Preludio
Escrita a comienzos de 2014, relegada por el azar y publicada ahora por Random House, Un hombre con un arma, mi novela policiaca, tuvo que atravesar más de una década de silencio para llegar a tus manos. Es un largo interregno, similar a esas distancias astronómicas que separan temporalmente al evento del observador. Como en la noche estrellada, este brillo no es de ahora, es del pasado.
Evidentemente, yo era alguien distinto cuando la escribí (en mis inocencias, en mis cariños), pero al revisar el texto durante el proceso editorial, me pareció que ya tenía la voz afinada para reflexionar sobre la pregunta esencial, aquello que buscamos desesperadamente como especie desde que el primero de nosotros iluminó las paredes de su propio laberinto con la candela furiosa de la consciencia: la salida a esta soledad cósmica y el camino hacia al éxtasis inefable de lo que no se acaba nunca —nuestro ansiado hilo dorado.
Mi vida como escritor no ha sido otra cosa que buscar maneras distintas de aproximarme a ese éxtasis y compartirlas. Para hacerte creer que hablo de cosas diferentes y porque me apasionan el juego y el reto, he querido disfrazar a mis criaturas con géneros diversos y formas alternativas: un manual terapéutico, una novelita de terror, un libro sobre la caza de vampiros, una bitácora de viajes. Cambios de perspectiva que anhelan nuevos atisbos, rotaciones en el tubito del caleidoscopio que configuran estos astros efímeros, vanos intentos de decir algo que no tiene nombre y que eventualmente, como tú, como yo, como todo, se desintegrarán en el silencio.
Lo más sensato sería rendirse ante la imposibilidad de expresar lo que se siente en los momentos cúspides del amor, el arte o la experiencia psicodélica y retirarse en un mudo agradecimiento. Eso sería lo más sensato. Pero los novelistas somos todos unos insensatos.
RUBÉN OROZCO
Medellín, julio de 2024
UNO
Conseguir la plata que me debía el sastre era la única manera de recuperar el revólver. No había de otra. Y no es que mi Colt Detective Special fuera un arma particularmente potente, ni que su factor de patada fuera óptimo; pero funcionaba como una extensión del pensamiento y, como todo, tenía significado. Me la había regalado la madre de mi hijo perdido antes de que decidiera abandonarme, hace ya más de treinta años, y aunque entonces debí tirarla al océano —quiero decir el arma— decidí conservarla primero para no olvidarme de mis errores y luego porque el revólver me traía el recuerdo del muchachito al que nunca conocí. Cuando hablo de mis errores me refiero a mi obsesión por el trabajo y mi idea de que la ingesta periódica de whisky hacía que el mundo fuera menos horrible. El caso es que mi exmujer se hartó un día de mi vida de policía dedicado y borracho y desapareció sin llevarse nada excepto la ropa que llevaba puesta y a mi descendencia flotándole en el vientre. Y entonces el revólver se convirtió en un recordatorio de mi pasado con ella y del futuro que dejé escapar por alcohólico. Eso por un lado; por el otro, estaba el hecho de que la Colt calibre .38 Detective Special es una de las armas en la guantera del auto del gran Bogart en The Big Sleep, y en mi mente el valor de las armas está estrechamente unido a sus apariciones en la pantalla grande. No podía darme el lujo de perderla.
El sastre se llamaba Nino Costello. Compartíamos el hambre y la afición por el cine. Nada más que eso. El tipo era bajito, se emocionaba con los arcoíris y tenía predilección por los muchachos. Yo en cambio estoy diez centímetros por debajo de los dos metros, hace casi treinta y dos años que sufro de acromatopsia y me voy por el género femenino, aunque sólo después de resolver el caso de Víctor Cantor fue que encontré el valor y la confianza para volver a amar a una mujer. Costello me había contratado para que siguiera al niño de sus ojos, un moreno cincelado por la calistenia y la danza contemporánea que comenzó a levantarle sospechas una noche en la que se metieron a la cama y al sastre le pareció que el olor amargo de un tercer tipo encogía el colchón tamaño drag queen de sus acrobacias sodomitas y hasta entonces monógamas. Era un aburridor caso de infidelidades y desamores. Lo tomé no porque me interesara sino porque era el tiempo de las vacas raquíticas y el sastre me prometió un pago anticipado de mis honorarios. Y yo le creí. Al parecer acercarse a la vejez no sirve de un carajo para zafarse de la ingenuidad.
