El corredor o las almas que lleva el diablo

Alejandro Vázquez

Fragmento

Título

Esto es un muerto. La idea te golpea sin palabras, una colisión por alcance. Está frente a ti. Casi dentro de la cabina. Su rostro, su cuerpo entrevisto en el humo del radiador que vierte el refrigerante sobre la máquina que humea. La piel florece en escarlata debajo del parasol. Abre su frente ante ti. Amapola podrida. Es una mujer. Sus órganos blandos tiritando sobre el motor te lo descubren. Te observa desde el fondo de donde miran los muertos. Sus ojos quietos resplandecen en humor pacífico, en el borde de la ternura, como si viera un niño o una mascota. Sigue el humo bombeando hacia adentro y hacia el cielo, empujando la vista al blanco, como si el rojo de la sangre que baja, el parabrisas hecho confeti de plata en tu regazo, el ardor eléctrico de tu pierna izquierda, fueran el producto de una visión celestial. La mujer te resulta vagamente conocida, aunque no puedes traer al lenguaje su nombre. Te lleva y te trae esa certeza. Tampoco tienes aliento en el pecho. Tu cuerpo tiembla y se retuerce con el crepitar de un relámpago roto que nace de los nervios abiertos de tu pantorrilla izquierda. Los limpiaparabrisas funcionan y martillean la sien del rostro congelado de la pasajera súbita, en lo que no sabes si es pasmo, horror o avenencia. Intentas abrir la portezuela, pero el acero intrincado lo impide. El metal del embrague se desliza debajo de tu carne. Todo el plástico del tablero y el volante se comprimen. Las entrañas huecas de la camioneta crujen, el cortafuego reventado permite ver el motor uve seis, tosiendo aún. Esto es un muerto. Y la blancura del humo se vuelve más densa, no sabes si es incendio o vapor, pero su rostro hierático, como arquetipo de virgen, te sigue mirando. Algunas esquirlas reposan en sus cabellos y los pliegues nuevos de su rostro producen inéditas formas de la quietud. Tiene nuevas aberturas: la más grande es una herida horizontal en la frente que dobló el marco del techo. Más humo. Más blanco. Sus despojos mutilados enseñan su interior transparente. Sugiere una intimidad amorosa. El motor sigue tosiendo, acelerando, brota nube, neblina, vapor que crees que se llevará el cuerpo que yace en ese altar mecánico, junto al cofre arrugado como una hoja de papel. Hay un silbido de llanta pinchada, de silbato de tren, de viento que escapa. La reconoces de súbito en esa nueva postura que entrega la muerte. Su nombre resuena en ti como un martillo. Su rostro demudado adquiere la familiaridad de los vecinos. Tragas el grito con un coágulo de algo que te llena la boca. No haces ruido. Esto es un muerto y el horror te atenaza, pero no por verla, sino porque sus labios frente a ti parecen tranquilos, entreabiertos, meditando algo que va a decir y tú no podrás ya escuchar.

Título

ACERERO

Catch the play now, eye to eye.
Don’t let chances pass you by.
Always someone at your back,
binding their time for attack.

JUDAS PRIEST, “Steeler”

Título

1

Él dijo que lo esperara para comer.

Carolina mira el reloj de su teléfono. Se sienta en la mesa de la cocina.

Todavía no decide exactamente cómo le dirá que lo abandona. No sabe si será una gran pelea o él, como de costumbre, se quedará callado. Si intentará detenerla. Si formulará promesas de que todo va a cambiar. Tampoco está segura de qué hará si llegan a eso. Si aceptará. Si negociarán una última oportunidad.

Espera. No le ofrece de comer a la niña aún. Deja que se entretenga con la televisión encendida. No hay mensaje, ni llamada. La pequeña juega con unos carritos en el suelo.

Mira al perro. Está echado de lado, dormido.

Carolina se levanta. Aprovecha el tiempo para secar los platos y colocarlos en las gavetas. Despega las tortillas, pero no las pone en el comal. Sirve la mesa. Corta limón y pone una jarra de agua fresca.

Por encima de la televisión se meten los gritos de unos niños que pelotean en la calle. Se levanta y revisa la cacerola que se entibia. La niña sigue de rodillas. El perro, inmóvil. La luz grisácea se abre paso entre las nubes deshilachadas hasta iluminar el interior de la casa. Junto al pasillo hay dos maletas hechas con ropa suya y de la niña. El día afuera está lleno de viento y de neblina que se pasea con velocidad a ras de la autopista y la falda de la montaña. Cree que podría llover, pero los días blancos ya no tienen significado en la ciudad.

La mujer observa a la niña en el sillón. Le molesta que pase tanto tiempo ante las pantallas. Quisiera que jugara más. Odia el silencio de esa casa. A Carolina se le hunden las palabras en la boca. Toma el secamanos y lo restriega. Odia los automóviles. Son una pérdida de tiempo y de dinero. Odia la camioneta, el motor uve seis que está abandonado en la cochera, el olor de las camisas de su esposo a aceite quemado. Hace mucho que abandonó la idea de discutir. Si él no entendió después de su accidente, los reproches no servirán de nada.

Él habla poco y sus palabras suenan a sentencias. Si llega tarde, avisa. Por eso le extraña que aún no tenga noticias suyas. Revisa de nuevo el celular, la hora, los mensajes. Es suficiente.

—¿No quieres venir a comer? —lo dice para que deje la televisión.

La niña acepta. Se levanta y va hasta donde su madre ya está sirviendo en un plato hondo de plástico una cucharada de puré de papas.

Sobre los juegos de los niños, el goteo del agua en el lavadero y el sonido de la cuchara al rascar la cacerola, se oye un rechinido de llantas.

Suena lejano. Después un impacto de estrépito, acompañado del retumbo del metal y el vidrio. El perro levanta la cabeza y mira a la puerta. Un claxon se queda pegado. Carolina en un principio no hace nada. Se queda en silencio. El choque es en la autopista. Consulta el reloj.

Camina hasta la puerta. No sabe para qué, agarra el teléfono y sin dudar marca el número de su esposo mientras sale al porche. Al abrir la puerta el perro aprovecha para salir a husmear a la calle. Carolina

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