Busco novia

Renato Cisneros

Fragmento

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Noticia

Noticia

Trece años, un matrimonio, una hija y cuatro novelas más tar-de, este diario de soltero ha terminado pareciéndose a esas fo-tografías antiguas a las que guardamos cariño a pesar de que el ángulo no nos favorece.

Lo que más aprecio de la bitácora original —que se man-tuvo alojada durante tres años en la web de El Comercioes haberme puesto en contacto, por primera vez, con una comu-nidad de lectores. Hasta entonces, en las salas de redacción «la lectoría», más que un concepto, era una presencia fantasmal. No había redes sociales o, al menos, no funcionaban como ahora. Según las estadísticas, alguien efectivamente leía nues-tras notas, crónicas y columnas, pero los periodistas no tenía-mos certeza física de esos lectores. ¿Dónde estaban? ¿Quiénes eran? La verdad es que, fuera de algún amigo o pariente, nadie reaccionaba ante tus publicaciones. El único feedback se limi-taba o bien al buzón de Cartas, adonde llegaban puras quejas, reclamos, erratas y solicitudes de rectificación; o a los focus group que semestralmente organizaba el departamento de

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Recursos Humanos, cuyas conclusiones siempre parecían es-tar disociadas de toda realidad.

Los blogs traían esa novedad: los lectores existían, te leían y, si conectabas con sus necesidades, podían ser muy fieles. Es cierto, usaban nick names extrañísimos, pero sus comentarios delataban a hombres y mujeres deseosos de hacer preguntas y, sobre todo, de compartir historias sobre sus vidas y afectos. In-teractuar con ellos se volvió un vicio. Y no solo para mí. Re-cuerdo el caso de un amigo que administraba un blog sobre manías y organizaba salidas mensuales con sus lectores, se fo-tografiaba con ellos y se emborrachaban juntos.

Muchos lectores y lectoras de aquel tiempo han reapare-cido posteriormente en alguna feria o encuentro literario para recordarme, siempre con gentileza, que «siguen» mi trabajo desde los días de Busco Novia, cuando también ellos andaban perdidos de alguna manera y se identificaban con las andan-zas de ese soltero treintón, contradictorio, que aún vivía con su madre.

Pero si algo ha cambiado desde 2007 es nuestra mirada hacia las relaciones de pareja. Estos han sido años de nuevas conquistas feministas, del #MeToo, del activismo a todo nivel, de la desprogramación de roles, de la sensibilización hacia la violencia de género que incluye, por supuesto, la denuncia de costumbres domésticas tóxicas que hasta hace poco permane-cían invisibilizadas.

Aunque en su momento escribí estos relatos con el espíri-tu lúdico de quien interpreta una parodia sentimental, al vol-ver ahora sobre ellos me ha detenido, en más de una oportu-nidad, el tono abiertamente machista y condescendiente que empleaba. En muchos casos, los textos han sido intervenidos para quitarles esa carga agresiva, solapada tras un sentido del humor que no era tal. Otros los hemos eliminado por ver-güenza. Y unos pocos, que no figuraban en la primera edición, pero mantienen el espíritu del viejo blog, han sido incluidos. Como toda fotografía antigua, también esta luce decolorada,

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acaso percudida, pero todavía cumple con referir un persona-je, una época, un contexto, una ciudad, un mundo.

Es imposible dejar de agradecerles a mis queridos amigos Mayte Mujica, por cuidar esta nueva edición (que aparece ahora bajo el sello de Grijalbo), y a Alfonso Vargas, Robotv, por sus ilustraciones y su complicidad de tantos años.

No quiero imaginar el tipo de preguntas que este libro provocará en mi hija el día que caiga en sus manos. Sería bue-no evitarle ese disgusto. Mi esposa, por ejemplo, nunca leyó Busco Novia. De haberlo hecho, difícilmente se habría fijado en mí.

Renato Cisneros

Febrero, 2020

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me hiciste brujería

ME HICISTE BRUJERÍA

28 de marzo de 2007

Era 1990, estábamos en cuarto de secundaria. Una chica de la clase que se ufanaba de tener ciertas dotes brujeriles me pidió que le dejase adivinar mi futuro. Según los cuchicheos que cir-culaban en el colegio, ella solía acertar con sus predicciones, así que accedí a sus pedidos con expectativa.

No bien empezó la informal sesión, la bruja me preguntó si quería saber cuándo y con quién iba a casarme. Me quedé paralizado. Mi primera reacción fue decirle que no. Sentí mie-do y culpa por estar husmeando ilegalmente en la oscuridad de mi propio porvenir. Me parecía que había algo de imperti-nencia en tratar de adelantarse a los designios de la vida. Unos segundos después, sin embargo, mi curiosidad pudo más y acepté que compartiera conmigo sus visiones.