En esa época ya me estaba quedando sin excusas para no recibirles plata a los amigos que me ofrecían préstamos desinteresados. El inconveniente de recibir favores es que tarde o temprano uno se ve en la obligación de devolverlos. En vez de aceptar el dinero misericordioso de los otros decidí deshacerme de todo lo superfluo. Entre otras cosas vendí mi horno microondas, mi estéreo y mi teléfono celular. Conservé sólo dos trajes de paño (uno viejo y gastado, el otro todavía decente), mi modesta colección de DVD, mi discografía en vinilo de Los Beatles, mi maletín de utensilios detectivescos, la Colt y el Triumph modelo 76. Con el dinero que obtuve por mis cosas sólo pude comprar tiempo, pero luego el tiempo se acabó y yo permanecí en la inmundicia.
Recuerdo que Costello llegó a mi despacho justo cuando yo sopesaba la posibilidad de empeñar mi revólver en Kong Fat para pagar la cuenta de la luz y la gasolina del Triumph. Era el revólver o el auto, pero perder el Triumph era un fracaso que no estaba dispuesto a afrontar y además era más fácil recuperar el arma. El caso es que llegó Costello a presentarme su dilema y yo pensé que a fin de cuentas no tendría que empeñar nada y que la plata de las infidelidades me ayudaría a vadear un par de semanas. El mariquita llevaba un traje de terciopelo oscuro, un clavel en la solapa y zapatitos lustrosos pero gastados. Digo mariquita como quien dice rubio o flaco, sin ánimo de ofender, a cada cual lo suyo; a mí me pueden decir lo que quieran e igual ni me inmuto. Lo vi dar pequeños saltos con las manos a la altura del pecho, las palmas hacia arriba como si sostuviera bandejas llenas de cristal fino. Se sentó frente a mí y lloró por no saber si el amor que le prodigaba a su moreno era recíproco. Me acuerdo haber pensado que si no fuera por los infieles, hace rato que los detectives privados habrían encontrado otra manera de ganarse el pan de cada día; y eso que ahora con las redes sociales y los correos electrónicos hay cada vez menos trabajo. Pero Costello tenía mi misma edad y tampoco andaba al día con el mundo de la tecnología. Sin que se lo pidiera, el sastre me contó el drama entero de su vida con un vozarrón de pugilista rumano que todavía no reconcilio con su condición de doncella y me dijo que al otro día iría con la mitad del dinero.
Mentira. El dinero no llegó ni al otro día ni a la otra semana, y ni siquiera al otro mes, pero igual comencé de inmediato las indagaciones pertinentes como un gran y diligente pendejo. A finales de la primavera empeñé mi Colt .38 en la tienda de Xu Jin, a un mes y al cinco por ciento de interés, y pagué varias de mis deudas atrasadas. Antes de que se celebraran las elecciones para la alcaldía convencí a Xu Jin de que me diera un nuevo plazo para recuperar el revólver. El usurero aceptó con la condición de que se elevara el interés al quince por ciento y me advirtió que la próxima vez lo elevaría al treinta. Traté de regatearle pero el chino asumió el rincón de lo toma o lo deja y no se movió de allí. Lo sopesé por un instante. Un interés del quince era elevado, pero el treinta por ciento era criminal. Igual estaba seguro de que de un mes no me pasaba. Me quedé viendo al chino al otro lado del mostrador y le dije trato hecho.
Por esos días en que logré una postergación en el plazo del empeño descubrí que el moreno de Costello se acostaba con Raymundo y todo el mundo, y que si el sastre no me pagaba era porque tampoco tenía ni para hacerse las ropas de sus funerales. Todo se lo había dado al muchachito; todo, hasta la dignidad. Cada vez que lo veía llevaba el mismo traje de terciopelo oscuro con los mismos zapatos gastados. Sólo se cambiaba la flor de la solapa, como si esa insignia fuera más importante que cualquier otra cosa. Después de un tiempo supe que pedirle el pago de mis servicios era una labor perdida, pero igual seguí yendo a su taller cada dos o tres días para ver si había logrado recaudar la plata, hasta que conversando sobre el cine y las traiciones nos fuimos tomando confianza y a mí me comenzó a dar vergüenza tener que cobrarle. Pero el tiempo siguió corriendo, y antes de que Xu Jin subiera el interés de mi préstamo tuve que tragarme la vergüenza y ponerle un ultimátum a Costello.
