No me cerrarán los labios

Abia Castillo

Fragmento

Título

BAILANDO CON EL DIABLO

Fue una tarde calurosa en Torreón la que definiría el rumbo de mi vida, una tarde cuyo designio se manifestó con el mismo magnetismo de una brújula. Años después, aún me preguntaría cómo aquel descubrimiento fue dibujándose de forma tan precisa y a la vez tan casual. Lo único que llevaba conmigo aquel día eran una libreta y una pluma, suficientes para darle nombre a todo aquello que palpitaba en mí.

Siempre me supe distinta. Mi madre murió apenas días después de mi nacimiento y de ella conservé el nombre: Hermila, el cual según leí alguna vez proviene de Hermes, el dios mensajero de la mitología griega. La causa de la muerte de mi madre fue algo que descubrí solo después, entre los cuchicheos de las vecinas a quienes podía escuchar a través de las paredes de nuestra casa en la duranguense Villa de Juárez. Para muchos aquella muerte significó un estigma, pero no para mí. Supe crecer con lo que tenía, y mientras lo hacía, atesoré cada descubrimiento sobre mi vida como si fueran las pistas de un acertijo el cual debía descifrar. Si yo era la mensajera, ¿cuál era el mensaje?

Nací en 1886, otro año marcado por el poder supremo del entonces presidente Porfirio Díaz: en solo doce meses suspendió un buen número de garantías individuales, realizó una redada para aprehender a los periodistas que criticaban a su gobierno y asestó un cruel golpe a la rebelión de los yaquis en Sonora, liderados por el aguerrido Cajeme. Mientras esto sucedía en México, Carl Benz patentaba su vehículo de combustión interna y la Estatua de la Libertad se inauguraba en Nueva York, en tanto que el 1o de mayo unos huelguistas en Chicago demandaron jornadas de ocho horas laborales y sin saberlo, iniciaron la bonita costumbre de celebrar el Día del Trabajo. Se publicaban Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán, La muerte de Iván Ilich de León Tolstoi, los bellos poemas en prosa de Rimbaud; y mientras el compositor romántico Franz Liszt moría en Alemania, la electrizante música de jazz se popularizaba desde Nueva Orleans hacia todo el sur de los Estados Unidos. Así, el mundo se abría ante mí como un ente convulso y salvaje. Como todo lo demás, desde mis primeros años comprendí que Durango, mi tierra natal, sufría la invasión de las grandes compañías inglesas y francesas que ostentaban las subvenciones de los ferrocarriles, aquellas que quebraban los montes para sepultar a los huicholes, coras y tarahumaras, y en su lugar creaban nuevas ciudades “en bien del progreso”, tan de moda en aquella época. También me enteré de que apenas días después de la muerte de mi madre, mi padre me recogió y me llevó a vivir con su hermana, la tía Ángela. Ángela la solterona; la que ya no se cose con hervor, la que ya es tuna; Ángela la quedada, a la que le gustaría que alguien le tire el capote; decían burlones los vecinos cuando nos veían cruzar la calle siempre tomadas de la mano.

Me dolían estos comentarios hacia ella pero fue la propia Ángela quien se encargó de decirme que las palabrerías la tenían sin cuidado, que ella estaba contenta de estar conmigo, en su propia casa y sin amo a quien servir, que ella secretamente tomó otra decisión, que lo que dicen que es oro pocas veces lo es: me contó de una mujer a quien su esposo le había cortado la nariz dizque por una infidelidad, otra a quien su familia había cambiado por una pinta de mezcal curado, otra que se suicidó cuando la abandonó el hombre y se quedó sin nada con qué alimentar a sus hijos. Mujeres que eran propiedad de todos excepto de sí mismas. Conmigo Ángela no tenía pelos en la lengua. Si bien mi papá me procuró lo indispensable, fue ella quien me brindó lo verdaderamente útil. De Ángela aprendí otras formas de vivir, de escuchar, de abrir los ojos a mi alrededor. Era feliz con ella, la quería tanto como ella a mí.

Apenas un periódico lograba llegar a sus manos, Ángela solía leérmelo en voz alta y sin omitir una sola línea: fue así como me enteré del fusilamiento del Cajeme y del encarcelamiento del antirreeleccionista Filomeno Mata; fue así como también tuve noticia de las grandes celebraciones de la élite porfiriana, de sus bailes, fiestas y zarzuelas, de sus majestuosos teatros en donde se presentaban Sarah Bernhardt y la ópera italiana sin importar que afuera el pueblo se muriera de hambre. Desde mis primeros recuerdos me veo sintiendo un fuego dentro del pecho, una náusea que se extiende hasta rebasarme. Ángela le decía a don Porfirio “viejo canalla y cabrón” y yo no le decía nada porque no se me permitía decir palabrotas, pero de todas maneras supe que algún día algo tendría que hacer. No podía ser de otra forma, pues esta rabia me sobrepasaba.

Me gustaba aprender e ir al colegio, primero en Lerdo y luego en Chihuahua, en donde acudí a la Escuela para Señoritas. Mi papá decía que yo era muy inteligente, demasiado, “su niña abusada y precoz”, eso lo ponía contento. Como la mayoría de las mujeres que tenían el privilegio de acceder a una educación, en la Escuela para Señoritas aprendí inglés, telegrafía, taquigrafía y mecanografía. Madre, monja o mecanógrafa, solían decir muchas jóvenes como un chiste macabro que ilustraba muy bien nuestro “amplio” abanico de opciones. En ese entonces no sabía lo que deseaba exactamente de la vida pero estaba segura de una cosa: que sea cual fuere mi destino, yo sería la dueña de mí misma. A pesar de lo mucho que disfruté mis años de escuela, estos también representaron si bien no un descubrimiento, la comprobación de una verdad implacable: como mujer no era nadie, no se me permitía hacer nada, no importaba cuán grandes fueran mis ganas de combatir contra el gobierno de Díaz, tendría que quedarme en silencio, con el coraje atorado en la garganta. A las mujeres nos reprimían en nuestras casas, en nuestras calles y colegios, en los pocos trabajos a los que podíamos acceder. Nos reprimía nuestro propio Estado y nuestra Constitución, la cual no nos consideraba ciudadanas ni nos otorgaba derechos, mucho menos el voto. Lo que sí teníamos era un lugar exclusivo en la vida privada, destinado solo a procrear hijos y cuidar al marido, en donde cualquier muestra de rebeldía se consideraba en contra de nuestro carácter apacible y maternal. Y yo no estaba de acuerdo con ninguna de esas cosas.

En la escuela me convertí en quien decía lo que no se debía decir, la que cuestionaba, retaba y proponía cambios que a oídos de las maestras eran imposibles. Varias veces fueron mis propias compañeras quienes le iban con el chisme a las autoridades del colegio: Hermila anda diciendo que las mujeres perdidas pueden componerse, ¿es cierto eso?; señorita directora, Hermila anda diciendo que no nos debería dar pena conocer nuestros propios cuerpos; Hermila anda gritando en el pasillo que las mujeres también podríamos ser diputadas.

Para mi pesar, fue mi tía Ángela quien se llevó la peor parte de mis primeras rebeliones. Solía obsequiarle a la directora tortillas de harina recién horneadas y le prometía lo mucho que trabajaría en mi “regeneración”, solo así lograba convencerla de que no me expulsara de la escuela. <

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