Mi hermanita Magdalena

Elena Garro

Fragmento

Título

La desdicha empezó en mi casa con la desaparición de mi hermanita Magdalena. No sé por qué digo desdicha. Es difícil escoger las palabras que definen las vidas y las situaciones, sobre todo cuando la complejidad de los hechos y de los personajes escapa a la imaginación de una mente provinciana y medianamente dotada como es la mía. Quiero decir que no estábamos preparados para la catástrofe que se abatió sobre nosotros. Mi hermanita era lo que se llama “la alegría de la casa” y también “la niña de los ojos de mi padre”. Fue en la noche de un domingo lluvioso. Se habían ido a Cuernavaca y nosotros nos habíamos quedado en la casa con Marta y con Loreto, las dos muchachas que se criaron en la casa de mi madre, allá en Chihuahua, pues nosotros no éramos de la capital. Éramos norteños.

Desde ese domingo lluvioso los árboles se hicieron menos verdes, el agua menos fresca y el cielo menos azul y más bajo, casi sin nubes. ¡Así sucede cuando nos toca la desdicha!

—¿Por qué nos vinimos a México? Si nos hubiéramos quedado en Chihuahua no habría sucedido esto —decían mis padres.

Hacía casi tres años que vivíamos en la capital y el resultado fue la desaparición de mi hermanita Magdalena. Era la menor de nosotras tres, aunque el menor de la familia, “el benjamín”, como decimos en el Norte, era mi hermano Alvarito.

Conocíamos mal la ciudad. No nos permitían alejarnos del radio de la casa, de las escuelas y de las casas de mis tías.

Mis tías Leticia, Remedios, Hortensia y Antonia eran las hermanas de mi madre. Todas ellas ordenadas, escrupulosas, limpias y morales. Sólo mi tía Leticia rompía las reglas. “¡Esta Leticia siempre tan independiente!”, se quejaban sus hermanas cuando mi tía hablaba del divorcio y del desnudo en la pintura. ¡La pintura clásica, por supuesto!

Mis tías nos visitaban para comentar las películas que habíamos visto juntas, ya que a todas partes íbamos en grupo. “¿Qué estarán haciendo ahora?”, preguntaba mi tía Remedios con voz soñadora, pensando en lo que les sucedería a los héroes de las películas después de la palabra fin. Sonámbulas, abandonábamos la sala oscura buscando parecidos entre las estrellas de cine y nosotras.

—¿Vendremos al próximo estreno de Doris Day? —le preguntábamos a mi tía Antonia, ya que era ella la que ordenaba las vidas de toda la familia, las idas al cine, las salidas al campo, las fiestas y los estudios de todos los primos.

—Recuerden que la novia del estudiante nunca es la esposa del profesor —nos dijo mi tía cuando Rosa, Magdalena y yo entramos al Bachillerato de Humanidades.

—Nosotras nunca nos vamos a casar —le contestó Magdalena que ya había decidido nuestras vidas.

Magdalena iba a ser artista de cine en Hollywood. Mi hermana Rosa modelo de sombreros y yo modista de alta costura y experta en belleza.

Vivíamos en la avenida Durango. Las mañanas eran claras y los árboles de la avenida muy verdes. Todavía no se inventaba la polución. De manera que teníamos buen aire, mañanas despejadas y tardes altas y gloriosas. La palabra Durango nos producía la nostalgia del Norte. Nos gustaba pasear por la avenida, llegar a la calle de Sonora, dar vuelta en la calle de Guadalajara y desembocar en el Parque España. Allí estaba la iglesia de la Coronación. Cuando había boda, de su puerta colgaban guirnaldas de flores blancas y el altar se cubría de ramos de flores perfumadas, salpicados de “nube”, una florecilla menuda como un encaje fino. En esas ocasiones mi tía miraba a sus hijas y luego nos contemplaba preocupada. Mis hermanas y yo teníamos un grave impedimento para lograr una boda: mi padre carecía de una buena fortuna.

—¡Qué lástima! No se casarán nunca —pronosticó mi tía en la iglesia de la Coronación.

—¿Qué dices? Mis hijas no están todavía en edad de casarse, son muy jovencitas —le contestó mi madre enfadada.

Mi tía Antonia no la escuchó. Se volvió a la hija mayor de mi tía Hortensia para decirle:

—Y tú, Hortensita, a lo más que puedes aspirar es a un empleado modesto —Hortensita se puso a llorar con desconsuelo.

—¡No quiero casarme con un empleaducho…!

—¿Por qué no? Debes ser práctica, hay empleaditos muy decentes —le explicó mi tía para tranquilizarla.

Hortensita no se tranquilizó: “Yo tengo aspiraciones”, dijo en medio de su llanto que todas las primas contemplamos en silencio. Mi tía Hortensia sentenció en voz baja: “¡Qué impertinente es Antonia!”.

En la familia estaba prohibido levantar la voz, gesticular y adoptar actitudes descocadas. Las “actitudes” eran muchas: reírse en público, cruzar las piernas, detenerse en la calle para hablar con los conocidos, gesticular, exagerar y usar zapatos de tacones altos.

Puedo afirmar que mi familia era una familia feliz, moderada, discreta, cortés y espartana. “Las buenas costumbres son espartanas”, afirmaban mis tías. ¿Cómo explicar la gran catástrofe de la desaparición de Magdalena? No había explicación y decidimos callar mientras encontrábamos a mi hermanita.

—Hay que ser prácticos, si les decimos a mis hermanas lo que ha sucedido pondrán el grito en el cielo y como de costumbre acusarán a su padre de indulgente, de manera que es mejor callar —ordenó mi madre.

En el idioma familiar la palabra práctico cubría todos los terrenos: amoroso, escolar, literario, moral, afectivo, político, artístico, familiar y público. Mis tías aplicaban el término sin discriminación. Dar limosna no era práctico y cerraban el vidrio de sus automóviles si algún mendigo les tendía la mano diciendo: “¡Por el amor de Dios!”. La limosna fomentaba el vicio y la avaricia, los mendigos tenían los colchones repletos de oro. Debíamos estudiar la historia como si nunca hubiera sucedido, era una manera de saber lo que se debía hacer y lo que había que evitar hacer. Por ejemplo, no podíamos ser como Nerón, que incendió Roma para satisfacer su vanidad. “La modestia es la flor más preciada.” A mis tías les preocupaban las lecturas: “La literatura es una distracción. Si se imaginan que la vida es una novela, acabarán mal”.

En la casa de mi tía Antonia había una hermosa biblioteca italiana con los anaqueles de madera labrada repletos de libros que sólo eran fachadas de cartón forrado en cuero rojo y letras de oro anunciando los títulos de los clásicos. Era una biblioteca práctica cuya misión era la de adornar la casa. Mis tías nos seleccionaban las lecturas. Nos regalaron Las cuatro hermanitas de Louisa May Alcott. El libro era un ejemplo para las chicas casaderas, el destino ideal de la mujer era el matrimonio, pero si no lo lograban porque los medios económicos no lo permitían, debían tener una educación práctica, capaz de asegurarles una vida modesta, como la de Jo.

—Tú, Magdalena, no debes ir a la universidad. Debes de ser profesora de gimnasia. Tienes el tipo perfecto: alta, fuerte y limpia. Te inscribiré en una escuela de cultura física —anunció pensativa mi tía Antonia.

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