier caso, aunque tener un padre que te abandona no es genético, en nuestra familia sin duda es hereditario.
—Tu padre no ha envejecido bien —dijo.
—Me alegra saberlo.
—Está calvo como una bola de billar y tiene la cabeza rara. Parece ese profesor de química con cáncer.
No sabía de qué me hablaba, pero la verdad es que no me he molestado en mantener contacto con mi antiguo colegio. Para ser sincero, no me he molestado en mantener contacto con la gente que vive en el lado equivocado de Londres.
—¿El señor Beezle tiene cáncer?
—Ese no, el otro.
Otro rasgo de mi madre es que su relación con la realidad es, en el mejor de los casos, cuestionable.
—¿Te refieres a Walter White?
—Oui, oui. Y, sinceramente, me parece que ya es mayorcito para andar por ahí con una flauta.
—Estamos hablando de papá, ¿verdad? Porque, si no, las últimas temporadas de Breaking Bad son raras de la hostia.
—Pues claro que estamos hablando de tu padre. Acabará rompiéndose la cadera.
—Bueno —dije con una sonrisa—, la esperanza es lo último que se pierde.
—Apostó por una chica joven que toca la armónica. Creo que fue buena elección, porque era una de las mejores, pero ella se fue con un miembro de Blue. Disfruté mucho viéndolo.
Si nadie la frenaba, mamá podía hablar de reality shows eternamente. Por desgracia, con wellactually69 y compañía revoloteando en torno a mi cabeza como si fueran avispones de Internet, mi intento de hacerla callar se redujo a:
—Ayer me ridiculizaron en la red.
—¿Otra vez, cariño? Lo siento. —Yo también me encogí de hombros, pero no quedó muy francés—. Ya sabes cómo son estas cosas. —Suavizó el tono para tranquilizarme—. Siempre es una tormenta en un… en un… vaso de chupito.
Aquello tuvo gracia. Mamá siempre consigue arrancarme una sonrisa.
—Ya lo sé. Pero siempre que ocurre, aunque sea algo trivial, me trae recuerdos.
—Sabes que lo que pasó no fue culpa tuya. Lo que hizo Miles no tuvo nada que ver contigo.
Resoplé.
—Tuvo todo que ver conmigo.
—Los actos de los demás pueden afectarte, pero lo que decidan es cosa suya.
Ambos guardamos silencio un momento.
—¿Algún día…? ¿Algún día dejará de dolerme?
—Non. —Mamá negó con la cabeza—. Pero dejará de importarte.
Quería creerla, de verdad. Al fin y al cabo, ella era una prueba viviente de sus propias palabras.
—¿Quieres venir a casa, mon caneton?
Estaba a solo una hora de camino si encontraba a alguien que me llevara desde la estación de Epsom (1,6 estrellas en Google). Pero, aunque más o menos podía justificar las llamadas a mi madre cada vez que me pasaba algo malo, volver corriendo a su casa me parecía patético incluso a mí.
—Judy y yo hemos descubierto un programa nuevo —dijo mamá de una manera que creo que pretendía ser alentadora.
—¿Ah, sí?
—Sí, es muy interesante. Se llama RuPaul’s Drag Race. ¿Te suena? Al principio no sabíamos si nos gustaría porque pensábamos que iba de monster trucks, pero ya te imaginarás cómo nos alegramos cuando supimos que trataba de hombres a los que les gusta vestirse de mujeres. ¿Por qué te ríes?
—Porque te quiero. Mucho.
—No te rías, Luc. Alucinarías. Muchas veces nos atragantamos de lo elegantes que van. Quiero decir…
—Conozco Drag Race. Probablemente más que tú.
Esto era lo que ocurría cuando ganabas un Emmy. Tu público se convertía en las madres de tu público.
—Pues entonces deberías venir, mon cher.
Mamá vive en Pucklethroop-in-the-World, la pequeña bombonera en la que me crie, y se pasa el día discutiendo con su mejor amiga, Judith Cholmondely-Pfaffle.
—Es que…
Si me quedaba en casa, podía probar cosas de adultos, como fregar los platos y lavar la ropa. Aunque, en realidad, seguramente pincharía mis alertas de Google hasta que sangraran.
