Sobre las cumbres hay paz,
en las copas de los árboles
apenas puedes percibir un aliento,
los pajarillos han enmudecido en el bosque.
Espera, pronto descansarás tú también.
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
San Carlos de Bariloche, verano de 1958
El lago Nahuel Huapi era interminable. Desde la ventanilla del tren divisó el espejo de agua y, luego, las montañas que lo enmarcaban con los últimos rayos del sol. Después de dos días de travesía en el vagón de clase turista, necesitaba estirar las piernas sin temor a perder el equilibrio, y el estruendo provocado por los frenos de la locomotora la alivió.
Dagmar Úrsula Kobelt sintió que por fin tomaba las riendas de su vida. Durante dos meses sería la institutriz de unos niños que pasaban las vacaciones con sus abuelos en la ciudad de San Carlos de Bariloche, en la Patagonia. La joven alemana tenía su primer trabajo. Sus padres adoptivos dudaron al momento de dejarla ir, pero la actitud decidida que la caracterizaba finalmente los convenció.
La estación era pintoresca. Los techos empinados y las tejas oscuras le resultaron familiares. Descendió las escalinatas del vagón. El calor sofocante de Buenos Aires había desaparecido y en su lugar se respiraba una brisa fresca del exterior y un aroma dulzón proveniente del restaurante del andén.
Abriéndose paso entre la gente, buscó un lugar donde esperar. Minutos más tarde, el señor y la señora Dellai la llamaron por su nombre con un acento conocido. Se saludaron con formalidad y, en el trayecto hasta el hotel, hablaron en alemán. Dagui, como le decían desde niña, estaba acostumbrada a usar su idioma natal y le gustó conversar con esas personas serias, pero amables.
El largo camino hasta el cerro fue invadiéndola de preguntas. ¿Cuál era el nombre de esas flores amarillas? ¿Y de los árboles que parecían chillar verde intenso? ¿Podría recorrer esos lugares algún día? Las rocas desnudas que sobresalían en las laderas le parecían inmensas. Todo era sugestivo, como si el paisaje que descubría desde una ventanilla de automóvil le hablara. La inquietó la idea de caminar esos senderos que apenas alcanzaba a ver entre la frondosa vegetación.
En la base del cerro, el Hotel Catedral era soberbio y, además, un destino clásico de esquiadores y amantes de la nieve. La construcción, con una fachada de madera y techo a dos aguas resaltaba las diminutas ventanas de los cuartos de huéspedes y del amplio comedor. A su vez, las escaleras de ingreso comunicaban a una galería abierta con vista panorámica a las montañas.
El arribo fue silencioso y la señora Dellai la llevó directo a su habitación. Los tres niños que pronto conocería habían salido a recorrer las pistas de esquí, que en esa época del año estaban cubiertas de un fino musgo de color marrón.
Dagui entró al cuarto, contiguo al de los pequeños que iba a cuidar. Se trataba de un espacio para ella sola, por primera vez en su vida. El mobiliario era sencillo: un armario, la cama, unos cuadros y la mesa de luz. Junto a la lámpara había un diminuto florero con un ramillete verde que perfumaba la estancia. Por la ventana, el paisaje cordillerano la dejó sin aliento; el espectáculo natural de las montañas era magnético.
Le llamó la atención una serie de cuadros que se alineaban en la pared. Fotografías del bosque, tomadas desde abajo, con el cielo como fondo y las ramas de los árboles que pugnaban por un rol protagónico. Estaba segura de que le gustaría conocer ese lugar.
Afuera anochecía cuando oyó las voces de los tres niños, que recién llegaban. Karin, Wolf y Bernd tenían once, nueve y seis años. El hotel era colosal y, a pesar de no estar en la temporada de invierno, una decena de familias se alojaban allí. Ser parte de la familia propietaria del lugar tenía sus ventajas, era como vivir el detrás de escena. Inmediatamente Dagui fue tratada como adulta y eso también fue nuevo para ella.
Cada día era diferente y entretenido. Los tres chiquitos rubios y simpáticos alborotaban el lugar con sus juegos y ocurrencias. Por las mañanas, luego del desayuno, Dagui leía en el comedor. Les narraba a los chicos cuentos infantiles de autores europeos y procuraba que se entusiasmaran con los dibujos. Ocupaba el tiempo en actividades que incluyeran el idioma alemán, de manera que la música, los paseos y las conversaciones eran parte de su trabajo.
