Dina y Natan

Miriam Lewin
Horacio Lutzky

Fragmento

Dina y Natan

Un enigma llamado Dina

La terminal de ferrocarril de Constitución, un hervidero de gente. Todavía no era la temporada alta de verano y, sin embargo, a duras penas habíamos podido conseguir boletos a Mar del Plata para María, mi vecina, y para mí con veinte días de anticipación. Solo para viajar un día de semana, “en cuatro horas y un ratito”, como decía la propaganda, aunque en realidad siempre se tardaba más.

Natan había querido sacar en El Marplatense, que tenía maleteros, azafatas y coche comedor. Un lujo. ¡Hasta música funcional ponían! Pero no había más pasajes. Nos trajo él mismo a la estación en su auto nuevo. Le va bien en el trabajo, tiene buena posición y se la merece, porque es muy trabajador e inteligente. Yo viajé adelante con la ventanilla abierta y cuando pasamos por el Obelisco señalé con sorpresa el edificio nuevo del Mercado del Plata, tan desangelado. ¡Qué rápido cambiaba la ciudad! Natan me dijo que no era para nada una novedad, que tenía por lo menos diez años.

Desde lejos, ahora que habían demolido algunas manzanas para alargar la 9 de Julio, había visto la estación de tren, que parecía un palacio francés. Eso a la distancia, porque de cerca se la notaba deteriorada, maltrecha, sucia, con carteles rotos y gritos de vendedores ambulantes.

Llegamos y Natan se quedó con nosotras. Como buen caballero que es, nos ayudó con las valijas y la heladerita con bebidas y sándwiches. Siempre había intentado convencerme de que aceptara la invitación de ella, una gallega, viuda como yo, de acompañarla al departamentito de la calle Corrientes en la costa. Pleno centro, Dina, figúrate, me había insistido ella, vamos andando a la Bristol, a la Rambla y al Casino. Te va a agradar. Alquilamos una sombrilla, regresamos para una siesta, que no nos tome el sol del mediodía. De tarde, cuando baja el calor, a la peatonal a mirar escaparates y a tomar un copetín con frutos de mar. Le aclaré que no comía mariscos, después pensé que sonaba un poco descortés. Es cierto que no me gustan, pero tampoco son kosher. Dejé de comprar cerdo cuando Ferdinand murió… Con él era imposible.

María es simpática. Devota, muy católica, casi supersticiosa. A tal punto que cree en la resurrección o, más bien, en la reencarnación. Está convencida de que mi esposo, como ella lo llama, va a reencarnar en un perro, y quiere regalarme uno para que no me sienta tan sola en ese caserón. ¡Me hace reír tanto con esos disparates! Ahora me lleva con ella, un poco a la rastra, a la Ciudad Feliz, como le dicen.

* * *

Shimon Dayan llegó al mundo un primero de enero en Estambul con la promesa de un buen año nuevo bajo el brazo. Puede imaginarse a Dina, su madre, esa mujercita de diecinueve años, preparándose para el brindis de la medianoche antes de las contracciones. Celebraban en familia y con más fasto el año nuevo judío, pero las festividades del 31 de diciembre a la noche incluían a los amigos gentiles, tanto en Turquía como en Yugoslavia, donde vivió su infancia. Se cubría la mesa con un paño de hilo blanco, se desplegaban la porcelana y la cristalería en el enorme comedor de la casa, se invitaba a los vecinos, a los conocidos de la infancia, a algún empleado de confianza. Por supuesto que no conserva recuerdos nítidos de esa época, pero sí una sensación de calidez.

A veces piensa que, en realidad, esa sensación de armonía y protección de antaño provienen únicamente de las fotos ajadas que conserva. Es una ilusión. La visión de un picnic rodeado de tíos y de primos, y él, de menos de dos años, con flequillo y bien peinado, sentado en el césped, aplastando con sus puñitos un sombrero que probablemente fuera de su padre.

