La edad de la punzada

Xavier Velasco

Fragmento

La edad de la punzada

1. ¿Yo campeón?

Octubre 31. No ha dado el mediodía y sospecho que ya es noche de brujas. Vamos todos en una doble fila, escaleras arriba hacia el Salón de Actos. Somos casi doscientos, repartidos en cuatro salones. En el B, que es el mío, soy el cuarenta y nueve de la lista. Es decir, el penúltimo. Sólo que hoy no serán los maestros titulares, sino el director de la secundaria —decimos que es el Bóxer, por esa jeta chata de perro asqueado y bravo— quien nos pasará al frente, de uno en uno, para entregarnos El Boletín: esa triste libreta que apenas con dos meses en el segundo año ya habla tan mal de mí. Tampoco va a llamarnos por orden alfabético, si como es la costumbre en estas solemnísimas ocasiones, comenzará por los peores alumnos, de forma que al final los mejores reciban un aplauso. Cuando menos así lo explica él, pero yo estoy tan cerca de saber la verdad que me crece el vacío en el estómago no bien el Bóxer hace su espeluznante entrada y alza la voz delante del rebaño:

—¿Sagrado Corazón de Jesús…?

—En vos confío.

—¿San Juan Bautista de La Salle…?

—Ruega por nosotros.

—¿Viva Jesús en nuestros corazones…?

—Para siempre.

—Sentados.

En momentos como éste, los rezos de rigor suenan como las órdenes al pelotón de fusilamiento. Yo apenas si los oigo, algo me dice ya que mis nervios de punta son los del infeliz que está solo entre paredón y pelotón. Hago cuentas: de las once materias debo de haber tronado cinco, cuando menos. Podrían ser hasta siete, justo los días que faltan para que cumpla los catorce años.

La primera quincena troné una, la segunda tres y la tercera cinco. No sé qué está pasando, nunca antes reprobé tantas materias en tan poco tiempo. Es como si cayera en espiral hacia el fondo de un remolino hambriento. No logro controlarlo, está dentro de mí, me digo de repente y ya sé que de nada serviría inventarme una excusa con esos argumentos. ¡Mamá! ¡Papá! ¡Ya no sé qué me pasa! ¡No soy yo, se los juro! Y lo peor es que es cierto, pero Alicia y Xavier no están para saberlo. Según calculo, éste es el resultado de una caída tan larga que empezó cuando entré a primero de secundaria, hace catorce meses, y no se ha detenido, ni se va a detener si no ocurre un milagro de aquí a mi cumpleaños. Ahora mismo no temo reprobar seis o siete materias, sino que esa desgracia tenga que suceder a sólo siete días de que el milagro cruce las puertas de mi casa. Un milagro rodante con las llantas de taco, salpicaderas altas y motor Honda a cuatro tiempos de noventa gloriosos centímetros cúbicos.

Es cierto que las motos son emocionantes y a mí me encantaría echar carreras y caballitos con ella, pero lo que yo busco, lo que más me interesa y a nadie se lo puedo confesar, es que esa moto roja me consiga una novia. Si yo tuviera novia, estudiaría con gusto. Pasaría las materias. Soportaría fumarme estas seis horas diarias de mierda tras las bardas malditas del Instiputo Simón Bolívar, un purgatorio sólo para varones divididos en dos grandes manadas: los bravucones y los lambiscones. Unos y otros listos para reírse juntos y contentos a costillas de alumnos como yo, que estoy a unos instantes de formar fila entre la escoria de la escoria escolar y ser oficialmente un inadaptado.

Cuando escucho mi nombre de los labios del Bóxer, es como si me dieran con un marro en la sien. Había contado con ser el sexto, hasta con suerte el décimo de atrás para adelante, no puede ser que me llame primero. ¿Qué está diciendo el Bóxer? ¿Yo? ¿Por qué yo? ¿Cómo yo? ¿Yo tengo once materias reprobadas? Todavía no atino a darme cuenta del efecto que tiene mi cara de sorpresa sobre la multitud, y en especial esa pregunta: ¿Yo? Resuenan ya risas y risotadas y el Bóxer las detiene con una mano en alto, pero no porque haya pensado en rescatarme sino porque es su turno para hacerlos reír.

—¡Felicidades! —alza los brazos, hace una mueca de falsa alegría—. ¡Acabas de romper el récord de esta escuela!

—¡No puede ser, profesor! ¡Tiene que haber una equivocación! —insisto, entre la carcajada general.

—Ahora sí reprobaste de todas, todas. Eres el peor alumno de esta escuela, y de la historia entera de esta escuela —lo está gozando tanto que se levanta: —Por favor, un aplauso para su compañero.

Y aquí están aplaudiendo, los doscientos. Camino tembloroso de mi silla a la mesa del director, perseguido por aplausos y risas. Una vez que me entrega el boletín, recobra su mirada de pocas pulgas y esa nariz de perro huelefeo que hoy me dedica el más sincero de sus ascos. ¿Qué diría el pinche Bóxer si supiera que mi mayor aflicción no es preguntarme cómo pude haber hecho para reprobar Ética, Inglés o Educación Física, ni saber que ahora soy tan famoso que ya ni en el recreo van a dejarme en paz, sino nomás temerme que a mi moto le están saliendo alitas? ¿Me la van a quitar sin habérmela dado, tan siquiera? La hilera se ha hecho larga y culebrea ya por los pasillos del Salón de Actos, una vez que todos los reprobados estamos de pie y comienza don Bóxer con los aplicados: esos alumnos raros que no saben lo que es tronar una materia, ni creen que exista vida más allá de un examen extraordinario. Hace un año, yo era casi uno de ellos. Reprobaba de pronto una materia o dos, no parecía demasiado difícil salvarlas todas en la misma quincena, ni desde luego terminar el semestre sin un solo promedio reprobado.

Aquí, en el Instiputo, ser de los reprobados tiene un precio especial. Además de regaños y castigos en la casa, soporta uno el desprecio de los más aplicados, que en mi caso es la gran mayoría, gracias a un reglamento que da y quita minutos al salón. En su oficina, el Bóxer guarda la lista oficial donde están los minutos de cada grupo de la secundaria. Si el alumno González no guarda estricta disciplina mientras formamos filas, el Bóxer nos lo anuncia en el megáfono: Diez minutos menos a Tercero B, por González que está platicando. Cuando el salón junta trescientos sesenta minutos, tiene derecho a un día de paseo por un horrible club deportivo al que nos llevan en un par de autobuses, lejísimos. Y eso sucedería la semana próxima, sumando los minutos obtenidos por cada alumno que se fue sin tronar, pero no va a pasar porque ya el Bóxer saca la cuenta de todas las materias reprobadas y le quita al salón tantos minutos que el día de paseo queda otra vez bien lejos. Agradezcan a sus compañeros irregulares que se van a quedar sin salir, siembra cizaña el Bóxer, como esperando que a los reprobados nos queme la vergüenza y andemos quince días con la cabeza gacha y nunca más volvamos a reprobar. Sí, cómo no, pendejo, rujo entre dientes y me encierro en mí mismo para no escuchar más los comentarios. ¿Por mi culpa no vamos a salir? ¡Pues me alegro!, le gusta decir a Alicia, generalmente cuando está enojada, y eso es lo que yo opino en este momento. Me alegro, que se jodan. Para que sigan riéndose de mi desgracia.

¿Qué es lo peor que le puede pasar

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