Llegado el día me levanté temprano y fui a ver al sastre. Decidí ir en el Triumph, no por darme un lujo innecesario sino porque hacía rato que no lo utilizaba. Por economía casi nunca lo encendía, pero a veces me entraba el temor de que el coche se oxidara con tanto ocio y me dejara tirado en la calle o en plena persecución, aunque las persecuciones se hubieran vuelto tan escasas. Conducir me subió los ánimos. Pisar el acelerador era una delicia. Antes de partir lo revolucioné en neutro y pasó de gatito a fiera en cinco segundos. A pesar del tiempo sin uso no le sentí ningún ruido fuera de lugar, y no vi ninguna cifra maligna en el salpicadero.
El entusiasmo me creció cuando llegué al taller de Costello y con alfileres de costurero apretados en los labios me dijo que al fin tenía con qué pagarme. Así me dijo, que ya tenía con qué pagarme. Como un pendejo tomé la esperanza como un hecho del destino y me anticipé a los acontecimientos. Tomaría el dinero de Costello y sin vacilar iría a que el chino me regresara el arma a cambio de los billetes y la papeleta de empeño. Y yo recibiría el arma como si fuera nueva, y me demoraría en la inspección de su acabado cromado, y le abriría la boquita para darle los seis bocadillos de plomo que tanto le gustan, y haría girar el tambor con una caricia rápida que la pusiera a cantar de gozo, y tras cerrarla con un movimiento ágil de la muñeca la pondría en su funda sujeta a mi costado izquierdo para que supiera que su hogar estaba entre la sístole y la diástole de su dueño verdadero. Y entonces, sólo entonces, encontraría equilibrio el universo.
Pero nada de nada. Costello salió con un chorro de babas, y yo pensando que se iba a abrir la época de la abundancia. El problema de guardar esperanzas no es que casi siempre salga uno defraudado; el problema no es que revele nuestra condición de idiotas. El problema es que la esperanza hace que uno confíe en el buen trayecto del plan A y se cruce de brazos mientras espera, cuando en realidad uno debería armar un plan B y un plan C, y así un plan de contingencia por cada letra del alfabeto latino. Y del cirílico. Y del hebreo. El problema de hacerse viejo es que uno comienza a buscar más y más las esperanzas.
Costello me hizo pasar a la sala en donde tomaba las medidas de sus clientes. La habitación olía a algodón, a cuero curtido, a peluche nuevo. Había retazos de tela marcados con líneas punteadas por la tiza del sastre, una mesa sobre la que reposaba una vieja máquina de coser marca Singer conservada sólo de adorno, el torso de un maniquí femenino anclado al suelo, otro maniquí de hombre vestido con un esmoquin pulcro pero sin cabeza y un espejo que repetía la misma escena lacónica. Costello me ubicó en el centro de la sala, se desalojó los alfileres de la boca y los enterró en los senos del maniquí femenino como un chamán oficiando un inocente rito vudú. Después se descolgó un metro que llevaba en el cuello, se puso en jarras y me miró de arriba a abajo:
«Antes que nada, hágame un favor», dijo. «Estire los brazos».
Me sentía alegre y no me importó perder unos minutos para colaborarle en su trabajo. Me saqué la gabardina y cubrí con ella el maniquí femenino como si yo fuera un caballero y aquel una dama aterida de frío. Estiré los brazos.
«Su traje ha visto días mejores», dijo Costello pasando el dedo por un remiendo que yo mismo había hecho la noche anterior. El sastre me trataba de usted y me decía «detective» por pura burla y «Nacho» cuando hablábamos de la deuda que tenía pendiente; en otras ocasiones, cuando nos daba por hablar de cine o de amores truncados, me tuteaba y me decía «bellezura».
«La elegancia se lleva por dentro», dije.
Costello se rio con su voz grave:
«Eso me gusta», dijo. «Aunque un buen traje siempre ayuda».
Estaba de acuerdo pero no se lo dije. El sastre se encaramó a un taburete que puso frente a mí y con movimientos acelerados y profesionales midió la distancia entre mis hombros y la extensión de mis brazos; después se apeó del taburete y me midió las piernas; cuando fue a medirme el tiro del pantalón me rozó la hombría por accidente, sin malicia pero con firmeza, como si comprobara la madurez de un aguacate. Costello dio tres pasos hacia atrás con las manos en alto.
«Vaya arma, detective», dijo en broma.
«Déjese de maricadas, Costello», dije manso, sin ofenderme.
Costello bajó los brazos, se alzó de hombros e hizo un gesto falso de lástima. «Ya lo sé», dijo. «Desde hace rato sé que no soy tu tipo».
«A lo que vinimos», dije. «Me dijo que tenía el pago».