La tercera semana después de su llegada, los Dellai planearon una visita al Bosque de Arrayanes. Se trataba de un día completo de excursión y a Dagui —como parte de sus obligaciones— le tocó organizar el equipaje de los niños: gorras para el sol, trajes de baño y toallones por si se metían al lago.
El sol radiante inundó las laderas de las montañas cuando los dos vehículos en los que fueron hacia la costa del lago se pusieron en marcha. El camino hasta Puerto Pañuelo era imponente, con bosques de pinos y otras especies de árboles que daban color al paisaje. Esta vez los acompañaba Juan Fleré, el joven concesionario del Refugio Lynch,1 quien, por su antigua relación comercial y de amistad con Cornelio Dellai, frecuentaba el hotel casi diariamente.2
—Miren allá, esos son ñires —indicó Juan señalando un grupo de árboles—, significa ‘zorro’ en la lengua de los aborígenes y les dicen así porque en esos árboles es donde los zorros hacen sus madrigueras, para que nazcan sus crías.
Los niños se acercaron a las ventanillas para ver las plantas, preguntando más detalles. A Dagui le gustó la forma en que Juan contaba el paisaje. Era apasionado y estaba atento a todos, parecía siempre concentrado y dispuesto a ayudar.
Se habían conocido unos días atrás, en una de las comidas que la familia organizó en el hotel para una veintena de personas. En cuanto lo vio, le pareció un hombre atractivo y se imaginó que por su edad estaría casado, pero, con el correr de la noche, se enteró de que era el encargado del refugio en el Cerro Catedral, un eximio esquiador y, además, soltero. Alto y apuesto, tenía la tez bronceada por el sol y una voz profunda con acento elegante. En el hotel, todos hablaban en castellano, pero cuando la conversación trocaba al alemán, Juan podía seguir el hilo y sumaba sus opiniones perfectamente. Dagui se alegró al saber que el hombre sería parte de la expedición al Bosque de Arrayanes y eso la animó a arreglarse con esmero el cabello y usar la campera de lana que había comprado en el centro con sus primeras ganancias como institutriz.
El lago majestuoso brillaba bajo el sol y apenas unas olas delataban el viento suave del sur. Después del viaje en lanchón, arribaron al puerto de la isla Victoria y emprendieron el camino hacia el rincón del bosque donde pasarían el día, en la península de Quetrihué. Mientras los adultos se instalaban en la costa del lago, Dagui llevó a los niños a pasear. Era su oportunidad, quería recorrer el bosque y explorar los senderos naturales que la habían cautivado desde su llegada a Bariloche. Alegres, los tres pequeños siempre estaban dispuestos a correr y gastar energías.
Caminaron hacia el bosque y pronto la espesura de la naturaleza los rodeó. Si bien escuchaba las voces de los demás, para Dagui el paisaje se volvió íntimo de una manera especial. Los árboles cada vez más tupidos ocultaban el sol y apenas se divisaba el cielo entre sus copas. La joven miró hacia arriba. Las fotografías del cuarto del hotel, que tanto le gustaban, no le hacían honor al espectáculo que ahora presenciaba. Apenas el cielo, apenas la luz brillaba arriba, a lo lejos en ese templo. Y en esa oscuridad natural, de pronto la estremeció una sensación de opresión en su pecho. No era miedo, pero su corazón comenzó a latir desordenado, las palmas de las manos le transpiraban. Cerró los ojos. Dagui se tomó instintivamente el brazo y sintió que perdía la noción de realidad. Como el inesperado salto atrás en el argumento de una película, se precipitaron hasta ella nítidos recuerdos que la paralizaron.
Pomerania, Alemania, 1945
Tenía tres años y la mano le dolía. Sabía que no podía quejarse. Era una opresión firme, que le estrujaba los dedos y le estiraba el brazo. Escuchó el grito desesperado que venía desde lejos:
—Ingelein, ¡corran, ya están muy cerca! ¡No los sueltes! —Y esa joven que la agarraba tan fuerte apuró más el paso. Dagui y su hermanito fueron arrastrados con violencia al interior del bosque oscuro.
No lloraba. Era una cuestión de instinto. La cinta blanca que llevaba en el brazo le ajustaba mucho, pero era una señal de paz. Eso le había dicho su mamá, Gisela, cuando escuchó los primeros disparos rusos, tan temidos y a la vez esperados.
