Los bandidos de sueños

Greg James
Chris Smith

Fragmento

cap-1

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—¡Diez minutos! Vamos, por favor, ¡solo diez minutitos más! 

—¡No! 

—Vamos… ¡Por favooor! Vale: pues entonces cinco. ¡Solo cinco minutos!  

—No, ya te lo he dicho. ¡Es hora de acostarse! Mañana hay cole. 

—Sí, pero no hay ninguna clase importante. Al menos a primera hora. Vamos… Solo cinco minutos más. 

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—Mamá… ¡no! En serio: tengo que ir a acostarme.  

—Oh, vamos, Maya. Seguro que puedes quedarte aquí conmigo cinco minutitos más… 

Maya Clayton se detuvo a los pies de las escaleras y soltó un resoplido de frustración. A sus espaldas, su madre seguía sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y una taza de chocolate caliente en las manos. Maya titubeó: la oferta parecía muy tentadora, pero Maya tenía dos razones para no quedarse charlando con su madre. 

La primera era el invisible campo de fuerza de tristeza que convertía la habitación en un lugar mucho menos acogedor de lo que parecía a primera vista. Al volverse, Maya lo visualizó con claridad, arremolinando el aire como una fría ráfaga de viento. Lo irradiaba una butaca vacía que había al lado del sofá. Era el sillón en el que su padre, el profesor Dexter Clayton, habría estado sentado de no haber sido por el accidente acaecido hacía seis semanas. 

La segunda razón por la que Maya Clayton estaba tan impaciente por meterse en la cama resulta más difícil de explicar, pero también es mucho más interesante que la anterior. Para darle más dramatismo a la historia, no os la vamos a desvelar hasta el final del capítulo, pero la espera valdrá la pena, prometido.  

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La mirada de Maya se entretuvo en la butaca desocupada, un detalle que a su madre no le pasó por alto. 

—Volverá a sentarse ahí antes de que te des cuenta —le prometió, sin quedar del todo claro a quién trataba de convencer—. Sé muy bien que lo echas de menos. Ven, ven a sentarte un ratito conmigo. Puede que te ayude hablar de ello. 

Maya (que había dado un paso vacilante de vuelta al salón) titubeó. No quería hablar. ¿Cómo podía expresar todo lo que estaba sintiendo? Hay cosas que son tan tristes que las palabras se quedan cortas. 

Al ver que su rostro cambiaba de expresión, su madre transigió. 

—¡Vale! ¡Vale! No hace falta que hablemos. Mira, podemos simplemente sentarnos juntas a ver un poco la tele. —Pulsó el botón de encendido del mando a distancia. 

Una melodía tintineante llenó la sala, acompañada de una voz nasal y estridente: 

—¡Hola, holaaa! ¡Buenas noches, dormilones!  

—¡Deprisa! ¡Cambia de canal! —le advirtió Maya a su madre—.  

Maya y su madre protestaron al unísono.  

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En una carrera frenética por obedecerla, su madre agarró el mando con torpeza y se le escapó entre los dedos. Fue a parar al suelo y se escabulló debajo de la butaca vacía, como un ratón con pánico escénico. 

La música tintineante continuó. Se suponía que debía ser reconfortante, pero se parecía más bien a la banda sonora de una película de terror, antes de que algún payaso te salte encima. En ese instante un hombre apareció en pantalla. Llevaba un camisón y un gorro de dormir pasados de moda, y con una mano sujetaba una vela. 

—¡A la cama! —exclamó mirando a cámara—. Y cuando penséis en acostaros, ¡pensad en Matt! Ese soy yo, ¡el propietario de Colchones Matt!  

Guiñó el ojo, arrancándoles a Maya y a su madre otro gemido a dúo. ¡Cada vez que encendían el televisor aparecía ese anuncio! La tirria que le tenían se había convertido en una broma habitual entre ellas, un modo de alegrarse un poco en esas semanas desoladoras en las que trataban de readaptarse a una casa en la que ya solo vivían ellas dos. 

—Esto es una señal de los dioses de la telebasura —le dijo Maya muy convencida a su madre, mientras se daba media vuelta—. Está claro que es hora de irnos a la cama.  

—¡Espera, cambiaré de canal! 

Su madre se derramó chocolate caliente en los dedos cuando se encaminó presurosa hacia la butaca vacía en busca del mando. 

—Dame solo unos segundos. 

Mientras la contemplaba, a Maya se le encogió el corazón: no era la única afectada por ese campo de tristeza invisible, pensó. La situación era dura para las dos. Se acercó corriendo a su madre y se arrodilló junto ella para darle un abrazo. 

—Gracias —le dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—, pero me voy a acostar. Estoy agotada. 

—Eso no es normal, ¿lo sabes, verdad? —Con una sonrisa, su madre añadió—: ¿Qué niña de doce años quiere irse temprano a la cama? 

—Ya, pero ¿recuerdas lo que dice siempre papá? —respondió Maya, de nuevo con la mirada fija en la butaca vacía—. ¿Quién quiere ser normal? 

—Tienes razón —coincidió su madre, poniendo fin al abrazo—. Que duermas bien. Dulces sueños. 

Maya, que ya se había alejado unos pasos, se detuvo un instante. Se le pasó por la cabeza que tal vez debería hablarle a su madre sobre lo que había soñado la pasada noche. Pero el hombre del gorro de dormir que aparecía en la tele balbuceaba: 

—¡Solo los colchones Matt están hechos con la revolucionaria Espuma Superligera Flamewood! Creada por genios de la física, la Espuma Superligera Flamewood se fabrica con las mejores fibras. Cuando te acuestes sobre la Espuma Superligera Flamewood, ¡te sentirás genial! 

La voz irritante del hombre del camisón se fue apagando a medida que Maya subía las escaleras. Al llegar al piso de arriba, se metió en el baño e interrumpió su perorata… 

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… al cerrar la puerta tras de sí.  

La ventana del baño de los Clayton daba al jardín de su casa. Lo iluminaba el brillo parduzco de un atardecer de primavera apagado por las nubes. Mientras se cepillaba los dientes, Maya miró por la ventana: un rayo de sol solitario se coló entre los nubarrones como un dedo acusador y aterrizó en el gran taller de madera del fondo del jardín. Maya dejó escapar un suspiro mentolado. En esa construcción baja y alargada atiborrada de mesas de trabajo había compartido incontables horas de felicidad con su padre. El profesor Dexter acostumbraba a estar enfrascado entre montones de papeles o en su portátil; se sentaba tras su gran escritorio, bajo un cartel de neón que siempre estaba encendido. Solo tenía tres letras, las letras que más le gustaban de toda la lengua, tal como decía orgulloso el profesor. Formaban dos simples palabras: 

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