Me ordenó escribir en un papel los nombres de las chicas que entonces me gustaban. Luego, con una solvencia que pán-filamente atribuí a su arte hechicero, rompió el papel en tiras y con un fósforo le prendió fuego hasta incinerarlo. Segundos después, tras remover con el dedo la pequeña ruma de cenizas,

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soltó su augurio: me casaría a la edad de 24 años con Giuliana González (una rubia petulante de segundo de media que me ignoraba con tenacidad) y viviría con ella en una casita ubica-da en las lagunas de La Molina. En el colmo de la precisión, aseguró que tendría dos hijos con Giuliana y, removiendo nuevamente las cenizas, dijo que hasta podía ver claramente cómo paseaba con mi familia en un precioso BMW negro.

Cuando el timbre sonó, hacía rato que ya estaba en un re-creo imaginario. Salí de la clase inflando el pecho, mostrándo-les a todos esos imberbes chiquillos que nada sabían de la vida mi cara ceñuda de hombre realizado. Y aunque todavía falta-ban diez años para que aquel sueño se concretara, cada vez que veía a Giuliana en el patio, no podía evitar hacerle un guiño y un ademán con la mano, como arrojándole en cámara lenta las invisibles llaves de nuestro aún remoto BMW.

Un par de lustros más tarde, la increíble profecía parecía cumplida. Giuliana González estaba, efectivamente, casada, tenía dos hijos, vivía muy cerca de las lagunas de La Molina y, aunque no manejaba un BMW, la vi varias veces tras el timón de un portentoso Honda Civic. Nada más había un insignifi-cante detalle que arruinaba el vaticinio de la bruja colegial: su esposo no era yo, sino Raúl Montaño, un gordo millonario que la terminaría abandonando para desaparecer en otro país.

Mi destino, en cambio, nada tuvo que ver con aquellas bobas premoniciones. Hoy tengo 31 años, todavía vivo en casa de mis padres, recién he adquirido un Volkswagen y la única criatura bajo mi tutela es un pequinés de paladar chusco que responde al nombre de Huesos.

Mis amigos insisten en que consiga una novia. Que haya inaugurado este blog quizá signifique que he empezado a ha-cerles caso.

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Con ustedes, el campeón

CON USTEDESEL CAMPEÓN

30 de marzo de 2007

Hace unos días me chotearon por penúltima vez. Debe ser el vi-gésimo cuarto rechazo de mi vida. Nada muy aparatoso, no pasé ninguna vergüenza pública, ni me arrojaron en la cara los bole-tos del cine ni nada que pudiera ser cortado en cuadraditos.

Fue, más bien, una revolcada sutil, lenta, pausada y, ahora que lo pienso, tal vez por eso ha sido más dolorosa todavía. Me explico: cuando una mujer se niega rápidamente a salir conti-go, es más sencillo encontrarle consuelo al revés; te haces a la idea de que ella no es para ti y entiendes, sin paltas, sin frustra-ción, que es mejor virar hacia otras coordenadas el cansado pe-riscopio de ese submarino que vendría a ser tu corazón. Nadie podrá decir que no lo intentaste.

En cambio, cuando la negativa tarda y llega por capítulos, por entregas semanales, cuando detrás de la indecisión hay un cargado tufo de suspenso, cuando un viernes ella te dice que

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«sí», el sábado te grita «no» y el domingo te susurra «no sé», en-tonces la sensación de rechazo va tomando la dimensión de una maquiavélica tortura.

Así ocurrió en esta ocasión. Ella aceptó encantada mi invi-tación al teatro, pero una semana después canceló con dulzura una cena en la Trattoria Plevisani. A la semana siguiente, cuan-do ya había perdido toda esperanza, me mensajeó al celular para almorzar juntos (aún tengo guardado el msn de doce ca-racteres) y, por último, sorpresivamente, dio por concluido nuestro irregular flirteo con el hermetismo de una operadora telefónica.

¿Qué pasó? Nada serio. Pasó que al final de un largo beso, cometí el imperdonable error de hablarle del futuro, nuestro fu-turo. Sus ojos se hincharon de espanto, su boca devino en mu-ñón y, luego de escucharme reseñar una serie de proyectos de-lirantes (escaparnos a Máncora, viajar a Chile a fin de año y —el peor— organizar juntos un almuerzo campestre para que conozca a mi mamá), desprendió su mano de la mía y se largó, dejando en el aire una frase ruin que dolió tan hondo como un gancho en el plexo: «Gracias, en serio, pero paso».

Después de la resaca del impacto, hoy se me ocurrió lla-marla pensando que en su frase había algo inconcluso. Dijo «paso», claro, pero a dónde. ¿Era señal o acertijo? ¿Era sustan-tivo o verbo? ¿Qué misterioso paso era ese que yo no estaba comprendiendo? ¿Qué quería decirme entre líneas? Sin duda, se trataba de un tonto malentendido. Mis amigos me dijeron que estaba todo clarísimo, que ella no quería nada conmigo, que su «paso» era un paso al más allá. Si la llamaba, me advir-tieron, sería el indiscutible campeón de los babosos.