—Tranquila, Dagui, ¿estás bien? —preguntó Juan cauteloso, mientras se acercaba.
La joven tardó unos segundos en reaccionar. En su cuerpo afloraban sensaciones primitivas, que la mente no recordaba, pero que en la memoria de la piel estaban intactas y lacerantes. Juan percibió su confusión y la abrazó, con suavidad. Dagui se sumergió en esos ojos azules y reconfortantes intentando comprender lo que sentía. Fueron segundos que le parecieron eternos. Mientras duró ese abrazo, Juan, sin necesidad de explicaciones, le susurró al oído que todo había pasado y luego, en silencio, caminaron hasta donde la familia Dellai festejaba uno de los primeros trofeos de pesca.
Horas más tarde, la llegada al hotel fue un alivio para la joven, que quería estar sola y pensar en la vivencia del bosque. Había sido tan real, esa mujer que la sujetaba y los gritos desesperados... lo sentía como una señal, como el despertar a una vida anterior, que, al intentar enfocarla, se le escabullía y la dejaba vulnerable.
En la oscuridad y el silencio de su cuarto, cerró con fuerza los ojos. ¿Tenía nombre la mujer que la llevaba del brazo con esa urgencia? ¿Por qué pensar en ella la angustiaba tanto? Intentó conciliar el sueño pensando en su llegada a la Argentina, a los siete años. Viajó en avión, junto con sus hermanos Helga y Reinhard. Era un mundo nuevo. Recordaba muy bien el miedo que sintió al ver tanta gente en el aeropuerto, pero también el delicioso sabor de la leche tibia y dulce de Buenos Aires y la familia que los adoptó.
Hasta ahí, la historia era bastante clara. Repasó mentalmente una y otra vez los hechos y se dio cuenta de que era difícil decidir qué cosas evocaba ella y cuáles le habían contado tantas veces que no confiaba si eran sus propios recuerdos o los de sus hermanos. Como un rompecabezas incompleto, había ensamblado las piezas de la historia a escondidas de esa nueva familia que les había dado un hogar y educación, pero que consideraba que era mejor olvidar el pasado y pensar en el porvenir.
Gertrud y Martin Kobelt, sus padres adoptivos, fueron exigentes con ella y sus hermanos. Piano, violín, deportes e idiomas combinaban la instrucción que recibió seis días a la semana3 durante diez años.
En Argentina, la infancia de Dagui también estuvo atravesada por cuestiones de salud. Primero, su nueva madre, Gertrud, notó la dificultad de la niña para tolerar algunos alimentos y una reiterada falta de energía. Tras una intervención quirúrgica por apendicitis, descubrieron que uno de los riñones de Dagui no funcionaba y, meses después, se lo extirparon en una operación de la que tardó en recuperarse. Sin embargo, su apego a la vida y el amor propio hicieron que se esforzara en todo lo que emprendía.
Las mudanzas de casas, de ciudades, de país y hasta de idioma, unidas a las cuestiones médicas, le habían provocado [a Dagui] un fuerte retraso escolar. Y eso implicaba ser la de más edad entre todos sus compañeros de grado, condición que pesaba en ella como un deslucimiento inaceptable, doblemente irritante.4
Las experiencias de esa etapa en Buenos Aires moldearon la personalidad de la joven, que tuvo siempre claro que quería independizarse y descubrir el mundo por sí misma. En Bariloche, con diecisiete años y por primera vez a cargo de su vida, muchas cosas estaban por fin sucediendo para Dagui: la anhelada libertad, esos bosques que la atraían con una fuerza sobrehumana y los sentimientos que le despertaba el encantador Juan Fleré.

Juan Fleré recibió su nombre en Eslovenia. Pero el destino quiso que lo llamaran de diferentes maneras a lo largo de su vida: Janez, Iván, Hans, John, Gian y, finalmente, Juan, a medida que su derrotero lo llevaba por distintos países. A través de las versiones de ese nombre, fue configurando su personalidad y moldeando su esencia.
Nació en 1925, en Dol pri Ljubljani,5 en aquel tiempo la ciudad capital del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. La propiedad en la que se asentaba su hogar comprendía varios terrenos, al punto de que la huerta y los corrales se fundían con las montañas boscosas que se asomaban detrás. La infancia de los hermanos Fleré tuvo como paisaje esas lomadas naturales, que en verano eran una fuente inagotable de excursiones y, en invierno, un escenario ideal para el esquí.