Ahí está Gideon, parado junto a Dina, que lleva un atuendo liviano y un collar de perlas que casi nunca se quita. Él, el único de los hombres sin chaqueta, pero con corbata, que apoya una mano en el hombro de su esposa con una actitud tierna y juguetona. Ella, con labios carnosos, dientes perfectos y una sonrisa de hechizo, además de hermosos ojos claros con forma de pez. Es pequeña y su padre, enorme, un hombrón alto de pecho ancho, rostro grande y orejas prominentes.

Hasta hoy, indaga en el fondo de la foto, como si pudiera transportarse a esa escena y salir caminando hacia su casa. El almuerzo campestre bien servido, los vasos llenos, la ropa impecable y elegante, demasiado para la ocasión, la atmósfera apacible y, a trasluz, algún insecto distraído atravesado por un rayo de sol y captado por la lente.

PRIMERA PARTE

Bijeljina, Yugoslavia, 1941

En el invierno de Bijeljina, su pequeña ciudad —esa planicie al noreste de Yugoslavia, abrazada por los ríos Drina y Sava—, a través de la ventana, Shimon podía ver que nevaba en el jardín. Las ramas de los encinos y los nogales que rodeaban la casa estaban recargadas de blanco, y había una leve capa inmaculada que lo cubría todo, inclusive los canteros donde su madre cultivaba flores en primavera. Los tallos secos de los arbustos le daban un aspecto algo tétrico al espacio por donde corría, bajo la mirada de su niñera, cuando estaba el cielo despejado. Pero nada podía quitarle las ganas de jugar.

Esperó que dejara de caer la nieve y salió por la puerta principal. Sacudió los copos que habían salpicado su trineo, se secó la mano en el chaleco y se trepó a su móvil. Pero el caprichoso artefacto no iba a moverse solo. Necesitaba que alguien lo arrastrara para deslizarse. Generalmente, era su padre, pero hacía varios días que faltaba a la cena, y no llegaba hasta después de la hora en que lo mandaban a la cama. Se divertía un rato con su trencito de madera y hacía girar su trompo sobre la alfombra del cuarto, lo escuchaba acercarse y se subía rápido al colchón para hacerse el dormido. Gideon lo besaba en la frente y lo cubría con las mantas hasta el punto en que casi no respiraba. Podía sentir su aliento a alcohol, intenso. Nunca antes había bebido, por lo menos no de esa manera, como en aquellos días.

No se preocupó porque, a sus seis años, su peso era liviano y cualquiera podía ayudarlo tirando de la cuerda para que lanzara sus grititos, cerrara los ojos y se imaginara que montaba un potro o, mejor, un dragón como el de los cuentos que le leían, antes de ir a dormir, las noches en que no le cantaban canciones de cuna dulces, en ladino.

Durme, durme ermozo ijiko, Durme, durme sin ansia i dolor,

Serra tus lindos ojikos,

Durme kon savor.

De las fachas salirás, A la echkola te irás,

I ayí mi kerido ijiko, Alef-Bet ambezarás.

Llamó a Gerta, su nana, para que saliera, porque sabía que su mamá estaba en la cocina y, además, nunca habría aprobado que estuviera a la intemperie con sus pantalones cortos y sin abrigo. De donde Dina venía, donde había nacido, casi nunca nevaba. En Estambul, por lo general, los inviernos no eran tan duros. La puerta de la casa se abrió y su mamá llegó a su lado corriendo, con una manta en la mano. Lo envolvió para que no siguiera tomando frío, y lo forzó a calentarse junto a la chimenea. Cuando terminó de refunfuñar en voz alta contra Greta por descuidarlo, le cantó:

A la plasa te irás,

I ayí mi kerido ijiko, Merkansiya ambezarás.

De la plasa salirás,

Al estudyo te irás,

I ayí mi kerido ijiko, Doktoriko salirás.