El sastre pareció no haberme oído. Se inclinó sobre la mesa con la Singer y anotó los guarismos recién sacados en una libreta.
«En estos días pensé en algo», dijo sin mirarme. «En la época de Clark Gable los hombres llevaban los pantalones casi a la altura del esternón. ¿Lo has notado? Ahora en cambio uno ve a chicos que los llevan flojos por debajo de las caderas y exhiben los calzoncillos, como si el muerto hubiera sido más grande. Esos mismos chicos que se ponen las gorras de béisbol para atrás y se adornan con tatuajes y bisutería en la lengua y en las tetillas, no sé si te has dado cuenta. Si seguimos en este declive moral y estético, los hombres de finales del siglo XXI llevarán los pantalones en los tobillos, digo yo». Costello pausó la perorata con un suspiro. «Todo era más lindo en el cine viejo», dijo.
«Ajá», contesté distraído. Las palabras de Costello me hicieron pensar en el muchacho perdido al que jamás conocí. ¿En dónde andaría? ¿Buscaría a su padre? ¿A qué altura llevaría los pantalones? Me espanté el comienzo de la nostalgia y volví a preguntarle al sastre por mis honorarios. Entonces Costello fue hasta el maniquí del esmoquin con pequeños saltos de bailarina y repitió en él las mediciones que me había tomado. Revisó la libreta y sonrió en aprobación. Le acomodó el corbatín al maniquí antes de exhibirme el esmoquin. Se me cagó en todos los planes.
«Aquí tiene, Nacho. Y gracias por la paciencia».
Las palabras de Costello me cayeron como pedradas. Conque ese era el pago de mis honorarios. El esmoquin había sido un encargo jamás reclamado y al sastre se le había ocurrido la idea brillante de pagarme en especie. Me llené de una rabia azuzada por la impotencia y, aunque no la conocía, me puse a aventurarle profesiones hipotéticas a la madre de Costello. Pero ¿cómo culparlo? Si el banco me diera esa posibilidad yo también pagaría mi hipoteca prestando mis servicios detectivescos; si las gasolineras o las grandes cadenas de supermercados aceptaran las corazonadas y los casos resueltos como forma de pago, yo en serio podría decir que esta profesión de mierda da al menos para la decencia y las tres comidas básicas. Perdoné al sastre por el intento de regresar a la época elemental del trueque luego de mascullarle algunas otras ofensas, pero no le quise hacer caso cuando me pidió que al menos me probara el traje ni cuando me aseguró entre lágrimas que con él puesto me vería tan buen mozo como Cary Grant en Notorious. Le dije que no aceptaría ni el esmoquin, ni sus piropos, ni nada que no fuera la plata, y salí del taller.
Estaba turbado, aturdido por la ira. Ya dentro del Triumph me desbravaron el rumor del motor y la incertidumbre: ¿Qué le diría a Xu Jin? ¿Cómo haría para que no me elevara tanto la deuda? Me fui despacio para ver si cavilando encontraba alguna alternativa, pero Kong Fat quedaba tan cerca del taller de Costello que me tocó entrar a la tienda de empeño sin estrategia. ¿Quién dijo que a veces las batallas improvisadas son las más afortunadas? Nadie, carajo; nadie dijo eso.
El sonido electrónico de un gong repercutió en las paredes cuando entré a la tienda. Xu Jin había hecho que le instalaran el timbre fotosensible para saber cuándo entraba un cliente y para darle algo de solemnidad al antro. Funcionaba sólo lo primero. La pocilga era un pasillo oscuro que olía a lumpias de ayer y a desinfectante con aroma de lavanda. El chino estaba en su trono, separado de sus clientes por un desnivel que lo ubicaba muy por encima de los otros y un vidrio blindado para protegerse del hampa. Tenía el periódico abierto en la página de las carreras de galgos y la mirada adusta. Con una mano le ponía un peso al papel del diario y en la otra sostenía uno de esos ventiladores miniatura con aspas plásticas que andan con una sola pila AAA. La brisa artificial le otorgaba a su barba fina una calidad de marino en alta mar. Xu Jin era judío además de chino, aunque de judío tal vez sólo tuviera la astucia para los negocios y la ausencia de prepucio. Para mí fue una novedad eso de conocer a un chino judío; algo así como que me presentaran a un budista devoto de la Virgencita o a un mormón agnóstico. Xu Jin se enorgullecía de su genealogía con el fervor de las personas que no tienen nada más de qué estar orgullosas. Era o es uno de los hombres más longevos que he conocido y debía tener orden de captura de todos los cementerios cien kilómetros a la redonda, pero a pesar del pelo blanco, las cataratas y el olvido selectivo, Xu Jin tenía la sonrisa fácil e infantil de los asiáticos. Digo que tenía un olvido selectivo porque era incapaz de recordar haberme contado mil veces el mismo chiste pero en cambio no tenía que anotar en ningún lado las condiciones ni los plazos de sus transacciones. Eso sí quedaba escrito sobre el mármol de su memoria.
