El mes de marzo del año en que las fichas de los médicos anotan mi menopausia se murió mi padre. No podría recordar una fecha precisa de mi menopausia, también tardé varios años en recordar la fecha precisa de la muerte de mi padre. En su agonía me empezaron a salir ronchas en los tobillos y los empeines. Eran manchas más claras, desiguales, los médicos me las medían, hicieron una biopsia, el resultado eliminó la sospecha de que fuera una de tres o cuatro posibles enfermedades autoinmunes. Alguien dijo que podía ser una forma de lealtad a él.
Dos meses más tarde mi hija se fue de casa. Me dijo: “Hagamos la división”. ¿Qué división? Le compré vasos, le di platos, tazas, olla, sartén, cosas sueltas. Armó grandes cajas. Me daba felicidad por ella, no podía decir nada de nido vacío porque después del divorcio nunca sentí que nuestra casa fuera un nido. Era un lindo departamento, pero no era un nido. El día que se fue, la veía pasar para un lado y para otro cargada de cosas y era como si pasara a contraluz por la entrada de la cueva, con sus patas flacas y largas y su vida por delante. Esa noche, detrás de mi cabeza, en la pared que yo usaba de respaldo de la cama, y del otro lado era la pared de su cuarto, creció un hueco inmenso, como el de una mina o un futuro edificio.
En esos días entendí que los fríos y los calores que había empezado a tener en medio de la noche eran el principio de otra cosa. Me tenía que mudar.
Todas las noches a las cuatro me despertaba helada. Me envolvía en el edredón, me ponía medias. Siempre odié las medias en la cama, pero el frío podía más. Me hacía un ovillo, me encogía como un feto. Nada alcanzaba. Trataba de volver a dormirme. ¿Por qué nadie habla de los fríos de la menopausia? De esos fríos que parecen venir del futuro, de los propios huesos enterrados. Aparecían aunque fuera verano y yo estuviera toda tapada. Me levantaba, iba al baño, llenaba mi palangana roja de agua hirviendo y metía los pies. Me los escaldaba. A veces tenía que sacarlos para que no se pelaran los empeines. Acostumbrarlos de a poco hasta que toleraran la temperatura del agua. Era lo único que aliviaba el frío. Volvía a la cama, me ponía otra vez las medias, trataba de dormir. A veces tenía tanto sueño que solo atinaba a esperar. A los veinte minutos exactos, el calor. Un volcán en erupción. Empapada. Los muslos, los brazos, el pecho, el cuello, la cara, el nacimiento del pelo, la nuca. Terminaba pateando las sábanas, las frazadas, las medias. Después, aparecía el insomnio. Eso también era nuevo para mí, el insomnio, la catástrofe inminente en medio de la noche.
Imágenes de mi vida cruzaban sin cuento. Mi cuerpo flaco en uniforme entrando al colegio a los once años, sabía que era a los once años aunque lo que veía podría haber sido en otro momento, las piedras grises del edificio, mi pelo rubio; la imagen guardaba un secreto, la semilla de todos los males de mi vida. Me sobresaltaba la certeza de que ahí, escondido pero a la vista, había algo muy importante. El corazón parecía colgar en un espacio inmenso abierto en medio del pecho, pum, pum, pum, pum, pumpumpumpum… un galope desequilibrado. Perdía ritmo cuando me acostaba en la oscuridad.
Como la sobreviviente de una catástrofe, miraba extraviada buscando la zozobra en las cosas a mi alrededor. Los sobresaltos provocaban la arritmia o la arritmia provocaba los sobresaltos. Nunca se aclaró.
Terapias, talleres, constelaciones, brujas, astrólogos, oráculos: runas —ehwaz: comunicación, viajes, mudanzas; hagalaz: desterrar malas influencias y conductas negativas, asimilar errores—, I Ching —El lecho se desintegra hasta la piel. Desventura. A un pozo viejo no acuden animales—; me dediqué con ahínco a diferentes rutinas: alinear los chakras, andar en bicicleta, sentarme a meditar, bailé diferentes disciplinas —5 Ritmos, Movimiento Vital Expresivo, Milderman—; me acosté horas en el piso guiada por el método Feldenkrais, la antigimnasia de Thérèse Bertherat; me encorvé para entrar en temascales llenos de humo; incursioné en el ayurveda, en la medicina china; me entregué a sesiones de acupuntura, a masajes tailandeses, californianos, suecos, shiatsu, kobido.
A las cuatro de la mañana, no importaba si había tomado whisky o agua, si había comido verduras o chorizos, si había bailado o me había quedado en la cama viendo series todo el día, aparecía el frío.
Me olvidaba de casi todo, menos de ese frío.
Me decían:
Es un pésimo momento para vender.
Nadie se mueve. No te muevas. ¿Adónde vas a ir?
No vas a encontrar nada. No vendas. Tu departamento es un cheque al portador, pero hoy en día no se vende nada.