Cada invierno, la llegada de la nieve era para Juan sinónimo de libertad. Las pendientes se cubrían del manto helado que le permitía perfeccionar su esquí de fondo y los días se dividían entre las obligaciones de la escuela y el deporte.
La vida social y económica de la familia Fleré no era ajena a la situación política en Europa, que iba rumbo a la guerra más trágica de la humanidad. En 1939 el Reino de Yugoslavia se dividió entre Alemania e Italia, fruto de la invasión, entonces pacífica. La tierra de los Fleré estaba del lado alemán, pero Juan iba a la escuela secundaria al otro lado del río Sava, en territorio italiano.
Al iniciar 1940, Juan tenía la edad suficiente para ingresar a la universidad, pero también para ser reclutado para la guerra que comenzaba a tomar dimensiones inesperadas en el continente.
Todo se tambalea en lo incierto,
las nieblas cubren las alturas,
tinieblas de profunda oscuridad
alcanzan quedamente su reflejo sobre el lago.
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
Dol pri Ljubljani, 1941
Juan ocultó los apuntes de matemática en la bolsa de cuero y entró en la cocina. Estaba seguro de haber aprobado el examen de ingreso. Aunque la economía era tan inestable como la nieve en polvo, todos los esfuerzos familiares estaban puestos en su educación. Según la tradición familiar, a él, primer hijo varón, le tocaba ser sacerdote.
Independiente y muy seguro de sí, Juan sabía que no quería ser cura. Para él, su futuro estaba en los proyectos que se agolpaban caóticos en su mente: soñaba con construir puentes sobre los ríos y túneles bajo las montañas, pero, mientras tanto, se conformaba con que el examen fuese aprobado y su madre no descubriera que estaba estudiando para ser ingeniero civil.
Su tía Paula, que no tenía hijos, se había hecho cargo de gran parte de los gastos del estudio, convencida de que se trataba de la carrera de Teología. Solamente su padre, también llamado Juan, sabía del engaño.
Cuando una semana después le informaron que el examen había obtenido la calificación más alta de la clase, la tía Paula le regaló una pluma de oro y los invitaron a recibir la mención honorífica a la universidad. La mirada entre los dos Juanes ocultaba la complicidad, mientras las mujeres aplaudían emocionadas y todos salieron de la lujosa torre de Nebotičnik6 con sensación de triunfo.
Pero esa dicha duró poco tiempo. La noticia del llamado forzoso a la guerra era cada vez más real. Con diecisiete años, fue convocado para marchar hacia Alemania.
El Reino de Yugoslavia, desmembrado y con grupos políticos enfrentados, fue atacado el 6 de abril de 1941 por las tropas alemanas. Juan no tenía alternativa. A pesar de que un accidente en su pierna derecha demoró la partida, la crueldad ejercida por los alemanes hacia los eslovenos que rehusaban alistarse en el Ejército era tanta, que no lo dudó. No quería poner en riesgo a su familia, que ya sufría demasiado por tener que despedirlo. En su interior, el joven esquiador sentía la injusticia de tener que abandonar a sus seres queridos y sus proyectos personales para luchar en una guerra inexplicable para él.
Juan confiaba en que durase poco tiempo. El día que partió, caminó con dificultad entre la nieve hasta el bosque, detrás de su casa, y talló en el tronco de un gran árbol su nombre y la fecha: “Juan Fleré, 1942”.
Debido a su retraso, Juan no tuvo ninguna instrucción militar y pronto se vio como parte de un batallón de soldados adultos. Los generales alemanes consideraban que los jóvenes de otras regiones eran “soldados de segunda” y el tratamiento hacia ellos era de extrema rudeza.
Andaban hasta la extenuación bajo órdenes estrictas, buscando al enemigo en medio de la nieve y de las rutas destruidas por los bombardeos. Caminaban uno detrás de otro, sin conocerse, sin hablar. Una noche, mientras se desplazaban hacia Minsk, en Rusia, Juan se desorientó, perdió a su grupo de ataque y quedó solo en plena oscuridad en una zona boscosa. El temor a la muerte hizo que caminara con mucho sigilo, inquieto por escuchar los pasos de los soldados rusos. De pronto, un chico de su edad, con un fusil y cara de espanto, estaba frente a él. La humanidad, el sinsentido de esa guerra que no habían elegido o la parálisis del momento hicieron que los soldados se mirasen a los ojos. Se estudiaron, fueron segundos eternos hasta que ambos decidieron seguir su camino, cruzándose a escasos centímetros.