Xu Jin sonrió cuando me vio ingresar a la tienda; no porque fuera yo, sino porque yo llegaba a romperle la soledad de ser viejo y atender una tienda de empeño. Me saludó sin aspavientos y luego me contó el mismo chiste de siempre:
«Un chino y un judío entlal en un bal. Los dos pedil tlagos. De lepente, el judío pegal un puño en el lostlo del chino. “Eso es pol Pel Halbol”, decil el judío. “Pel Halbol fuelon los japoneses; yo sel chino”, decil el chino. El judío lespondel: “Los chinos y los japoneses tenel los ojos lasgados, y los dientes salidos; los dos sel la misma cosa”. Entonces el chino pegal un puño en el lostlo del judío. “Eso es pol el Titanic”, decil el chino. “El Titanic hundilse pol un icebelg”, lespondel el judío. El chino le lespondel: “Icebelg, Steinbelg, Goldbelg; todos sel la misma cosa”».
El chiste le parecía graciosísimo quizás porque sentía que no había nadie más idóneo que él para contarlo, que sería menos eficaz si fuera contado por un cristiano, como esas bromas fáciles que suenan racistas si no salen de boca de un negro del Congo. Xu Jin comenzó a convulsionar de la risa y yo se la repetí como un imbécil sólo para llevarle la corriente; a lo mejor así lograba ablandarle la intransigencia y me permitía extenderme un mes más sin hinchar mucho los intereses. Pero nada. Después de las carcajadas el chino se puso más serio que una estatua. Apagó el ventilador de juguete. La barba se le inmovilizó y le quedó colgando de la barbilla como un carámbano. Con la facilidad con la que armaba la sonrisa le llegó la mueca del comerciante. Me escrutó con sus ojitos opacos y me señaló con un dedo trémulo:
«¿Tlael el dinelo, detective?».
El cambio de tono me dejó frío. Me acomodé el cuello de la camisa, traté de armar mi cara más sincera y volví a pensar en lo que hacía la madre de Costello para ganarse la vida. «Sucede esto, Xu Jin…», comencé a decirle, pero el chino me cortó el discurso con un grito afilado:
«¡Lau Dong Ban!».
Es la única cosa que me sé en chino: Lau Dong Ban. Se la había escuchado a Xu Jin la última vez que visité la tienda, cuando le dije que aún no tenía el dinero. Todavía hoy me suena como las tres campanadas de una iglesia en un pueblo en donde no vive nadie. Lau Dong Ban. Xu Jin me lo dijo entonces y luego me aclaró el significado: ha terminado el plazo para recuperar el objeto empeñado. Sólo que la vez pasada había podido comprar un mes más al quince por ciento de interés y ahora el chino se obstinaría en cumplir su promesa o su amenaza de subir la tasa de interés al treinta. ¿Valía la Colt todo eso? ¿Se justificaba aferrarse a las reliquias pagando el precio de una nevera vacía y un despacho que se quedaría pronto sin electricidad? Volví a pensar en mi hijo perdido y dije que sí, que lo valía.
Pero Xu Jin me jugó sucio. Con un gesto de desdén volvió a encender su ventilador y pronunció su sentencia: desde ese momento la Colt .38 Detective Special estaba en venta al mejor postor. No, no habría extensión del plazo; o le pagaba el dinero ese mismo día o a la mañana siguiente el arma entraría a su catálogo de objetos desdeñados por sus antiguos dueños. Lo miré perplejo. ¿No recordaba nuestro antiguo trato de subir el interés al treinta por ciento?, le pregunté. Xu Jin no lo recordaba. Traté de conciliar con el usurero, y tras media hora de negociaciones inútiles fue que comencé a concebir la posibilidad de un futuro sin mi arma de tanto tiempo, y se me empezaron a apagar las esperanzas de reencontrar mi éxito como investigador privado al pensar que desde ese momento tendría que andar las calles sin el revólver a mi lado.
