Lo que la sangre oculta

Camucha Escobar

Fragmento

San Sebastián, España

Fines de junio de 1915

Aquella mañana el sol brillaba por su ausencia. El cielo, encapotado de nubes negras, estaba de duelo profundo. En un abrir y cerrar de ojos, el día se había convertido en noche. Desde la mansión Aguirre Larreta se sentía el rugido rabioso del mar. Las olas alcanzaban alturas impensadas para, luego, morir contra los acantilados.

Doña Victoria Aguirre Larreta contemplaba la cólera de la naturaleza con cierto gozo interior. Llevaba su edad con elegancia. Era dueña de una extraña belleza que se había ido incrementando con el correr de los años. Desde niña, cuando vivía en la plantación de azúcar en la isla de Cuba, había temido a las tormentas y sus consecuencias nefastas. En más de una ocasión los fuertes temporales barrían con todo a su paso. Recordaba especialmente aquel huracán que había acabado con la villa cercana a “La Alborada”, como se llamaba su plantación. Al amanecer, el viento había atacado sin piedad el lugar y sus alrededores. Trozos de casas, árboles, animales y alguno que otro ser humano que no había llegado a un refugio habían volado por los aires. En el puerto hubo cientos de ahogados y otros tantos desaparecidos. Un estremecimiento la recorrió de los pies a la cabeza, pero rápidamente se sintió protegida por las piedras centenarias de la mansión Aguirre Larreta. Suspiró, se arrebujó en el chal de lana que llevaba sobre los hombros y dejó de contemplar ese escenario dantesco para mirar de lleno a su hijo Salvador.

Estaban en la sala de costura, como a ella le gustaba llamarla. El recinto era pequeño, aunque con grandes ventanales para que la luz fuese perfecta. Contra uno de ellos, sobre una mesita, se encontraba una cesta con hilos, tijeras, agujas de distintos tamaños, ovillos de lana de diversos colores y texturas. Doña Victoria detestaba las labores manuales. Lo suyo eran los caballos: galopar o saltar las vallas que había hecho colocar en el extenso jardín. Sin embargo, aquella habitación le hacía recordar su infancia en la plantación, sus raíces, y esa efímera sensación de pertenencia era algo a lo que no estaba dispuesta a renunciar. No había encendido ninguna de las lámparas, a pesar de que contaban con luz eléctrica. Prefería la luminosidad de los relámpagos que surcaban el cielo.

—Ya ha llegado la hora, hijo. He esperado esta venganza durante mucho tiempo. Se ganará su confianza y luego actuará de acuerdo.

Salvador también contemplaba la borrasca. Las palabras de su madre tensionaron sus mejillas y ensombrecieron su rostro.

—Yo me vengaré, madre, pero de otro modo.

Había heredado los ojos zafíreos de los Aguirre Larreta, igual que el porte elegante. De su madre cubana había recibido la piel color caramelo y las pestañas largas y espesas. Un mechón de ondulado cabello negro le caía sobre la frente ancha.

La mirada de doña Victoria rezumaba rabia y algo aún más oscuro y profundo.

—Hará lo que le ordeno, Salvador. Acabará con su vida sin usar una bala, como lo hicieron con su hermano. —Hizo una pausa para luego continuar—. Hace mucho que rezo por una oportunidad como esta. Por fin se va a hacer justicia en esta tierra.

Sabía muy bien que nada era mejor para mantener viva la memoria que el resentimiento, y ella lo exudaba por todos sus poros.

Salvador seguía contemplando la furia de la tormenta, semejante a la que se estaba desatando en su interior.

—Mucho confía en mis habilidades, madre, aunque usted bien sabe que pagarán justos por pecadores.

Ella sintió que un golpe de sangre le encendía el rostro. Lo miró de lleno y, con voz despectiva, le soltó:

—Ahórrese el melodrama. ¿Acaso la muerte de sus seres queridos no merece una venganza? No quiero siquiera imaginar que lo está poniendo en tela de juicio.

—¡Qué cosas dice, madre! Jamás dudé de mis sentimientos.

—¡De las muchas cosas que no se le dan bien, Salvador, mentir es una de ellas! —Un brillo cargado de locura se advertía en la mirada de Victoria—. No se atreva a no cumplirme. —Se acercó nuevamente al ventanal. Los relámpagos y los truenos cicatrizaban el cielo oscuro—. Sabe bien qué hacer para que la paz vuelva a mi alma torturada.

Salvador permaneció callado. Si su madre hubiese podido leer su mente y confirmar sus dudas, armaría la de Dios es Cristo. Sus ataques de ira eran impredecibles. Un comentario inoportuno, una opinión diferente, un tono de voz beligerante podían desencadenar su furia y provocar unos estallidos ante los cuales no había refugio posible. Fingiendo un aplomo que no sentía, la tranquilizó:

—Nos estamos poniendo en lo peor sin motivo. —Se dirigió a una mesita donde había una botella de vidrio y sirvió dos copas de líquido ambarino—. Bébase este ron para entonar el cuerpo.

Bebieron en silencio. Luego, doña Victoria se dirigió a un armario y sacó un joyero. Hurgó en él y extrajo una cadena de oro con una medalla de la Virgen de Coro, la patrona del lugar. Con el ojo lloroso, se la alcanzó:

—Esta medalla pertenecía a su hermano Toñito. Llévela cerca del corazón para que no se le olvide nunca quiénes fueron los culpables de su muerte. Prométame que jamás se la quitará.

—Se lo prometo, madre.

Resignado, se la colgó. Apenas el metal rozó su piel comenzó a sentir un extraño calor que lo ahogaba. No recordaba a su hermano mayor. Él era una criatura cuando había muerto. Pero su madre se había encargado de mantener su recuerdo presente cada día, cada minuto, cada segundo de sus dieciocho años.

Al oír esas palabras, Doña Victoria se sintió más tranquila y lo despidió con un gesto:

—No me lo tome a mal, hijo, pero quiero estar sola. —Justo cuando estaba por abrir la puerta le advirtió—: Recuerde que, así como las piedras permanecen luego de las tormentas, la familia lo hace cuando todo desaparece.

Salvador se sentía desolado. Su instinto le decía que había cosas que era mejor olvidar. Cosas que estaban muertas y enterradas y a las que había que echar mucha tierra encima para seguir adelante. Sentía como si el corazón le latiera en la garganta, abrumándolo con todo lo que quería decir. Sin embargo, prefirió callar y, con una expresión atormentada en su rostro, se marchó de la sala de costura con la sensación de que su madre se iba a quedar allí parada, mucho tiempo después de que él hubiese salido.