Lo que no sabe medea

Ignacio Padilla

Fragmento

Lo que no sabe Medea

Giovanna: el lugar de tus apariciones

Aviones, grullas, quizá palomas. Una parvada alucinante de figuras de papel me abraza mientras caigo en el vacío, tan despacio que el aire podría ser agua, y las papirolas, peces que me empujan hacia abajo. Cuando estoy por tocar fondo abro los ojos y me incorporo bruscamente en una habitación que desconozco. Me incomoda no reconocer la cama en la que yazgo ni el techo que me cubre, ni siquiera la mente que me piensa. Me inunda por instantes el temor de que se me haya hecho tarde para bajar a la calle, donde creo que me aguarda el coche que me conducirá a la sierra. Distingo entonces mis zapatos en el suelo y, sobre una silla, mi camisa manchada con algo que no sé si es sangre o barro; leo en el reloj despertador que son apenas las cinco de la madrugada y por fin comprendo que mis sueños de papirolas y barrancos no son presagios sino reminiscencias de cosas que viví el día de ayer en una aldea de espanto llamada Malombrosa.

Me apresuro a despejar mi irrealidad de pesadilla rescatando la solidez de lo que me rodea: el tapiz floreado sobre una pared que presiento muy blanca, la cama en la que me derrumbé hace apenas unas horas, la puerta entornada del baño, las maletas que el botones colocó sobre un bastidor que todavía me parece demasiado frágil para sostenerlas. Erguido al fin en este lecho elegante y seco, procuro acompasar mi aliento con la calma de la noche citadina. Más que al cansancio de esta última jornada, decido atribuir mi confusión horaria y mi mal sueño al influjo de un resplandor eléctrico que entra por la ventana como queriendo desbaratar las pocas certezas que aún pudieran restarme: tanta luz en horas tan oscuras me habrá encabritado la mala yegua de la fiebre.

Apelmazado en sudor intento convencerme de que estoy a salvo, aunque no sabría decir hasta cuándo o de qué. Te has librado, me digo, estás entero y a salvo en un hotel de Milán. Pero mi propia voz no acaba de convencerme, no me parece cierta ni mía: ya soy otro, me ha usurpado la conciencia de otro hombre. No soy más que una oquedad donde una voz ajena a mí retumba te equivocas, Herbert Quandt, aún estás en Malombrosa, y lo que ahora crees que eres es sólo un estertor, la reverberación de un hombre que agoniza, la proyección ansiosa de lo que hubiera sido de ti si no hubieses muerto ayer mismo en el corazón viscoso de la serranía lombarda. Acéptalo, me insiste la voz del otro, acéptalo y entiende de una buena vez que no eres más que el deseo que tuvo anoche un moribundo de escapar a su destino; eres la pura ansia de un retorno a casa que no ocurrió jamás porque allá quedaste, Herbert Quandt, aniquilado en el fondo de un barranco, expuesto al hambre de los lobos, amortajado con abrojos y avioncitos de inesperado papel.

Calma, estoy despierto, me digo. Y extiendo la mano para alcanzar mis cigarros y el encendedor de oro que en mala hora me heredó mi padre. Recuerdo entonces que dejé de fumar hace diez años, cuando murió mi hermano Harald, y que el encendedor lo perdí en una apuesta alcoholizada en Mónaco. Recordar tales cosas me apacigua porque me confirma que aún existo y que estoy aquí. Invoco ahora otras escenas de mi vida, las recito y me aferro a ellas para ubicar en qué día y en qué lugar preciso me encuentro. Vuelvo a decirme que estoy despierto, ahora con más bríos, más consciente y más seguro en esta habitación de techos altos, ya lúcido y afortunadamente lejos de las lunas negras y los marchitos saucos de Malombrosa. Aquí nadie esperará que te hundas o te pierdas tras los pasos de Hedwig Johanna Goebbels, o de quien crees que fue Hedda Goebbels; ningún labriego calvo y montaraz te llevará esta mañana a su aldea a bordo de una furgoneta tísica; acá no tienen por qué herirte más las confesiones del sacerdote ciego con el que conversaste hace unas horas, ni cómo atravesarte sus pupilas con glaucoma ni asquearte aquel olor a vino rancio que impregnaba su sacristía. Dentro de nada, me digo, cuando hayas vuelto a Hamburgo, te sabrás aliviado enteramente de la fiebre, libre ya de tener que humillar la vista ante hombres con navaja al cinto y ancianas claramente convencidas de que también tú has venido a arrebatarles sus posesas inmaculadas, sus niñas santas o sus vírgenes de piedralumbre. Mañana quedarás al margen de cualquier sospecha, olvidarás con autos y aeroplanos de verdad los avioncitos de papel que cubrían tu cadáver en la cañada. Mañana sabrás de nuevo en qué día vives y tu nombre y la fecha de tu nacimiento y tus costumbres, y te verás rodeado por gente viva y sólida, y te sabrás autorizado para no pensar más en tu hermano Harald ni en Hedwig Johanna Goebbels ni en los otros niños. Sólo allá y sólo entonces volverán a sus sepulcros los fantasmas que tú mismo has convocado en Malombrosa y que honestamente esperas no volver a presentir en el tiempo que te reste de vida.

Jurarás que al abrir los ojos te acompañó el ulular de una lechuza. De bruces todavía sobre tu soñado lecho de hojas muertas notaste que por el filo de la pesadilla se filtraba a tu vigilia un haz de luz que alumbró tu habitación en el hotel milanés: tus zapatos al pie de la cama, tu camisa en la silla sugiriendo una presencia semihumana, la mesita con su lámpara de ónix y el reloj despertador abatido para siempre a las cinco en punto de la madrugada. Entre el vaso y el reloj notaste también un blíster de somníferos que te hizo pensar en la piel de una serpiente, o en tu propio cadáver abandonado en la montaña como un suvenir reptil de tus vidas y tus muertes anteriores.

Anestesiado o enfermo, puede ser que malherido, percibiste un susurro al otro lado de la puerta de tu habitación: definitivamente alguien te espiaba desde el pasillo, oías con claridad crujir sus pasos sobre la duela y sus ojos acechar por la cerradura; sentiste una multitud de ojos entremetidos en tus sueños, iguales a los que supiste que te observaban horas atrás mientras oías al párroco de Malombrosa hablarte de Hedda Johanna Goebbels.

Allá también nos vigilaban. Todavía siento que alguien nos vigila desde afuera de la sacristía. El sacerdote me habla en un susurro, tan bajo y tan cerca que puedo percibir su aliento en mi cara. Apesta, carraspea el nombre de mi hermano como si llevara muchos años esperando su retorno o mi visita. El viejo me llama alternadamente señor Quandt o teniente Quandt, a veces inclusive enmaraña mi apellido con el de los Goebbels. Deduzco entonces que piensa que yo también me llamo Harald, o que soy él: un Harald Quandt envejecido, obeso y calvo que ha venido de ultratumba para exigirle razón de lo que hizo o dejó de hacer con su media hermana, la pequeña Hedda, traída a Malombrosa en una tarde como ésta hace casi treinta años.

El cura me pone al día hablando en un tiempo pasado que me cuesta mucho esfuerzo conjugar con él. Me habla desde su guerra, o desde las muchas guerras que habrán pasado por su calvario de confesor de camisas negras y párroco de partisanos. Me arrastra sobre los baches de su desmemoria como si quisiera alejarme de la sacristía; me hipnotiza más allá del presente con ese a

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