—Estoy preparando mi curri especial.
Eso fue lo que acabó de inclinar la balanza.
—Ni de coña.
—Luc, te pones muy desagradable con mi curri especial.
—Sí, porque prefiero que no me arda el culo.
Mamá estaba haciendo pucheros.
—Para ser gay, tienes el culo demasiado sensible.
—¿Qué te parece si dejamos de hablar de él?
—Has sacado tú el tema. En fin, a Judy le encanta mi curri.
A veces creo que Judy ama a mi madre. Si no, ¿cómo se atreve a catar sus platos?
—Seguramente porque te has pasado los últimos veinticinco años destrozándole de forma sistemática las papilas gustativas.
—Bueno, ya sabes dónde estamos si cambias de opinión.
—Gracias, mamá. Hablamos pronto.
—Allez, cariño. Bises.
Sin mamá hablando por los codos de reality shows, mi casa resultaba silenciosa y se me hacía el día muy… largo. Entre el trabajo, los amigos, los conocidos y algún que otro intento de ligoteo, por lo general utilizaba mi piso como un hotel excesivamente caro y descuidado. Solo iba a dormir un rato y volvía a irme por la mañana.
Excepto los domingos. Los domingos eran complicados. O se habían complicado con el paso de los años. En la universidad eran para tomar un brunch, arrepentirte de lo que habías hecho el sábado y dormir toda la tarde. Entonces perdí a mis amigos uno a uno, porque tenían que ir a cenar con sus suegros o decorar la habitación de los niños o porque preferían el placer de un día en casa.
Entendía que llevaran otro tipo de vida y yo no quería lo que ellos tenían. Yo no era así, porque, según recordaba, los domingos con Miles habían pasado con bastante rapidez del sexo maratoniano a las resacas maratonianas. Solo ocurría en momentos como aquel, cuando parecía que mi mundo se reducía a notificaciones en el teléfono.
Notificaciones que hacía todo lo posible por ignorar, porque sabía que mamá tenía razón: si sobrevivía al presente, mañana no tendrían importancia.
Sin embargo, resultó que ambos estábamos equivocados.
Super superequivocados.

CAPÍTULO 3
El lunes empezó como de costumbre: llegué tarde al trabajo y a nadie le importó, porque era esa clase de oficina. Y, cuando digo oficina, me refiero a una casa de Southwark que han medio convertido en el cuartel general de la ONG para la que trabajo. Por lo visto, es la única organización benéfica, o la única organización de cualquier tipo, que me contrataría.
Es el proyecto de un viejo conde apasionado de la agricultura y de una etimologista formada en Cambridge que yo creo que es un robot díscolo enviado desde el futuro. ¿Cuál es su misión? Salvar a los escarabajos peloteros. Y, como recaudador de fondos, mi labor consiste en convencer a la gente de que es mejor dar su dinero a los escarabajos que comen mierda que a los pandas, a los huérfanos o —Dios no lo quiera— a Comic Relief. Me encantaría poder decir que se me da bien, pero la verdad es que no hay baremo para medir algo así. Aún no me han despedido. Y lo que suelo decir en las entrevistas para otros puestos que nunca consigo es que no existe ninguna otra organización ecologista basada en las heces que recaude más dinero que nosotros.
Además, nos llamamos Centro de Ayuda y Conservación del Coleóptero Autóctono, cuyo acrónimo, CACCA, es preferible no utilizar. Trabajar en CACCA tiene varias desventajas: la calefacción central a tope todo el verano y apagada todo el invierno; la gerente, que nunca permite que nadie gaste dinero en nada, y unos ordenadores tan antiguos que siguen funcionando con una versión de Windows que tiene nombre de año, por no mencionar que cada día me doy cuenta de que esta es mi vida. Pero también tiene sus ventajas. El café es bastante decente, porque las dos cosas que interesan a la doctora Fairclough son la cafeína y los invertebrados. Y cada mañana, mientras espero a que arranque mi PC del Renacimiento, puedo contarle chistes a Alex Twaddle. O, mejor dicho, puedo contarle chistes a Alex Twaddle mientras él me mira con cara de circunstancias.
