Germinal

Tania Tagle

Fragmento

Germinal

Prefacio

La tarde de febrero en la que dos líneas moradas aparecieron con timidez en la prueba de embarazo que sostenía en la mano, pensé en ella. En su falda de serpientes y sus collares de corazones humanos y cráneos. En sus tetas flácidas que amamantaron a cuatrocientos dioses, en su rostro de pesadilla. Coatlicue, el epítome de la madre y de la monstruosidad.

Conforme fueron avanzando las semanas, la idea de la madre/monstruo no dejaba de rondarme. Mi cuerpo, entre más se deformaba, más me causaba curiosidad, deseo y repulsión, todo al mismo tiempo. Además, la realidad parecía deformarse junto con él, como cada vez que un monstruo aparece en una historia y lo trastoca todo. Hay horror, pero también hay atracción. Empecé a escribir el primer ensayo de este libro bajo esa premisa y se fue convirtiendo en un diario de embarazo a la par de un cuaderno de notas sobre lo monstruoso.

La monstrificación de las mujeres durante el embarazo es algo que ocurre todo el tiempo y de lo que social e individualmente somos poco conscientes. Las mujeres embarazadas estamos rodeadas de mitos y supersticiones; se levanta a nuestro alrededor una forma de respeto y consideración extrañas, muchas veces parecida a la veneración, y hay quienes incluso sienten temor frente a nuestros cuerpos y su transformación. Explorar esa relación entre la experiencia individual del embarazo y la forma en que se colectiviza a través de la monstruosidad me pareció casi natural.

Luego, conforme se acercaba mi parto, tuve mucho miedo. Traté de investigar lo más posible, sentía que si recopilaba la suficiente información, que si “estudiaba” como si fuera alguna especie de examen de graduación (muy poco después aprendí que era solo el propedéutico de la maternidad) estaría más tranquila. Pero nada lograba paliar mi ansiedad, así que empecé a pensar en los milagros. ¿Qué es un milagro?, ¿por qué decimos que la vida es un milagro?, ¿qué es dar a luz? No desde la fascinación y la repulsión, sino desde el temor escatológico, se fue tejiendo el segundo ensayo de este libro. El miedo a morir está naturalizado en la mayoría de las personas: se escribe, se discute, se hace filosofía al respecto, ¿pero el miedo a la vida? En mi caso específico: el miedo a dar vida. Ese pánico sagrado que te cuentan como milagro, ¿lo es en realidad?

El último ensayo es un epílogo en proceso, pues da cuenta de los primeros años de la crianza, que para mí ha sido otra forma de aprender a practicar el asombro. El asombro lanza una pregunta en lo más hondo de nosotros, saber qué hacer con esa pregunta ha sido uno de los aprendizajes más valiosos de mi maternidad. Acompañar el asombro de un ser humano y redescubrir el propio es un proceso aterrador y maravilloso.

En el acto de asombrarse está la semilla de todo pensamiento científico y filosófico, y también a partir de ahí es posible construir una crítica al predominio masculino que lo ha ejercido. Este último ensayo inacabado es, pues, un repositorio de dudas y asombros que surgieron mientras repetía los nombres de las cosas después de que mi hijo las señalaba para que los apre(he)ndiera, mientras arrullaba de madrugada, limpiaba excreciones y secreciones o esperaba en la sala de un consultorio pediátrico. Estoy segura de que con el paso del tiempo se irán sumando muchas otras.

Este libro está hecho de curiosidad y de miedo. A falta de una tribu con quien sentarme a sentir y a pensar durante todo este proceso que, me permito insistir en esto, no debería ser tan solitario, me puse a escribir. Corrijo, no a escribir; más bien, a hacer que la escritura y todas las voces que conjura, antiguas y actuales, me acompañen.

Germinal

Yo soy Ofelia. Aquella que el río no contuvo.

Heiner Müller, Hamletmaschine

Yo iba a la alberca para ver la luz refractada en las ondas de la superficie. Para rozarla con la palma abierta y sentir la piel del agua por unos instantes. O para cerrar los ojos y escuchar el eco, las frases a medias, los gritos ahogados por el vapor, las risas salpicadas. Yo no iba a la alberca a nadar.

Las otras mujeres cruzaban de un lado a otro. Todas ellas brazos y pechos y espaldas luminiscentes. Memoria anfibia puesta en marcha. Yo las observaba desde la orilla, somnolienta.

Sus panzas se parecían a la mía y al mismo tiempo eran completamente distintas. Cada mujer se expande a su manera, se vuelve alberca, tanque acuático, con un diámetro y unas dimensiones distintas. Alcanzaba a ver, desde donde estaba, algunos ombligos protuberantes debajo de la licra del traje de baño. El mío no estaba saltado, simplemente se había borrado. Yo también sentía que me borraba poco a poco.

Respiraba profundamente para que el olor del cloro hinchara mis pulmones. Y era como sentirme limpia por dentro. Cuando comenzaba a marearme, repetía en voz baja la palabra cloro como una onomatopeya líquida: clo, clo, clo ro.

A veces metía un poco las piernas para asombrarme por la fosforescencia de mis pies bajo el agua. Para asegurarme de no sucumbir a la tentación de sumergirme, me dejaba la bata puesta.

Me había inscrito porque un doctor me sugirió “mantenerme activa”, como si mi cuerpo no estuviera más atareado que nunca, creando uñas, pelos y pulmones de la nada.

Consideré buena idea pasar la tarde en una alberca. Me gustaba la humedad, el olor, el eco, la cercanía con el agua… pero nunca entraba. Tan solo pensarlo me ponía ansiosa.

Tenía miedo, pero no era miedo al agua. Al contrario. Había visto a un ahogado una vez, de niña: la piel azul, los labios morados y abiertos. Estaba segura de que era la muerte más hermosa de todas. No me metía a la alberca porque sabía que no tendría voluntad para flotar.

Me dejaría arrullar por las lenguas acuáticas. Apretaría los ojos hasta sentir que el hilo que me mantenía atada a la superficie se rompiera y pudiera abandonarme por fin al sueño en el fondo.

Me imaginaba acostada boca arriba en el piso de la alberca, liviana y pesada al mismo tiempo. Abriría los ojos ya sin ardor para mirar al grupo de mujeres que cargaban sus ridículas panzas.

Borrosas, consternadas, se abrazarían unas a otras. No intentarían rescatarme porque para entonces ya no habría nada que hacer. Seguramente dirían que estaba deprimida, que era extraña y no me emocionaban las manualidades que todas hacían para sus futuros hijos. Tratarían de no mirarme mucho para que no se les cortara la leche. Y yo les sonreiría de vuelta desde el saco amniótico de la piscina.

Un feto con un feto adentro.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos