El origen de todos los males

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

El origen de todos los males

RENATA

El día que mi madre se quitó la vida fue uno de los más felices de mi adolescencia…

¿Que si la odiaba? No lo sé…

Tampoco sé si la quería. Hay muchas cosas que no sé, que no recuerdo, que no entiendo. Lo que sí tengo claro es que los primeros años de mi vida fueron los mejores. Conocí el mundo de la mano de mi madre. Me enseñó a caminar, a vestirme, a contar, a leer, a bailar y a hacer manualidades. Papá dice que cuando nací, ellos vivieron los años más felices de su matrimonio. La atención de mis padres era solamente mía. Yo no pasaba un instante sin su cuidado. Los rayones que yo hacía en mis cuadernos los elogiaban como si fueran obras de arte, mis travesuras eran para ellos fuentes de carcajadas y mis pequeños logros, grandes hazañas.

Un día a mi madre le creció la panza como pelota, y otro, ya no estaba en casa. Volvió con un bebé y todos me dijeron que era mi hermano. Aunque papá asegura que me informaron todo el tiempo de su llegada, yo no recuerdo una palabra.

A partir de allí, nunca más recibí la misma atención. Me convertí en un objeto secundario, un estorbo, peor que un artículo inservible, un animal infeccioso para eso que había llegado a la casa, que a mi entender no era un hermano, sino un ser que se podía enfermar o descomponer en cualquier momento y con cualquier cosa. No te acerques porque le vas a pegar la gripa. No lo toques. Tienes las manos sucias. No hagas ruido porque lo vas a despertar. No lo molestes. Déjalo en paz. Niña, quítate de ahí.

Las reglas cambiaron: ya no podía correr por la casa ni hacer travesuras, según mi madre, aunque yo aún no entendía bien a qué se refería. Tenía cuatro años y medio. Entonces yo creía que travesura significaba juego. Si corría, escuchaba un grito desde la cocina: ¡Ya estás haciendo travesuras! Y si no hacía ruido, es decir que si estaba dibujando o jugando con mis muñecas, también escuchaba la queja desde cualquier parte de la casa: ¡Ya estás haciendo travesuras! Mi respuesta se convirtió en un rezongo insípido, sin importar lo que estuviese haciendo: ¡No, mami!

Lo peor comenzó cuando Alan aprendió a caminar y hablar. No había juguete, objeto o comida que él no quisiera. Yo tenía la obligación de dárselo para que dejara de llorar, sin importar el momento ni el lugar, porque, según la promesa que siempre me hacían, luego me darían otro, algo que nunca ocurría. Mis padres se convirtieron en los mentirosos más grandes de mi universo.

Y si el nacimiento de mi hermano alejó a mis padres de mí, la llegada de mi hermana me desvaneció de su galaxia. Cuando nació Alan, mi madre estaba en plena cacería. ¿Dónde estás, Renata? ¿Qué estás haciendo, Renata? ¡Levántate del piso! ¡Como tú no lavas la ropa! Pero con Irene llegó mi libertad, aunque no duró mucho. Yo estaba por cumplir nueve. Mi madre tenía dos tesoros que cuidar. Alan —de cuatro años— se volvió loco con el nacimiento de mi hermana y mi madre disfrutó mucho su actitud empalagosa. A mí también me alegró porque no veía las cosas como las veo ahora, y quería cargarla y besarla. Incluso creo que disfruté más su nacimiento que el de Alan. Sin embargo, esa alegría duró poco tiempo, pues a Irene sí tuve que cambiarle los pañales. Con ella aprendí las incomodidades de la maternidad. Sentarme junto a ella largos ratos nada más para cuidar que no se cayera del sofá, darle la mamila o darle palmadas en la espalda para que repitiera dejó de ser divertido cuando se convirtió en obligación, a mis ocho años. Casi nueve…

La justificación de mi madre era que ella no podía hacer todo y yo por ser la mayor tenía que ayudarla; y ni cómo reclamarle, porque la respuesta aterrizaba rápidamente: ¿De cuándo acá me dices lo que tengo que hacer? Y la peor de todas: Mientras vivas en mi casa, vas a obedecer. Cuando cumplas dieciocho, podrás hacer de tu vida un papalote, mamacita.

Grandísima estúpida. Los papalotes no son libres, sino presas del viento y de un pinche hilo que los mangonea. Creo que apenas había cumplido ocho años cuando me dijo eso por primera vez y para mí la cuenta —diez años— parecía eterna. Alan, en cambio, sí disfrutó a mi hermana de bebé, porque no tenía las obligaciones que mi madre me enjaretó; y tampoco vivió la represión ejercida en mi contra cuando Alan nació. No sé si mi madre aprendió la lección o simplemente jamás quiso que yo celebrara el nacimiento de mi hermano.

Mi madre tenía una obsesión por la higiene y el orden. Lo primero que debíamos hacer al despertar era tender nuestras camas, vestirnos, doblar nuestras pijamas, y pasarle el trapo al buró. ¡Ah!, pero si por alguna razón había moronas en la alfombra, teníamos que hacer, lo que ella llamaba, hacer pizca pizca. Es decir: quitarnos el uniforme de la escuela, tirarnos bocabajo en el piso y con los dedos recoger todas las moronas y tirarlas en el bote de la basura.

Si mamá invitaba a alguien a la casa, dedicaba los dos días anteriores a limpiar, a pesar de que teníamos sirvienta. Nos prohibía entrar a la sala, el comedor y el baño de la planta baja. Y el día del evento, teníamos que caminar descalzos y evitar ensuciar. Todavía no se bajaban las visitas del auto y ella ya nos había formado como soldados en la entrada de la casa para que los recibiéramos. Buenas tardes, gracias por visitarnos, y una sonrisa. Si ocupábamos algún objeto —por decir un libro, una engrapadora, unas tijeras— debíamos limpiarlo con toallitas húmedas y regresarlo a su lugar. No había polvo en ninguno de los muebles, ni trastes sucios ni ropa desdoblada ni camas arrugadas. Debíamos llevar el cabello bien peinado, los dientes cepillados, la ropa planchada y los zapatos lustrados. Nuestros útiles escolares tampoco podían tener dibujos ni anotaciones innecesarias. Si las encontraba ladraba enfurecida: ¡Ya verás cuando venga tu padre!

A pesar de esas amenazas, papá casi nunca tomó acciones en mi contra. Estoy segura de que se debía a que cuando mi madre expulsaba lo que ella creía su frase aterradora ¡Ya verás cuando venga tu padre!, era muy temprano: transcurría una tarde entera, se hacía de noche, me iba a dormir y él aún no llegaba del trabajo. Seguramente ella aprovechaba cualquier instante para denunciarme, pero al amanecer ambos (o por lo menos papá) olvidaban los agravios de la hija malcriada.

Quizá el horroroso ritual de todas las mañanas le quitaba cualquier intención de regaño: a las siete en punto, mi madre solía ajustarle con tedioso esmero el nudo de la corbata a papá, quien únicamente suspiraba y miraba el reloj. Apúrate, niña, me decía mi madre si yo permanecía en la puerta. Y si observaba lo que hacía: ¿Se te perdió algo? Entonces, yo corría al auto y me sentaba a esperar.

Mi madre aprovechaba esos larguísimos minutos para acusarme con papá de alguna travesura. Pero él

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