Hoy en día nadie quiere mostrar la plata.
Hoy en día hay que pensar en un mínimo de un año si lo ponés en venta ya mismo.
Se vendió en menos de un mes a un hombre bajo que recorrió el departamento con cara de que evidentemente yo no era consciente de los horribles defectos que ellos iban a estar dispuestos a aceptar solo si les bajaba el precio, y dijo muchas veces lo alta que yo era. Le regalaron mi departamento al hijo menor que trabajaba en el campo y viajaba mucho al campo y cuando venía del campo querían que tuviera ese departamento porque la vida del campo es una vida dura y él estaba muy solo en el campo y no era un campo cerca y entonces querían regalarle. Hicieron una oferta mezquina que tuve que regatear de a centavos y después no aceptaron que me quedara hasta conseguir algo. Vi muchas casas en pocos días.
Fantaseé con ser nómade, con vivir en un hotel barato y dejar mis pertenencias en un depósito, con deshacerme de todo. La andariega, el Loco del Tarot con el palo y el atadito de tela en la punta. Mis cremas, mis remedios homeopáticos y mis libros indispensables llenarían un atadito del tamaño de un baúl.
Me decían:
Que la casa sea segura.
Estás loca, habiendo vivido siempre en el centro.
Yo quería irme. Me negué a dejarme asustar, pero después, cuando visitaba casas posibles, imaginaba intrusos violentos ocupando de noche los pequeños jardines a la calle.
En mi recuerdo llovió durante semanas, día tras día mientras buscaba una casa y no la encontraba.
De los veinte a los treinta años me mudé catorce veces, las primeras tres en un radio de siete cuadras. Empecé con un par de bolsos, seguí con cajones de la verdulería que llevaba sobre la cabeza, mis petates, mi vajilla, mis libros, hacía circular por las mismas calles una biblioteca escasa que crecía de mudanza en mudanza. El destino parecía empecinado en mantenerme en la zona de Barrientos y Barrientos, cerca de la plaza, apenas salvaguardada del tráfico enloquecedor de Las Heras y Pueyrredón, el zumbido de la ciudad siempre, por debajo, por encima; la sensación nueva de que ese espacio estaba habitado por otros que vivían solos como yo, que se asomaban a los balcones al anochecer, caminaban por la calles, sus pasos, sus gritos, sus peleas, sus llantos resonaban en el aire de la noche; como si antes, en la cueva familiar, hubiera tenido los oídos tapados.
Pasé de un departamento prestado —el dueño vivía en California y me obligaba a exiliarme en lo de distintos amigos cada vez que visitaba Buenos Aires, primero una vez cada tres meses, después cada dos, después mensualmente— a un monoambiente con mi cama como único mueble y la copa de los árboles del otro lado de la ventana; de ese nido verde pasé a un dos ambientes frente a un colegio, el estallido de la algarabía de los recreos organizaba la mañana, me obligaba a tomar conciencia de que existía el tiempo ahí afuera, para los demás. Yo trabajaba de noche en un restorán con discoteca en el subsuelo, acompañaba a la gente a la mesa, terminaba mi turno y bajaba a bailar, me acostaba a la madrugada, había perdido la noción de orden. La última mudanza de esa etapa fue a otro país del que volví enferma tres meses más tarde.
De pronto —cuarenta años después es “de pronto”, sí—, esa que había sido, tan osada y llena de vitalidad, ya no estaba más, me había convertido en una insomne que no sabía adónde ir y no quería más dificultades.
En esos días grises y lluviosos, malos para ver casas, yo veía de a tres por día. En un mismo martes vi la casa cubo de una mujer con un flequillo combado hecho con cepillo redondo y varios diplomas de un curso de reconocedora de euros colgados en la pared, el chalet con techo a dos aguas de unos franceses con un cuadro de Bob Marley en la cabecera de la cama y todo el aspecto de no estar mostrando una mazmorra con instrumentos de sadomasoquismo, y una casa con techos tan bajos que la recorrí agachada sin descartar la posibilidad de vivir el resto de mi vida en esa posición. Al final del día entré, por primera vez, a la casa de Dani.
Abrió por una puerta al costado. Una escalera subía al primer piso, donde vivía un matrimonio. La entrada a la suya quedaba en la planta baja. La vendedora de la inmobiliaria y yo avanzamos detrás de la mole del cuerpo de Dani.