¿Qué credenciales podría ofrecer un detective viejo y sin clientes que además se ha quedado sin su arma? ¿Existía alguna otra manera de recuperar el revólver? Se me ocurrió la idea de ir al hospital para vender médula o semen, pero sabía bien que me darían muy poco o nada por cualquiera de ellos; se me ocurrió salir a la calle a robar algún establecimiento, y cambiar de bando sólo por un día; y hasta sopesé la idea de vender el Triumph o de recibirle el dinero a alguno de mis amigos solidarios y preocupados.
El repentino sonido del gong me sacó de las cavilaciones. Giré hacia la puerta de la tienda de Xu Jin con un movimiento maquinal y desesperado. Algo se rebulló en la penumbra.
Fue entonces cuando vi a un hombre con un arma…
DOS
Se trataba de un Llama Comanche, cañón de diez centímetros, tambor para seis proyectiles, potente como cualquier otro revólver calibre .357. Era un arma de fabricación española, diseño sospechosamente similar al del Colt Python, aunque yo no sé nada de patentes. La pieza era atractiva pero estaba sucia y descuidada; en fin, no era nada del otro mundo. Que yo sepa, su única aparición memorable en el cine ha sido en la película de Stephen Frears The Hit, en la que un matón interpretado por Tim Roth se la apunta con periodicidad a un pobre condenado que se jacta de no temer a la muerte…
El que sostenía el revólver era un tipo joven. Qué sé yo; tenía máximo treinta y cinco años, seguro menos. Para mí siempre fue un muchacho, y ahora se me ocurre que esa es una de las palabras que van cambiando de significado con los años: si algún día llego a celebrar mi centenario, también a los viejos de mi edad actual los llamaré muchachos. El muchacho en cuestión se llamaba o se llama Orestes Montoya y es importante porque fue mi compañero durante casi todo el caso de Víctor Cantor, entre otras cosas. Era alto y bien proporcionado; tenía el pelo ondulado, la piel trigueña, la nariz ñata y una barbita rala que se afeitaba en las mejillas pero quién sabe por qué diablos se dejaba crecer en el mentón y encima del labio superior; alguna novia le habrá dicho que se veía apuesto y el pendejito se tragó el cuento. Ese día estaba vestido con desgano pero a leguas se notaba que no conocía la escasez, como si la manera de caminar o pronunciar las palabras le contradijera los jeans deshilachados y la camisa sin planchar. Llevaba unos lentes de marco rectangular delgado, tal vez para el astigmatismo o la hipermetropía, y se me ocurrió que detrás de los lentes tenía los ojos bizcos y la mirada ingenua, pero más adelante me di cuenta de que miraban rectos y de que el muchachito no era ningún bobo. Tal vez se me antojó ingenuo porque entró a la tienda de Xu Jin sosteniendo el revólver recostado en las dos palmas abiertas y un gesto nervioso, como si tocar el acero lo asustara o le evidenciara la inexperiencia, como si fuera un vendedor de zapatos con la súbita misión de exhibir no un mocasín de gamuza sino un arma de fuego. Y eso que el revólver no andaba cargado…
Orestes Montoya. Desde el principio no supe si tratarlo con lástima o con simpatía. Simpatía porque a pesar de nuestras diferencias el muchacho me trajo siempre el recuerdo de una versión anterior de mí mismo; lástima por el mismo motivo. Verlo era como ver una de esas fotografías viejas en las que éramos más jóvenes y menos cínicos y que lo hacen pensar a uno en lo que pudo ser y no fue… El caso es que el muchacho llegó a la tienda de Xu Jin para ofrecerle el revólver, como yo había hecho con el Colt Detective Special; pero a diferencia mía, a Orestes Montoya no le importaba ni un pito su revólver y estaba en Kong Fat no para empeñar el arma con la esperanza de recuperarla sino para ver si el chino se la compraba para siempre y por cualquier cosa. Eso dijo él mismo: cualquier cosa. Y es que Orestes Montoya no era amigo de las armas de fuego: no sabía nada de ellas, jamás había tenido la necesidad de portar una y dudaba mucho que llegara el día en que se enfrentara a una situación en la que se precisara el uso de la fuerza bruta. Eso dijo.
Yo lo escuché sólo por hacer tiempo mientras decidía si insultar o no al chino por incumplir el trato prometido. Se me había ocurrido decirle a Xu Jin unas cuantas verdades gruesas y xenofóbicas para luego despedirme con obsceno gesto monodédico antes de azotar la puerta de la tienda de empeño. Pero no pude hallar ninguna ofensa acorde y en lugar de insultar a Xu Jin me quedé oyendo a Orestes Montoya. Igual el muchachito había comenzado a hablar antes de que yo me decidiera, nos miraba al chino y a mí alternativamente y se refería a sí mismo y a su circunstancia con elocuencia y parafernalia, como si quisiera jactarse de su buena educación o creyera en la falacia de que las palabras importan, que sirven de alguna cosa.