Apenas sé nada de él y, desde luego, ignoro cómo consiguió el puesto, que en teoría es el de ayudante ejecutivo de la doctora Fairclough. En una ocasión, alguien me dijo que tenía una titulación importante, pero no especificó de qué ni dónde la había obtenido.
—Bueno —dije—, se encuentran dos colegas por la calle y uno le dice al otro: «Tengo doscientas palomas en el patio de casa».
—¿Doscientas palomas?
—Sí.
—¿Estás seguro? No tiene mucha lógica.
—Tú sígueme el rollo. Total, que el tío le dice: «Tengo doscientas palomas en casa». Y el otro le contesta «¿Mensajeras?». Y el tío dice: «No te exagero, no. Doscientas por lo menos».
Hubo un largo silencio.
—¿Y qué más da que sean mensajeras? El problema es que son muchas.
—No va por ahí la cosa.
—Ya, pero, ¿mensajeras por qué?
A veces no sabía si era una afición mía o un castigo autoimpuesto.
—No, Alex, es un juego de palabras. Si dices «me exageras» rápido suena como «mensajeras».
—Ah. —Pensó en ello unos instantes—. No sé yo.
—Tienes razón, Alex. La próxima vez me esforzaré más.
—Por cierto —dijo—, tienes reunión con la doctora Fairclough a las diez y media.
Eso no era buena señal.
—Imagino que no sabrás por qué quiere verme… —dije, convencido de que no serviría de nada.
Alex esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Ni la menor idea.
—Sigue así.
Cuando volví a mi despacho, situado en el piso de abajo, la perspectiva de tener que interactuar con la doctora Fairclough se cernía sobre mí como una nube de tormenta. No me malinterpretéis, siento un gran respeto por ella. Si sufro alguna crisis relacionada con los escarabajos, es la primera persona a la que acudo. Sin embargo, no sé cómo dirigirme a ella. Para ser sincero, es obvio que ella tampoco tiene ni idea de cómo dirigirse a mí, o posiblemente a nadie. La diferencia es que a ella le da igual.
Al enfilar el pasillo, cuyos tablones crujían alegremente a cada paso que daba, oí una voz.
—¿Eres tú, Luc?
Por desgracia, eso era innegable.
—Sí, soy yo.
—¿Te importaría entrar un momento? Tenemos una situación un poco complicada en Twitter.
Como soy una persona solidaria, entré. Rhys Jones Bowen, coordinador de voluntarios y director de redes sociales de CACCA, estaba tecleando con un solo dedo delante de su ordenador.
—Quería comentarte una cosa —dijo—. ¿Recuerdas que querías que le hablara a todo el mundo de la Campaña del Pelotero?
Campaña del Pelotero es el apodo que le pusimos en la oficina a la cena, baile y gala anual de recaudación de fondos. Desde hace tres años la organizo yo. El hecho de que sea el activo más valioso en la descripción de mi puesto actual lo dice todo sobre la gala en cuestión. Y también sobre mi puesto.
Me esforcé en mantener un tono neutro.
—Sí, recuerdo que lo mencioné el mes pasado.
—Bueno, pues resulta que no me acordaba de la contraseña e iba a pedir que me mandaran otra al correo que había utilizado para crear la cuenta, pero tampoco me acordaba de la contraseña de ese correo.
—Imagino que eso es un problema.
—Sabía que la había anotado en un pósit y sabía que había pegado el pósit dentro de un libro para que no se extraviara. También sabía que la portada del libro era azul, pero no recordaba el título, ni quién lo escribió ni de qué iba.
—¿Y no podías restaurar la contraseña del correo? —pregunté con prudencia.
—Podía, pero en ese momento me daba un poco de miedo conocer la magnitud de la tragedia.
Para ser sincero, esto pasa mucho. Bueno, no esto en concreto, pero algo parecido. Y seguramente me habría preocupado más si nuestra cuenta de Twitter tuviera más de ciento treinta y siete seguidores.
—No te preocupes.
Extendió una mano para tranquilizarme.