Contra la pared del primer cuarto había una cama grande sin sábanas, varias frazadas raídas se superponían en desorden. Una punta gastada del colchón de gomaespuma asomaba por debajo de la frazada; la cabecera tenía una mancha gris, deduje que él apoyaba la cabeza ahí para mirar la televisión, que estaba a los pies de la cama. El ambiente olía a pis y a aromatizante floral. En el segundo cuarto había otra cama con un bastón canadiense a la izquierda y un andador a la derecha. El cuarto de mis padres, dijo Dani, fallecieron. Un Dani niño con traje de karate y la misma expresión de candor con la que me mostraba la casa miraba desde un portarretratos en la mesa de luz. Tuve la impresión de que todavía abría los ojos a la mañana con la esperanza de que su madre fuera a despertarlo. La casa era oscura, las ventanas chiquitas. Una gran mancha de cemento gris nublaba el techo del living. El del baño estaba moteado de hongos negros, ese hongo que parece del reino de los insectos. También había mosquitas, enjambres de mosquitas. Y carteles alrededor del espejo:
Mi apetito y mi hambre ya no tienen dominio sobre mí.
Me estoy convirtiendo en la mejor versión de mí mismo.
Estoy seguro de tener éxito en mi viaje de pérdida de peso.
Estoy sano y en forma y me amo.
—Está triste —dijo Dani, señalando una jaula en la cocina.
—Está triste porque está sola —dijo la mujer de la inmobiliaria—. Es una canaria y tenés que comprarle un canario.
¿Qué fue lo que me decidió?
Esa tarde quise escribir sobre esa visita.
Mandó a arreglar la humedad del techo del living hace cuatro años y fue postergando el momento de pintarlo. La excusa es pobre y él lo sabe, y hay cierto resentimiento por debajo. ¿Por qué tiene que explicarle a esta mujer que no conoce una decisión que ni siquiera tiene demasiada conciencia de haber tomado? Él está todo el día en el taxi, no pretenderá ella que, con sus ciento cincuenta kilos, él se suba a una escalera. Pero tal vez ella no pretenda nada. Habla de tirar la pared de la cocina y de poner macetas en el patio. Dice algo del baño. Va a transformar su casa, la casa de su padre, la casa de su madre. Y él ya no va a vivir allí. Vence el contrato del matrimonio y él va a vivir en el piso de arriba hasta que su hermano lo obligue a venderlo, como a esta planta baja que él no quisiera abandonar. La mujer de la inmobiliaria le está diciendo que tiene que conseguir un canario. Es una mujer gorda, menos gorda que él, pero gorda, con el pelo tirante hacia atrás y un perfume dulzón, uno de esos perfumes de feria naturista más que de perfumería. Las mujeres lo dejan con el canario y salen al patio, él escucha la voz de la compradora que dice algo de la rosa china. La escucha decir “rosa china” con alegría. A su mamá le gustaba mucho esa planta. Es bueno que a la mujer le guste la planta que le gustaba a su mamá.
A la rosa china le va a gustar esta lluvia.
Cuando la casa ya era mía y Dani se había mudado al departamento de arriba, fui a podar la rosa china. Apareció de pronto, esquivando los escombros; había visto la puerta abierta y entró. Dijo que su madre amaba la rosa china, que siempre la podaba, así como estaba haciendo yo.
Ese día decidí que fue la madre de Dani la que me hizo comprar la casa.
Debería haberle pedido permiso a ella para tirar abajo paredes. El arreglo que iba a durar tres meses duró nueve. Los muertos pueden complicar las cosas.
En los nueve meses de espera alquilé un cuarto en una pequeña torre al fondo de un jardín. Puse mi cama contra la ventana, un bargueño con poca ropa, una mesa con mi computadora; en el piso, pilas de libros. Hubo domingos de primavera enteros en la cama leyendo y escribiendo con la ventana abierta. Navegaba por la web. Anotaba cosas al azar, en mi cuaderno, en los bordes de los libros que leía, en las libretas que llevo en mi cartera, les hacía notas a las anotaciones. A veces se convertían en diatribas, una escritura entrecortada, fragmentada, desordenada, a borbotones melancólicos o furibundos.
En la lectura de esos cuadernos y esas libretas me encontré con los primeros bosquejos de un dibujo incompleto. A mi cuerpo le pasaba algo que tardé años en dilucidar. Los síntomas parecían desordenados, no se me ocurrió al principio que respondieran a nada específico. Nadie me había hablado de la menopausia. Di con algo que no encontraba en los recuerdos puntuales. Escribir es dejar que emerja una verdad que parece estar por debajo de lo que pasó.
De generación en generación, de mujer en mujer decían en mi casa que a partir de cierta edad ya no se trata de agradar sino de no desagradar. A partir de cierta edad es la manera de llamar a la menopausia. Jamás oí decir esa palabra cuando las hembras de mi jauría la atravesaban. No estoy tan segura de que la menopausia se atraviese. Más bien diría que es ella la que nos atraviesa a nosotras.
La palabra menopausia es un cultismo creado por Charles de Gardanne, médico francés del siglo XIX, un hombre con anteojitos y boca de corazón. 1816 ménespausie, 1821 ménopause, con las palabras griegas para mes y pausa. El diccionario dice que los cultismos se transmiten por escrito y per