Con ustedes, señoras y señores, el campeón.

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Las ventajas de tener novia

LAS VENTAJAS DE TENER NOVIA

1 de abril de 2007

Cuando uno está de novio, la vida recupera algo de su decen-cia perdida. Los fines de semana no los inviertes más en aga-rrarte a botellazos con tus amigos solteros en un bar, ni en acu-dir en mancha a una de esas discotecas donde ves la noche pasar acodado en una barra. Cuando estás con novia, los vier-nes y sábados son perfectos para una maratón de películas. Lle-gas a casa de tu chica, preparan algo de comer y se despanzu-rran descalzos en el sofá de la sala a mirar la tele hasta quedarse dormidos. También pueden pedir pizza por delivery y atravesar la madrugada al ritmo de sempiternos campeonatos de Scrabble (o de cualquier juego de mesa en el que ella siempre vencerá). Engordas increíblemente cuando estás con novia, pero no lo lamentas: ella empieza a llamarte «gordito» y hay algo poderosamente encantador en ese trivial diminutivo.

Cuando estás con novia, a sugerencia de ella, exploras otras maneras de cuidado personal: te aplicas su crema exfo-liante y también la humectante y, por qué no, hasta la hidra-tante. Y cuando van juntos al gimnasio ya no miras las máqui-nas para brazos, pecho y espaldas (que son las únicas partes del cuerpo que, en el fondo, te interesaría incrementar), sino que

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trotas a su lado —toalla de manos, termo de por medio— en una de esas fajas electrónicas a las que cinco minutos después estás buscándoles el botón para disminuir la velocidad a cero. Cuando estás con novia puedes organizar salidas en parejas, inacabables noches de Charada y Pictionary con amigos, y hasta es más divertido programar el típico viajecito de Sema-na Santa a Canta o Lunahuaná.

A los 30 años, además, la aparición de una novia despeja las dudas que tu madre tenía sobre tu sexualidad. Y si mis-mo creías ser gay, una novia te permite ponerlo en entredicho. Cuando estás con chica, dejas de mirar a las demás mujeres en la calle, o las miras con prudencia. Cuando estás con novia, no paras de bailar en las fiestas y eres la envidia de los solteros que se pasan la noche estáticos, maldiciéndote desde sus mesas. Con una novia tienes sexo frecuente y ya no es necesario que estés bajándote esos videos porno que más de una vez tu sobri-no de ocho años descubrió en tu PC, imponiéndote la necesi-dad de dar vergonzosas explicaciones.

Tener novia es tener alguien con quien conversar sobre esas millones de cosas bonitas de las que tus amigos suelen burlar-se. Con una novia puedes despertarte y sentir ingenuamente que nunca más estarás solo. Con una novia puedes pelearte sa-biendo que la ardorosa reconciliación vendrá muy pronto.

Yo no tengo novia. Por todo eso, estoy buscando una.

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Otro parte en el suelo

OTRO PARTE EN EL SUELO

4 de abril de 2007

Regreso a casa de trabajar, abro la puerta y en el suelo noto un sobre rectangular, crema, en el que mi nombre aparece con le-tras cursivas, doradas.

Señor

Renato Cisneros.

Presente.

No tengo que recogerlo para saber que se trata, por su-puesto, de un parte matrimonial. Otro parte matrimonial. Uno más para la colección. En los últimos tres años he recibi-do decenas de esas invitaciones, tantas que ya se me hace ruti-nario encontrarlas allí, en el umbral de la puerta, entreveradas con las facturas del agua, los volantes de la Municipalidad, las

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ofertas de comida rápida y las circulares de los evangelistas anun-ciando el fin del mundo (y con él, el fin de los matrimonios).

Los partes matrimoniales de los amigos son una prueba fáctica del paso del tiempo, una constatación de que no eres más el eterno adolescente que quisieras ser. Cada vez que reci-bo uno me siento irremediablemente envejecido, descompues-to, defraudado.

En los últimos años mis mejores amigos se han casado o han anunciado oficialmente su matrimonio y, al hacerlo, se han despojado, sin querer, de su eterno ropaje de compinches. Primero fue Eugenio Díaz, luego Rubén Mazzari, más tarde lo hizo Mauricio Osorno, después le tocó a Pablo Ayín y dentro de un mes se casará Arturo Rojas, quien, encima, ha tomado la riesgosa decisión de elegirme su testigo.

Sonará mezquino, infantil y egoísta, pero para un soltero no hay noticia más fatídica que el casamiento de un amigo del alma; de esos amigos que se saben de memoria tus secretos, los más triunfales, los más indecibles. En el momento en que lo anuncian te alegras por ellos o disimulas que te alegras, pero en el fondo la desazón produce un voraz cortocircuito. ¿Por qué? Pues porque un amigo que se casa es un camarada que se pierde, que toma un camino por el que solamente puede avan-zar él.

Mientras lo ves irse en el auto al final de la boda te despi-des también mentalmente de los millones de iconos

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