—No, no. Resulta que estaba en el baño y siempre me llevo un libro. A veces dejo un par allí por si me olvido. Total, que he visto uno en el alféizar con la portada azul, lo he cogido y, al abrirlo, allí estaba el pósit. Menos mal que ya estaba sentado, porque me he emocionado tanto que casi me cago encima.
—Doblemente afortunado. —Deseoso de aparcar el tema del lavabo, añadí—: Entonces, si has recuperado la contraseña, ¿dónde está el problema?
—Por lo visto, me estoy quedando sin letras.
—Te envié por correo lo que tenías que decir. Debería caber.
—Pero entonces me han hablado de esas cosas llamadas hashtags. Según parece, es muy importante utilizar hashtags para que la gente pueda encontrar tus tuits en Twitter.
La verdad es que en eso tenía razón. Por otro lado, mi fe en los instintos de optimización de Rhys Jones Bowen para las redes sociales no se hallaban precisamente en máximos históricos.
—Ajá.
—He estado barajando un montón de ideas y creo que este es el hashtag que mejor describe lo que intentamos conseguir con la Campaña del Pelotero.
Con un aire triunfal bastante injustificado, me deslizó un trozo de papel en el que había escrito meticulosamente:
#CenaGalaBeneficaYBaileAnualdelCentroDeAyudaYConservacionDelColeopteroAutoctonoTambienConocidaComoCampanaDelPeloteroEnElRoyalAmbassadorsHotelMaryleboneNoElDeEdimburgoEntradasDisponiblesEnNuestraPaginaWeb
—Y ahora —prosiguió— solo me deja poner cuarenta y dos letras más.
Antaño, yo tenía una carrera profesional verdaderamente prometedora. Pero si tengo un máster, joder. He trabajado para algunas de las empresas de publicidad más importantes de la ciudad y ahora me paso el día explicando hashtags a un galés con pocas luces.
O no.
—Te prepararé una imagen —le dije.
Eso lo animó.
—Ah, puedes publicar una foto en Twitter, ¿verdad? Leí que la gente responde muy bien a las fotos gracias al aprendizaje visual.
—La tendrás a la hora de comer.
Y, dicho eso, volví a mi despacho, donde por fin había arrancado el ordenador, jadeando como un T. rex asmático. Al abrir el correo, me sorprendí al descubrir que varios donantes —donantes de renombre— habían cancelado su asistencia a la Campaña del Pelotero. Pero hubo algo que me erizó el vello de la nuca. Probablemente era casualidad, pero no lo parecía.
Verifiqué a toda prisa nuestra huella pública por si la página web había sido pirateada otra vez por aficionados a la pornografía. Y, al no descubrir nada ni de lejos preocupante (o interesante), acabé espiando a los que habían cancelado como si fuera el tío de Una mente maravillosa. Quería averiguar si existía algún vínculo entre ellos. Por lo que vi, no existía. Bueno, todos eran ricos, blancos y política y socialmente conservadores, como la mayoría de nuestros donantes.
Yo no digo que los escarabajos peloteros no sean importantes. La doctora Fairclough me ha explicado repetidas veces por qué lo son: tiene que ver con la ventilación del suelo y el contenido en materia orgánica, pero se necesita cierto grado de privilegio para preocuparse más por una gestión avanzada de los insectos que, pongamos, por las minas antipersona o los refugios para indigentes. Por supuesto, aunque la mayoría diríamos que los indigentes son seres humanos y que, por tanto, merecen recibir cuidados, la doctora Fairclough argumentaría que los indigentes son seres humanos y, por tanto, numerosos y, en el plano ecológico, entre insignificantes y un claro detrimento. No como los escarabajos peloteros, que son insustituibles. Por eso, ella consulta los datos y yo hablo con la prensa.

CAPÍTULO 4
A las diez y media me personé diligentemente en el despacho de la doctora Fairclough, donde Alex me invitó a entrar con un gesto ostentoso a pesar de que la puerta ya estaba abierta. Como siempre, la oficina era una masacre inquietantemente ordenada de libros, documentos y muestras etimológicas, como si fuera el nido de unas avispas muy académicas.
—Siéntese, O’Donnell.