[Juan] estuvo en el frente alemán contra Rusia los dos inviernos más crudos, 1942 y 1943, cuando las temperaturas bajaron a menos de cuarenta grados bajo cero. Muchos soldados murieron o perdieron miembros por congelamiento. Hacía año y medio que estaba lejos de los suyos, familia, casa e idioma y durante todo ese tiempo no había vivido otra cosa que caminar, sentir frío, sufrir hambre, luchas y muertes en esa terrible y devastadora guerra.7
A fines de 1943, contrajo tifus.8 La fiebre y el dolor insoportable del cuerpo lo hicieron trastabillar y caer. La tropa continuó y Juan quedó tirado, abandonado a la vera del camino. Despertó días más tarde en un hospital de campaña. Se había salvado de morir congelado por la altísima fiebre, que mantuvo su cuerpo caliente.
La soledad era indescriptible. No podía confiar en nadie. Cuando se recuperó del tifus, lo enviaron al frente belga. Los alemanes no querían correr el riesgo de que soldados eslovenos se escaparan hacia su país. Durante meses, recorrieron caminando hasta setenta kilómetros en la noche. Cada madrugada, buscaban protección en los bosques, para no ser descubiertos por los aviones aliados que bombardeaban durante el día.
En una oportunidad, hicieron un alto sobre unos rieles para descansar un momento. Juan encendió una colilla de cigarrillo y despertó horas más tarde con el sol en la cara y la mano quemada. El agotamiento extremo hizo que no escuchara la partida de los demás soldados, y el miedo de saberse a merced de los aliados, o peor, que los alemanes creyeran que intentaba desertar, lo aterraba.
Nuevamente se incorporó en un pelotón alemán desconocido, venciendo el hambre y el cansancio. Juan llegó a su límite cuando tres años después de haber dejado su hogar, fue tomado prisionero en Caen, al noroeste de Francia, por el ejército inglés.
Fuimos encerrados en un campo cercado de alambres de púas, con las torres desde donde nos vigilaban. Algunos soldados intentaban trepar el alambrado por hambre, ya que en el terreno lindero había coles maduras. Los ingleses esperaban a que mordieran los repollos para tirar a matar. Fuimos trasladados hasta Le Havre y luego, por el canal de la Mancha, a Inglaterra. Estábamos todos enfermos.9
En el puerto de Southampton los esperaba el pueblo inglés, en silencio. Fue un desfile de soldados famélicos y sin alma, porque la guerra era un infierno para todos. Durante seis meses, estuvieron en un campo de concentración sin saber qué ocurría afuera, en el resto del mundo. Juan solamente pensaba en volver a su casa, con su familia. Ese era su mantra, pensar el reencuentro.
A esa altura, 1945, dominaba el alemán, el inglés y el francés. Durante los meses finales de la guerra, en Yugoslavia, el mariscal Tito había triunfado y establecido relaciones estrechas con Inglaterra. De manera que los prisioneros eslovenos, que habían servido bajo la bandera alemana, serían ahora devueltos a su país. Con una aguja e hilo, Juan cosió la estrella roja en el frente de la gorra de su uniforme. Todos los soldados eslovenos fueron identificados así y con una inscripción: “Yugoslavi Army”.
Cuatro barcos partieron de Gran Bretaña en dirección a Nápoles. Una vez en el puerto italiano, cruzaron la ciudad desfilando hacia la estación del ferrocarril que los llevó a Trieste; desde allí serían repatriados en un tren hacia su hogar. Pero la alegría desapareció al enterarse de que el nuevo gobernante de Yugoslavia, Tito, los enviaría a combatir en el frente contra Alemania, y serían carne de cañón contra los mismos alemanes que antes eran sus camaradas.
Abatido, Juan comprendió que no podía volver a su país, que lo estaban condenando a una muerte segura. Por eso, antes de saltar el muro que lo llevó a la libertad, arrancó la estrella roja del uniforme y se convirtió en un soldado sin patria.
El instinto de supervivencia le valió para simular durante algunas semanas ser inglés, y convivir con los aliados vencedores de la guerra, hasta que un oficial le pidió los documentos y descubrió su origen.
Su actitud audaz convenció al británico, que sentenció:
—La decisión es suya, soldado. A partir de hoy tiene dos opciones: volver a su país o servir al Ejército de la Reina Madre.
