Amores invencibles

Diana Arias

Fragmento

Amores invencibles

Sobre las cumbres hay paz,

en las copas de los árboles

apenas puedes percibir un aliento,

los pajarillos han enmudecido en el bosque.

Espera, pronto descansarás tú también.

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

San Carlos de Bariloche, verano de 1958

El lago Nahuel Huapi era interminable. Desde la ventanilla del tren divisó el espejo de agua y, luego, las montañas que lo enmarcaban con los últimos rayos del sol. Después de dos días de travesía en el vagón de clase turista, necesitaba estirar las piernas sin temor a perder el equilibrio, y el estruendo provocado por los frenos de la locomotora la alivió.

Dagmar Úrsula Kobelt sintió que por fin tomaba las riendas de su vida. Durante dos meses sería la institutriz de unos niños que pasaban las vacaciones con sus abuelos en la ciudad de San Carlos de Bariloche, en la Patagonia. La joven alemana tenía su primer trabajo. Sus padres adoptivos dudaron al momento de dejarla ir, pero la actitud decidida que la caracterizaba finalmente los convenció.

La estación era pintoresca. Los techos empinados y las tejas oscuras le resultaron familiares. Descendió las escalinatas del vagón. El calor sofocante de Buenos Aires había desaparecido y en su lugar se respiraba una brisa fresca del exterior y un aroma dulzón proveniente del restaurante del andén.

Abriéndose paso entre la gente, buscó un lugar donde esperar. Minutos más tarde, el señor y la señora Dellai la llamaron por su nombre con un acento conocido. Se saludaron con formalidad y, en el trayecto hasta el hotel, hablaron en alemán. Dagui, como le decían desde niña, estaba acostumbrada a usar su idioma natal y le gustó conversar con esas personas serias, pero amables.

El largo camino hasta el cerro fue invadiéndola de preguntas. ¿Cuál era el nombre de esas flores amarillas? ¿Y de los árboles que parecían chillar verde intenso? ¿Podría recorrer esos lugares algún día? Las rocas desnudas que sobresalían en las laderas le parecían inmensas. Todo era sugestivo, como si el paisaje que descubría desde una ventanilla de automóvil le hablara. La inquietó la idea de caminar esos senderos que apenas alcanzaba a ver entre la frondosa vegetación.

En la base del cerro, el Hotel Catedral era soberbio y, además, un destino clásico de esquiadores y amantes de la nieve. La construcción, con una fachada de madera y techo a dos aguas resaltaba las diminutas ventanas de los cuartos de huéspedes y del amplio comedor. A su vez, las escaleras de ingreso comunicaban a una galería abierta con vista panorámica a las montañas.

El arribo fue silencioso y la señora Dellai la llevó directo a su habitación. Los tres niños que pronto conocería habían salido a recorrer las pistas de esquí, que en esa época del año estaban cubiertas de un fino musgo de color marrón.

Dagui entró al cuarto, contiguo al de los pequeños que iba a cuidar. Se trataba de un espacio para ella sola, por primera vez en su vida. El mobiliario era sencillo: un armario, la cama, unos cuadros y la mesa de luz. Junto a la lámpara había un diminuto florero con un ramillete verde que perfumaba la estancia. Por la ventana, el paisaje cordillerano la dejó sin aliento; el espectáculo natural de las montañas era magnético.

Le llamó la atención una serie de cuadros que se alineaban en la pared. Fotografías del bosque, tomadas desde abajo, con el cielo como fondo y las ramas de los árboles que pugnaban por un rol protagónico. Estaba segura de que le gustaría conocer ese lugar.

Afuera anochecía cuando oyó las voces de los tres niños, que recién llegaban. Karin, Wolf y Bernd tenían once, nueve y seis años. El hotel era colosal y, a pesar de no estar en la temporada de invierno, una decena de familias se alojaban allí. Ser parte de la familia propietaria del lugar tenía sus ventajas, era como vivir el detrás de escena. Inmediatamente Dagui fue tratada como adulta y eso también fue nuevo para ella.

Cada día era diferente y entretenido. Los tres chiquitos rubios y simpáticos alborotaban el lugar con sus juegos y ocurrencias. Por las mañanas, luego del desayuno, Dagui leía en el comedor. Les narraba a los chicos cuentos infantiles de autores europeos y procuraba que se entusiasmaran con los dibujos. Ocupaba el tiempo en actividades que incluyeran el idioma alemán, de manera que la música, los paseos y las conversaciones eran parte de su trabajo.

La tercera semana después de su llegada, los Dellai planearon una visita al Bosque de Arrayanes. Se trataba de un día completo de excursión y a Dagui —como parte de sus obligaciones— le tocó organizar el equipaje de los niños: gorras para el sol, trajes de baño y toallones por si se metían al lago.

El sol radiante inundó las laderas de las montañas cuando los dos vehículos en los que fueron hacia la costa del lago se pusieron en marcha. El camino hasta Puerto Pañuelo era imponente, con bosques de pinos y otras especies de árboles que daban color al paisaje. Esta vez los acompañaba Juan Fleré, el joven concesionario del Refugio Lynch,1 quien, por su antigua relación comercial y de amistad con Cornelio Dellai, frecuentaba el hotel casi diariamente.2

—Miren allá, esos son ñires —indicó Juan señalando un grupo de árboles—, significa ‘zorro’ en la lengua de los aborígenes y les dicen así porque en esos árboles es donde los zorros hacen sus madrigueras, para que nazcan sus crías.

Los niños se acercaron a las ventanillas para ver las plantas, preguntando más detalles. A Dagui le gustó la forma en que Juan contaba el paisaje. Era apasionado y estaba atento a todos, parecía siempre concentrado y dispuesto a ayudar.

Se habían conocido unos días atrás, en una de las comidas que la familia organizó en el hotel para una veintena de personas. En cuanto lo vio, le pareció un hombre atractivo y se imaginó que por su edad estaría casado, pero, con el correr de la noche, se enteró de que era el encargado del refugio en el Cerro Catedral, un eximio esquiador y, además, soltero. Alto y apuesto, tenía la tez bronceada por el sol y una voz profunda con acento elegante. En el hotel, todos hablaban en castellano, pero cuando la conversación trocaba al alemán, Juan podía seguir el hilo y sumaba sus opiniones perfectamente. Dagui se alegró al saber que el hombre sería parte de la expedición al Bosque de Arrayanes y eso la animó a arreglarse con esmero el cabello y usar la campera de lana que había comprado en el centro con sus primeras ganancias como institutriz.

El lago majestuoso brillaba bajo el sol y apenas unas olas delataban el viento suave del sur. Después del viaje en lanchón, arribaron al puerto de la isla Victoria y emprendieron el camino hacia el rincón del bosque donde pasarían el día, en la península de Quetrihué. Mientras los adultos se instalaban en la costa del lago, Dagui llevó a los niños a pasear. Era su oportunidad, quería recorrer el bosque y explorar los senderos naturales que la habían cautivado desde su llegada a Bariloche. Ale

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