Darwin en el país desconocido

Ignacio Concha

Fragmento

¿Qué será de Jemmy Button?

¿Qué será de Jemmy Button?

Parado en medio de la cubierta del barco, ve que todo se mueve: las islas a su alrededor, el horizonte, las montañas. Y también Wilkinson, a quien tiene enfrente, pero para qué decirle.

—Vaya a dormir, señorito —le dice Wilkinson, cuestión que hace siempre que lo ve embotado, aferrado a la baranda de cubierta—. Hay que dormir, solo así se pasa —repite.

Lo que Wilkinson no sabe, o si supiera le daría risa, es que dormir es peor, porque antes de despertar ya siente al cuerpo perder pie, el estómago comienza su baile y la cabeza no se posa en ningún lado. Es un despertar peor que una pesadilla. No se lo dice para que no haga bromas a su costa. La debilidad no está entre las facultades de un tripulante. ¿Morir joven? Sí. ¿Morir de una infección fácil, ridículamente tratable, dejada ahí por pura desidia hasta que se apodere del cuerpo? También. Pero no este estado intermedio y mezquino de «sentirse mal». No hay nada heroico en «sentirse mal». Escupe al suelo, luego levanta la vista de nuevo. En la luz del día que empieza a caer, definitivamente las islas que lo rodean son ballenas varadas, monumentales ballenas con sus estómagos al aire. Pero mejor aguanta el mareo, porque todo lo que le han dado como solución —encerrarse a dormir, no tomar agua, mirar un punto fijo como un poseído— lo aleja, también, de la vida. Y si es por eso...

El capitán Robert FitzRoy ha bajado desde la popa y se acerca.

—¿Estás bien, Charles?

Charles aún siente vómito en las paredes de la garganta.

—Atento a los movimientos —dice.

—Nos acercamos a Wulaia —dice FitzRoy, dándole unas palmadas (¿de apoyo?) en la espalda.

—¿Una hora más?

—Menos de una hora.

—¿Y ha pensado en lo que le dirá?

—No, no aún —dice FitzRoy, y luego mira al horizonte—. Aunque me temo que el primero en hablar será él.

Charles lanza una ojeada a FitzRoy y ve que su rostro transmite ilusión. Es que vaya buen carácter que tiene Jemmy. De partida, ríe casi siempre, y solo con mirarlo se adivina su buen humor. Además, siente gran compasión por cualquiera que sufra: cuando a Charles le venían los mareos siempre se acercaba y decía con voz lastimosa: «¡Pobre, pobre hombre!». Pero como había navegado toda su vida, a la vez le hacía gracia que alguien padeciera el mal de mar, así que volvía la cara para ocultar su sonrisa, o una carcajada ahogada en ciertos casos, y para que no se notara seguía repitiendo de vez en cuando: «Pobre, pobre hombre». Aferrado a la borda, haciendo esfuerzos para no vomitar, a veces Charles se daba vuelta y lo pillaba con las palmas en la boca y el cuerpo temblando de risa.

Ya han pasado once meses desde que dejaron a Jemmy, vestido de chaqueta y pantalones, de vuelta en su Wulaia. Entremedio han recorrido la costa de Uruguay y Buenos Aires, investigado el interior y descansado en las playas argentinas por varias semanas, aunque por supuesto lo del descanso no aparece en los reportes a Londres. Ahora vuelven a Tierra del Fuego a buscarlo, y lo hacen siguiendo la misma ruta que hicieron las lanchas el año anterior. Es un trayecto audaz por los vientos huracanados y volubles del noroeste, los mismos que ahora tienen a Charles, de 25 años recién cumplidos, con el estómago vacío y agarrado al mástil de popa.

No es el único del barco que sufre con estos vientos. La señora Daves, que casi no sale de bodega, sufre también al igual que el pequeño George, que a sus 4 años todavía no se acostumbra. Para peor, desde hace semanas la embarcación arrastra problemas que solo se pueden solucionar en Valparaíso, si es que llegan. La botavara está desgastada, y eso que la reemplazaron en Brasil. La vela gavia, de todo lo cosida que está, parece más hecha para filtrar el aire que para retenerlo. Y también se ha extendido entre la tripulación, primero entre los civiles, luego entre los marinos, un fuerte deseo de comer vegetales frescos. El chucrut cansa.

Aun así, y pese a los mareos y a las quejas, el HMS Beagle, bergantín fiel de corta eslora, lleva a Charles y al resto de los tripulantes (dos pilotos, el contramaestre Wilkinson, un carpintero, cinco infantes de marina, 22 marineros, cuatro grumetes, una cocinera y dos ayudantes de cocina, dos niños, un doctor y Martens, el dibujante) por el canal hacia el estrecho de Ponsonby. Una ola a una ola, de un salto de estómago al otro, atraviesa las llanuras azules y oscuras mientras las montañas redondas pasan por su lado. Tan bien va que FitzRoy se queda junto a Charles conversando. Al principio a Charles no le gustaba conversar mareado, no le gustaba vivir mareado, en realidad, hasta que se acostumbró: era otro Charles, uno peor, quizás, pero el único que podía ser.

—Y aprovecharemos de arreglar las velas, ¿no? —dice Charles, que ahora, con esfuerzo, ha fijado su vista en la vela gavia. La sumatoria es obvia, y es que mientras mejor estén las velas más rápido avanzan, y por lo tanto menos dura el mareo.

—En Valparaíso, no hay para qué antes.

—Vaya que lo necesitamos.

FitzRoy mira la vela gavia.

—Pero, al mismo tiempo, algo en mí se resiste.

—¿Por qué? En cualquier momento estas nos dejan en altamar.

—He navegado medio mundo en este barco. Si se cambian las velas y la cubierta, ¿es el mismo barco? Mi problema es de melancolía.

—Mejor dejar la melancolía que morir en medio del mar. —Así era su yo mareado, algo insolente.

—Entiendo tu punto de vista —dice FitzRoy.

Se escucha un grito.

—¡El estrecho! —dice alguien.

FitzRoy y Charles miran al horizonte de proa. Enfrente de ellos, los murallones de isla Tekenika e isla Navarino se alzan hacia la luz dorada que viene desde el oriente. Entremedio de las dos islas, se abre un pasadizo de no más de unos cientos de metros, el estrecho de Ponsonby, por el que ingresarán a Wulaia.

—Queda poco para llegar —dice FitzRoy, y se acerca a la proa.

Charles piensa en la celebración que habrá al llegar con las papas que quedan de Río Negro, pescados, algún animal, moluscos. Una gran fogata ante la que tendrán que elegir, o lejos de ella, para que los fueguinos no pasen calor, o cerca, calentados pero con los fueguinos transpirando. Y piensa, sobre todo, en el mejor premio: quietud. Tierra firme. Estabilidad.

FitzRoy le grita a Wilkinson y Wilkinson le grita a Bellany, que parece girar el timón. Los vientos arrecian cuando giran por el estrecho, y la calma llega, al estómago del barco y al de Charles. Sobrepasan la boca del estrecho y luego de unos minutos enfrentan la angostura, situada cinco kilómetros adentro. Son solo unas decenas de metros, de aguas peligrosas por lo bajas, y los marinos atrincan velas, recogen otras y el barco pasa lentamente, con grupos de hombres en cada punta mirando atentos a las orillas. Y hacia abajo, y hacia todas partes. Cuando quedan unos pocos metros

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