Orestes Montoya terminó de exponer sus motivos para estar en Kong Fat, mirándonos a mí y al chino. Mientras hablaba armaba una de esas sonrisas directas y romas que aún no han sido moldeadas por los desaires. Pero el tiempo les afila las facciones a los hombres… Después de una pausa salió con este apéndice:
«Soy de las personas más pacifistas que hayan visto, caballeros».
Lo inspeccioné de arriba a abajo.
«¿De dónde sacaste el arma?», le pregunté al muchacho, no porque me importara sino casi como un acto reflejo del investigador habituado a los interrogatorios. Orestes Montoya titubeó por un segundo mientras fabricaba los detalles de una mentira:
«Mi abuelo materno me la legó en su testamento. Era un filósofo cínico y nihilista con el único hobby del humor negro. Un intelectual prolífico, aunque no dejó nada en el papel excepto los sesos que regó sobre su nota suicida. Con esta misma arma, fíjese. Su obra fueron sus acciones. Su muerte fue el corolario lógico a una vida de mierda. Y resulta que antes de morir me testó el arma como si le entregara el testigo a un compañero de relevos». Orestes Montoya arrulló el arma entre sus manos como si quisiera adivinar su peso exacto. «La conservaría si significara alguna cosa, pero jamás tuve una relación cercana con el viejo. No me interesa quedarme con ella».
No le creí nada pero no me importó; a fin de cuentas todos los clientes de una casa de empeño prefieren ocultar sus motivos; a nadie le gusta decir cuál fue el camino que lo condujo a la miseria. El muchacho dejó de mirarme. Después elevó el revólver con ambas manos, no como una amenaza sino como una ofrenda, y se dirigió a Xu Jin:
«¿Cuánto me da por la pistola?», dijo. No dijo revólver; dijo pistola. Era un error garrafal pero común de civil habituado a la monotonía de la paz, y sin embargo hasta el chino sabía que el muchacho andaba meando fuera del tiesto y que podía sacarle ventaja. El viejo entrecerró los ojos, mostró los dientes protuberantes, se atragantó con una risilla breve y porcina. Decirle chino cochino era un insulto demasiado fácil. ¿En dónde estaba la ofensa exacta que necesitaba? El muchacho se quedó desorientado.
«No es una pistola», corregí. «Es un revólver».
Orestes Montoya me miró perplejo.
«¿Y cuál es la diferencia?».
Cogí la vergüenza ajena en una mano y me la aplasté contra la frente. Se me ocurrió que el muchacho no sabría siquiera qué diablos era el calibre de un arma, y que se imaginaría a alguien torturando a un felino en miniatura si escuchaba la frase oprimir el gatillo. Pero a cada cual lo suyo; yo no sé nada de mitología griega o historia del arte y eso no me merma la condición de hombre. Le hice una descripción sucinta de los dos mecanismos, para ilustrarlo, pero el muchacho se alzó de hombros y volvió a mostrarle el arma a Xu Jin.
«¿Cuánto me da por el revólver?».
Lo tildé ahí mismo y mentalmente de pendejo, no sólo por su ignorancia armamentista sino por sus aptitudes inexistentes como vendedor. ¿Quién que espere vender bien algún objeto comienza por atacar su condición de necesario y menoscabar su valor sentimental? Xu Jin lo adivinó enseguida, por supuesto. Lo vi disimular la sonrisa de victoria avara y apagar su ventilador antes de ofrecerle al muchacho casi nada por el revólver. Como dije, no era nada del otro mundo, pero la plata que le ofreció Xu Jin no alcanzaba ni para un almuerzo en un restaurante de mala muerte. Se lo advertí no para meterme en un asunto que no era mío sino sólo por decencia, sin saber que había encontrado la mejor forma de ofender al chino.
«Ese revólver vale al menos el doble», dije.
Xu Jin se agarró la barba con una mano y con la otra pegó sobre el mostrador como destripando al recién atisbado insecto de la rabia. Fue una escena linda, de verdad, o había que estar allí para verle la belleza.
«¡No metelse, detective!», gritó el viejo.
Era claro que la mejor injuria era obstaculizarle el usufructo. Me sentí reivindicado por el fiasco de toda la mañana.