Sí, esa es mi jefa. La doctora Amelia Fairclough se parece a Kate Moss, viste como Simon Schama y habla como si le cobraran por palabras. En muchos sentidos es la compañera de trabajo ideal, porque su estilo de gestión conlleva no prestar atención a menos que uno le prenda fuego a algo, cosa que Alex ha hecho en dos ocasiones.
Me senté.
—Twaddle —miró bruscamente a Alex—, minuta.
Alex se levantó como un resorte.
—Ah, sí. Claro. ¿Alguien tiene un bolígrafo?
—Ahí, debajo de la Chrysochroa fulminans.
—Espléndido. —Alex tenía los ojos de la madre de Bambi. Probablemente después de recibir un disparo—. ¿La qué?
A la doctora Fairclough le tembló un músculo de la mandíbula.
—La verde.
Diez minutos después, Alex había conseguido finalmente un bolígrafo, papel, un segundo trozo de papel porque había atravesado el primero con el bolígrafo y un ejemplar de Ecología y evolución de los escarabajos peloteros (Simmons and Ridsdill-Smith, Wiley-Blackwell, 2011) para apoyarse en él.
—De acuerdo —dijo—. Listo.
La doctora Fairclough entrelazó las manos sobre la mesa.
—Esto no me resulta agradable, O’Donnell…
No sabía si se refería a tener que hablar conmigo o a lo que estaba a punto de decir. Sea como fuere, no tenía buena pinta.
—Mierda. ¿Estoy despedido?
—Aún no, pero hoy he tenido que contestar a tres correos sobre usted y son tres correos más de los que por lo general me gusta responder.
—¿Correos sobre mí? —Sabía adónde iba todo aquello. Probablemente lo había sabido en todo momento—. ¿Es por las fotos?
Asintió con brusquedad.
—Cuando lo contratamos, nos dijo que todo eso era agua pasada.
—Y así era. Y es. Pero cometí el error de ir a una fiesta la misma noche que mi padre apareció en ITV.
—Por lo visto, en la prensa hay consenso en que estaba tumbado encima de una tapa de alcantarilla totalmente drogado. Y con ropa fetichista.
—Me caí —me limité a decir— y llevaba unas orejas de conejo bastante cómicas.
—Para algunos, ese detalle añade un elemento especial de desviación.
En ciertos sentidos, fue casi un alivio enfadarme. Era mejor que estar aterrado por si perdía el trabajo.
—¿Necesito un abogado? Porque empiezo a pensar que esto guarda más relación con mi sexualidad que con mi sobriedad.
—Evidentemente. —La doctora Fairclough hizo un gesto de impaciencia—. Ha quedado usted como el tipo de homosexual equivocado.
Alex había estado siguiendo la conversación como si fuera Wimbledon y lo oí murmurar «tipo de homosexual equivocado» mientras escribía.
Hice lo posible por responder con un tono razonable.
—Como ya sabrá, podría demandarlos a base de bien por esto.
—Podría —coincidió la doctora Fairclough—, pero no encontraría otro trabajo, y, estrictamente hablando, esto no es un despido. Además, como recaudador debe de saber que no tenemos dinero, lo cual haría que una demanda suya fuera bastante inútil.
—¿Qué? Entonces, ¿solo me ha traído aquí para alegrarme el día con un poquito de homofobia de andar por casa?
—Vamos, O’Donnell. —Suspiró—. Como ya sabrá, a mí no me importa la variedad de homosexual que usted sea. Por cierto, ¿sabía que los pulgones son partenogenéticos? Pero, por desgracia, a algunos de nuestros donantes sí. Por supuesto, no todos son homófobos y yo disfrutaba bastante viendo a un gay joven y encantador agasajándolos con vino. Sin embargo, eso respondía básicamente a que era usted una persona inofensiva.
Mi enfado, como todos los hombres con los que he estado, no parecía tener ganas de seguir allí, lo cual me hizo sentir exhausto e inútil.
—La verdad es que eso sigue siendo homofobia.
—Evidentemente, puede llamarlos para explicárselo, pero dudo que eso los anime a darnos su dinero. Y si no consigue que la gente nos dé su dinero, su utilidad para nuestra organización se ve bastante limitada.
Ahora volvía a estar asustado.
