Corazón de amazonita

Gloria V. Casañas

Fragmento

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Soy el alma de la selva

Y con ella yo me iré.

Por eso me bautizaron

Los avá-Yaguareté.

Por algo es que si la luna

Alumbra sobre la selva

Nadie baja a los barreros,

Por si mi sombra anda cerca.

Fragmentos del chamamé compuesto

por el naturalista Juan Carlos Chebez,

gran defensor de la vida silvestre en nuestro país

El Yaguareté-avá es un indio del monte que se hace tigre. La casa de él es toda de cáscara

de palo. Él se mantiene de carne

de hombre, de mula, de vaca.

Entra a los ranchitos y mata a la gente y saquea de todo. La bala no le entra tampoco.

Si es bendita la bala, sí le entra.

También lo mata si le pega con machete bendecido. Aquí en este monte de Misiones había cuando

yo era chico, pero al presente ya no hay.

El Yaguareté-avá es una especie de brujo.

Tiene secreto. Es más malo que el tigre.

Todos le tienen mucho miedo.

Testimonio de Juan Herrera,

hachero del monte en Misiones, zona de

cataratas del Iguazú, recogido por Berta Vidal de Battini

en Cuentos y leyendas populares de la Argentina,

tomo VIII, 1984

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PRÓLOGO

La mujer mayor ahogó un bostezo y se caló los lentes para leer en voz alta la historia que su pequeño jamás se cansaba de escuchar. Ofelia hubiese jurado que se la sabía de memoria y que, si ella confundía una palabra con otra, los ojos oscuros del niño se abrirían de inmediato para mirarla con severidad, reprochándole el descuido.

Carraspeó levemente para dar al relato la entonación adecuada. Le divertía crear el clima fantástico que aquella leyenda requería. Era, además, la única forma de lograr que “Erik el travieso”, como ella y su hermana Clemencia lo llamaban, conciliara el sueño. El pobrecito vivía inmerso en un mundo de fantasía y aventuras, quizá para llenar los vacíos de su orfandad. Por mucho que se esforzaran ambas, eran dos mujeres casi ancianas que jamás habían criado hijos propios y que cargaban con la culpa de saber que su sobrino, el padre de Erik, había decidido casarse de nuevo y desaparecer, dejando al pequeño a su cuidado. Bastante bien se portaba el angelito para tener que lidiar con esa ausencia desde tan temprana edad.

—¿Estás listo? —le preguntó, cumpliendo el ritual de cada noche.

Erik asintió con firmeza. Sus manitas se aferraban al borde de las sábanas de las que su cabeza despeinada emergía, contrastando la melena negra con la blancura de la almohada.

—Empiezo entonces.

Y Ofelia abrió el libro en la página indicada, vigilando si los párpados del niño caían, pesados de sueño, antes de que ella terminara el relato. Eso casi nunca ocurría, de modo que la tía abuela paterna tomó aire y comenzó a leer.

Una noche, la Luna curiosa quiso bajar a la tierra guaraní, para saber qué se sentía caminar entre los helechos, pisar los hongos luminosos y columpiarse en las lianas bordadas de orquídeas. Ocurrió hace muchísimo tiempo, cuando en toda América reinaban las águilas y los feroces felinos. Cada vez que el Sol subía en el horizonte, ella se ocultaba para espiar lo que la luz dorada de su hermano iluminaba. Y veía tantas maravillas en esos bosques profundos donde el agua resonaba tumultuosa y las mariposas semejaban flores aéreas, que se decidió a infringir las reglas…

—¿Qué quiere decir “infringir”? —preguntó de pronto Erik, con una voz que pretendía ser seria y madura.

—Que no hizo caso de la ley que gobierna el mundo, querido. La Luna debe estar en el cielo durante la noche, para que el Sol descanse, y luego retirarse para dormir a su vez, como todos los niños deben hacerlo, a su turno.

La respuesta, tan repetida como el cuento, provocó un nuevo asentimiento del niño, conforme con que se mantuviese el orden de las cosas.

—Sigue —ordenó.

Ofelia ocultó una sonrisa y prosiguió:

Así fue como la Luna, pisando con sus pies de plata las nubes que amortiguaron su descenso, llegó a la selva que ella veía desde lo alto, sin poder conocer lo que las matas oscuras ocultaban a su resplandor.

“Qué hermoso es este lugar”, pensó, y echó a andar por la tierra colorada que ahora parecía fosforescente por su cercanía. Los pájaros nocturnos huyeron, asustados ante tanta luz, y los peces asomaron sus bocas, asombrados por verse descubiertos en el fondo del río. Todas las criaturas creían que acababa de producirse un error terrible. ¡La Luna estaba en el suelo y el cielo de la noche se había quedado vacío!

Erik sabía que estaba por llegar su parte preferida del cuento, y no podía disimular la ansiedad. “Así no se dormirá nunca”, pensó resignada Ofelia, que apuró la continuación.

Muy pronto, la selva quedó en silencio. La Luna caminaba sin dejar huella, pero al cabo de un rato, en medio de un claro, percibió que no estaba sola y que alguien caminaba con ella, sin dejarse ver. Miró en derredor, y nada. Se acercó a las enormes raíces de las que brotaban hojas que se enredaban formando cuerdas, y tiró de ellas para ver si el intruso se escondía detrás, pero tampoco vio a nadie.

—¿Quién eres, qué quieres? —exclamó, confundida.

Y entonces la presencia se reveló, apareciendo tras un grueso tronco que se alzaba ante ella. Nunca antes había visto un animal semejante. Su luz blanca no penetraba la fronda lo suficiente como para haberlo avistado desde el cielo. Era corpulento, de aire amenazador, poseía unas garras enormes y una cabeza aterciopelada donde los ojos centelleaban como fuegos y se clavaban en ella con ferocidad. A la Luna le maravilló la piel, dorada y llena de manchas que lo disimulaban entre el follaje y la espesura. ¡Por eso nunca lo había descubierto! Poseía el don de mezclarse con su entorno, y así podía aparecer cuando quería, y permanecer oculto todo lo que deseara.

El jaguar se acercaba con sigilo. Una presa tierna y delicada había llegado a sus fauces, sin que tuviera que hacer esfuerzo para cazarla. Pegó su vientre al suelo por costumbre, se agazapó con la cabeza gacha y la vista atenta, avanzó posando con delicadeza sus patas, que dejaban huellas en la tierra blanda y, cuando estaba a punto de dar el salto fatal, una flecha brotó de la foresta y se clavó en su costado. El bicho se sacudió en un estertor, soltó un rugido feroz y cayó sobre su flanco, mostrando una herida de la que manaba abundante sangre. La Luna contemplaba la escena con estupor, sin entender qué había pasado, pues en su ignorancia de las cosas del mundo de abajo ni siquiera había podido sentir miedo.

Fue entonces que un mozalbete fornido, vestido con sólo un taparrabos y el moreno torso reluciente de sudor, salió de la oscuridad del bosque y con gesto triunfal levantó el brazo que sostenía un arco tensado.

—¡Es mío! —exclamó en su musical lengua, y el grito alborotó la selva toda.

La Luna también gritó, pero de pena, y se arrojó sobre el jaguar sin pensar en que, minutos antes, la fiera iba a devorarla.

—¡Cuidado! —le advirtió el guerrero, pero ya la joven Luna

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