«El doble; puede verse a leguas», le dije al muchacho, esta vez con alevosía. «Tal vez el triple, si se vende a alguien que sepa alguna cosa de armas».
«¡Mielda, detective! ¡Mielda!», gritó Xu Jin. Y lo siguió gritando cuando le dimos la espalda y nos alejamos, y cuando sonó el gong que nos despedía, y aún después de que Orestes Montoya y yo habíamos salido de la tienda de empeño. Sí, me acuerdo que le escuché los gritos de furia por encima del ruido del tráfico que se embotellaba a esa hora en el centro. El bicho del tiempo ya se había comido casi todo el tramo de la mañana y el asfalto reverberaba por un sol alebrestado. Y yo vestido con sombrero y gabardina y mi viejo traje de paño, con la idea de que si el hábito hacía al monje entonces mi apariencia clásica me ayudaría en el decadente oficio de ojo privado. Pero no, la pinta no me había ayudado en nada y ahora sólo me quedaban dos trajes viejos cada vez más delgados y raídos. Tal vez si le hiciera caso a Costello y anduviera con esmoquin para compensar la ignominia con la elegancia; tal vez así arrancaría otra vez el negocio de las investigaciones privadas. Tal vez.
Me olvidé de Orestes Montoya y me saqué la gabardina mientras avanzaba hacia el coche. Con seguridad el Triumph estaba como un horno, estacionado en plena resolana. ¿Había alguna cosa más triste que la guantera de un auto sin un arma? Pensé que no la había. Saqué el llavero-linterna que llevo siempre en el bolsillo y cascabeleé las llaves como hago cada vez que estoy indeciso y requiero de un ritmo fijo que me ayude con el pensamiento: el sonsonete metálico de los tranvías, la guía exacta de un metrónomo, el espabilante cluc-cluc de una gotera en una noche de insomnio. ¿Qué haría ahora para ganarme la vida? ¿Qué prospectos había para un investigador privado con los pies sobre el borde del sexto piso de la existencia? Las cuentas por pagar se me amontonaban sobre la mesa como las malas cartas echadas por un crupier salvaje; Costello había sido mi último cliente y eso ya hace más de tres meses; y ahora, para rematarlo todo, me quedaba sin mi Colt Detective Special.
Se me ocurrieron algunas ideas, todas insuficientes o imposibles, para salir de la encrucijada: aceptar el préstamo que me ofrecía el teniente Perea, rogarle al capitán de Homicidios un reingreso al cuerpo policial, buscar en los clasificados del diario cualquier otro oficio que no exigiera los rugidos en el vientre. Pensé esas y otras cosas que no recuerdo. En el calor las ideas me estallaban como pepitas de maíz y no había nadie que las atajara. La verdad lo único que quería era un caso importante que redimiera tanto tiempo perdido, que deshiciera la costumbre del fracaso; un caso que justificara mi carrera y fuera un recuerdo para atesorar en la vejez; no mi último caso, pero sí un caso importante. Eso era lo que quería.
Empuñé la llave del Triumph y abrí la portezuela. Una vaharada caliente se escapó de la cabina como el aliento dulce de una bestia. Esperé a que refrescara. Cuando al fin me decidí a entrar sentí una mano sobre mi hombro. Era Orestes Montoya.
«¿Detective?», dijo el muchacho.
Me di media vuelta y lo vi extenderme una mano abierta. Para desencartarse se había puesto el revólver en el cinto, pero no en la parte trasera sino al frente, en el mismo centro del ombligo. Se había quitado los lentes y fue ahí que vi que no era bizco sino que sabía ver el horizonte. Me causó curiosidad, pero no tanta. Le estreché la mano sólo para testearle el carácter; la firmeza de su agarre me aseguró que el muchacho era serio y pragmático, a pesar de la largura idealista de sus dedos.
«¿En verdad es usted detective?», preguntó Orestes Montoya sin soltarme la mano.
Asentí sin énfasis, con un puchero de desdén:
«Te daría una tarjeta, pero hace mucho que se me acabaron».
El muchacho dijo que jamás había conocido a un detective en persona; yo le respondí que nunca había conocido a nadie tan ingenuo. Nos presentamos. Él dijo Orestes Montoya, yo dije Ignacio Cienfuegos, y los dos terminamos con la vieja fórmula del mucho gusto. Después lo vi zafarse el arma, nuevamente, y tomarla por el cañón para entregármela. Al menos sabía eso: que no sólo por decencia sino también por seguridad, cualquier arma se ofre