—Me ha parecido entender que no iban a despedirme.
—Mientras la Campaña del Pelotero sea un éxito, puede frecuentar los bares que quiera y los apéndices mamíferos que le venga en gana.
—¡Genial!
—Pero, ahora mismo —dijo, lanzándome una mirada fría— su imagen pública como una especie de pervertido sexual y cocainómano con pantalones que dejan las nalgas al aire ha ahuyentado a tres de nuestros donantes más importantes, y no hará falta que le recuerde que nuestra lista de donantes se acerca peligrosamente a menos de una decena.
Quizá no era el mejor momento para hablarle de los correos que había recibido aquella mañana.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?
—Rehabilitarse, y rápido. Tiene que volver a ser el sodomita inofensivo que los clientes de Waitrose se sienten bien presentando a sus amigos de izquierdas y mal presentando a sus amigos de derechas.
—Que conste que me siento muy muy ofendido por esto.
La doctora Fairclough se encogió de hombros.
—A Darwin lo ofendían los Ichneumonidae y, por desgracia para él, siguieron existiendo.
Si tuviese aunque fuera el orgullo del tamaño de un testículo de mosquito, habría salido escopeteado de allí. Pero no lo tengo, así que no lo hice.
—No puedo controlar lo que dice de mí la prensa amarilla.
—Por supuesto que puedes —terció Alex—. Es fácil.
Ambos nos volvimos hacia él.
—Un amigo mío de Eton, Mulholland Tarquin Jones, se metió en un berenjenal terrible hace un par de años por un malentendido con un coche robado, tres prostitutas y un kilo de heroína. Los periódicos lo despedazaron, pero más tarde se prometió con un delfín de la Casa de Devonshire y, a partir de entonces, todo han sido fiestas en jardines y dobles páginas en ¡Hola!
—Alex —dije pausadamente—, ¿eres consciente de que soy gay y de que toda esta conversación ha girado en torno a eso?
—Bueno, es que yo hablaba de un delfín varón, claro, no de un delfín hembra.
—No conozco a delfines de ningún género.
—¿Ah, no? —Parecía verdaderamente confuso—. ¿Y con quién vas a Ascot?
Apoyé la cabeza en las manos y tuve la sensación de que iba a romper a llorar.
Y fue entonces cuando la doctora Fairclough volvió a tomar las riendas de la conversación.
—Twaddle tiene razón. Con un novio adecuado, me atrevería a decir que volverás a granjearte muy rápido la simpatía de la gente.
Me había esforzado mucho en no pensar en mi estrepitoso fracaso con Cam en el Cellar. Ahora, el recuerdo de aquel rechazo me inundó de renovada humillación.
—No encuentro ni novio inadecuado.
—Ese no es mi problema, O’Donnell. Váyase, por favor. Entre los correos y esta conversación, ya me ha hecho perder bastante el tiempo esta mañana.
Volvió a concentrarse tan intensamente en lo que fuera que estaba haciendo con su ordenador que pareció que yo había dejado de existir. En ese momento no me habría importado que fuera así. Cuando salí del despacho, todo me daba vueltas. Me llevé una mano a la cara y noté que tenía los ojos húmedos.
—Vaya —dijo Alex—. ¿Estás llorando?
—No.
—¿Quieres un abrazo?
—No.
Pero, no sé cómo, acabé en sus brazos y Alex me dio unas torpes palmaditas en la cabeza. Al parecer, había sido un jugador de críquet serio en la escuela o en la universidad, con independencia de lo que significara «serio» para un deporte que básicamente consistía en cinco días comiendo fresas y caminando a paso lento. No pude evitar fijarme en que aún conservaba un cuerpo apropiado para dicha modalidad: esbelto, larguirucho y firme. Además, desprendía un olor sorprendentemente saludable, como a hierba recién cortada en verano. Apoyé la cara en su cárdigan de cachemira y emití un sonido que sin duda no era un sollozo.
Debo reconocerle a Alex que aquello no pareció inquietarlo en absoluto.
—Tranquilo, tranquilo. Ya sé que la doctora Fairclough puede ser un poco dura, pero pelillos a la mar.
—Alex —me sorbí la nariz e intent