Shimon no tenía intenciones de decirle que no le interesaba convertirse en doctor, como su abuelo y uno de sus tíos. Le gustaba ir a la tienda de su padre, en el centro del pueblo. En los estantes, que alcanzaban el cielorraso, había rollos de géneros multicolores, brillantes. Sedas y terciopelos, algodones y tules, brocatos y percales, encajes y plumetís, que las mujeres compraban para sus modelos de calle y de boda. Su mamá casi nunca ayudaba porque tenía mucho que atender en la casa, pero cuando iba a elegir lo que usaría para que la modista le cosiera sus vestidos o para regalar a su abuela y sus tías en Turquía, le encantaba disfrazarlo envolviéndolo en destellos de color bermellón, turquesa y dorado. Lo llamaba “mi príncipe” y lo subía al mostrador: no podía sentirse más feliz.

Gideon Dayan había nacido allí, en Bijeljina. Ya mayor, hizo un viaje iniciático a Jerusalén, como acostumbraban los muchachos de la comunidad judía. Tomó un navío hasta Jafo y, al regreso, pasó por Estambul. Le habían dicho que un médico honorable, de apellido Matalon, muerto hacía poco, había dejado allí cinco hijas casaderas. Lo flechó una de ellas y, con las bendiciones de las dos familias, pronto se celebró la boda. El novio tuvo que esperar a que llegara la carta con la aprobación de sus doce hermanos, como se hacía todo en la familia, porque su padre y su madre habían muerto. Ni bien lo autorizaron y enviaron la dote, se firmó la ketubá, y hubo una gran fiesta.

Era costumbre entre los sefarditas que la mujer fuera a vivir con su marido y sus parientes, pero Dina, embarazada, no tuvo demasiado problema en convencer a Gideon que se quedaran una temporada en Turquía. Por lo menos hasta que llegara el hijo y se pusiera fuerte. Transcurrió un año, y Dina no se cansaba de repetirle lo bien que habían hecho en permanecer allí durante el invierno. Sin embargo, Gideon estaba ansioso por volver a Yugoslavia. Los cuñados le ofrecieron el medodim, una suma de dinero para que empezara un negocio, y tuvieron que insistirle para que lo aceptara. Solo lo hizo aclarando que las monedas de oro que le entregaron serían para el pequeño Shimon. Dina se despidió de los suyos y lo siguió, como marcaba la tradición.

No puede acordarse nada de su primera época en Estambul, solo tiene los recuerdos de otros. Le contaron cómo había sido el día de su circuncisión. Todos estaban felices y conmovidos. Alrededor de la cama, pusimos la noche anterior amuletos para cuidarte, y un tapiz colorado con hilos de oro, para protegerte. Y un libro de salmos con un cuchillo adentro, para librarte de los espíritus malos, le relató Dina como si fuera una fábula. Llegó el moi, que trajo la silla alta de circuncidar de la kehila, y tu papá rezó con mis hermanos. Tus tías y tu abuela prepararon masitas y otras delicias, pero lo más sabroso era el pan de Espanya. Tu sandaka, tu madrina, te trajo vestido con una camisa larga y blanca sobre un almohadón y cuando te entregó a tu sandak, tu padrino, el moi te circuncidó y te mojó los labios con un poco de vino. Te llamó por el nombre de mi padre, en hebreo y cantamos El dio que lo guarde de oixo malo. Ainaraj ke no te caiga, te susurró la abuela en el oído, y dijimos en conjunto Amén.

Los Dayan, hermanos y primos de su padre, vivían todos en Yugoslavia. Gideon le había comprado una villa a un hombre muy rico, de apellido Finci, judío como ellos, que la vendió después de construirla, sin haberla habitado casi. Dina y su esposo la remodelaron y contrataron a un jardinero, a una cocinera, a dos mucamas —una húngara y otra gitana—, y a Gerta, el ama de llaves, q

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