Días más tarde, Juan Fleré se enroló en la Real Fuerza Británica y viajó a Alejandría, en Egipto, destinado con otros militares a la instrucción en combates aéreos.
Durante dos años, Juan permaneció en el sur de Italia como parte de la guardia inglesa que ayudaba a mantener la paz social en los inicios de la reconstrucción de la posguerra.
Mientras se aferraba a esa nueva vida, el joven miraba el océano y daba la espalda al continente europeo. Eslovenia, Yugoslavia o como se llamara, no era una opción. En vano había intentado saber algo de su familia; las comunicaciones estaban cerradas en ese suelo en el que había crecido y que cada día se alejaba más.
La ansiada paz del continente era un signo de esperanza. Juan cada día tenía más tiempo libre y su intención era dejar pronto la vida militar. En un bar de Nápoles, leyó una revista italiana en la que el esquiador Hans Nöbl10 promocionaba los Andes patagónicos y el hotel Llao Llao. Las fotografías mostraban montañas magníficas cubiertas de nieve y lagos espejados. Juan pensó que si no podía regresar a su país, iba a radicarse en ese lugar que tanto se parecía a Eslovenia: San Carlos de Bariloche.
En noviembre de 1947 solicitó la baja al ejército inglés y tomó un tren a Hamburgo. Desde allí, gratuitamente, cruzó el Atlántico rumbo a Buenos Aires. En el viaje, se ofreció como luchador amateur para entretener a los pasajeros. De esa manera, logró su único capital al llegar al Hotel de Inmigrantes: una bolsa repleta de tabaco.
Cuando el funcionario porteño lo inscribió en el legajo de recién llegados, le preguntó en inglés:
—¿Cuál es su profesión, Fleré?
Y Juan, abriendo sus ojos azules, respondió con seriedad:
—Soy sobreviviente. Puedo manejar muy bien armas de guerra, camiones y aviones.
Lo asignaron a las obras de construcción del aeropuerto de Ezeiza, para cavar pozos. Juan no podía creer su buena suerte: ¡en menos de un día había conseguido trabajo y comida! Trabajaría duro para comprar una valija, algo de ropa y un pasaje al sur de ese país.
A los tres meses de trabajar en la obra del aeropuerto, el capataz notó sus habilidades y le propuso hacerse cargo de los planos y cálculos de las próximas edificaciones. Juan había comenzado también a perder el miedo de hablar con otros operarios y pudo tomar contacto con eslovenos que, como él, habían sufrido la expulsión de su patria. La propuesta era tentadora. Mejor salario y mejores condiciones, pero él sentía esa etapa como una transición. Lejos de su hogar, necesitaba encontrarse a él mismo.
Por las noches, cuando caía exhausto en la cama de la pensión, viajaba con la imaginación a su casa, recordando al detalle el rostro de sus padres, de sus hermanos, el camino que hacía cada día para ir a estudiar… Esa era la forma de sostener el cordón umbilical que lo alimentaba, igual que lo había hecho durante los tres años en la guerra y luego en Italia. Argentina le había dado en poco tiempo paz, pan y trabajo. Supervivencia.
Pero Juan necesitaba más.

San Carlos de Bariloche, junio de 1949
A medida que el tren iba acercándose a Bariloche, sintió el poder de las montañas. La zona infinita y árida de la Patagonia dio lugar al paraíso que había descubierto en la revista italiana. Cuando bajó del tren, inspiró el aire helado y, por un momento, los recuerdos se acumularon en su mente, nublándole las ideas.
La nieve bajo sus pies y los árboles con su manto blanco, poco a poco, le inundaron las retinas. El paisaje de esa cordillera que comenzaba a desaparecer en la oscuridad de la tarde lo transportó a Europa. Con un nudo en la garganta, se agachó y, sin soltar su valija, tocó la nieve.
Respiró profundo hasta serenarse y caminó hacia la dirección que le habían dado en Buenos Aires. Allí conoció a otros extranjeros que también habían llegado desde Europa, huyendo de la guerra, e inmediatamente supo que no quería rendirse a las nostalgias de ese pasado.
Su primer trabajo fue en el Hotel Catedral, como cafetero. Cornelio Dellai, un tirolés que desde hacía una década regenteaba esa magnífica construcción a los pies del cerro, le ofreció hospedaje. El hotel lo asombró, pero el cerro, con sus pendi