Una buena forma para decir adiós

César Lozano

Fragmento

Introducción

Introducción

Al escribir este libro que tienes en las manos, redescubrí y reviví las más bellas sensaciones. Ciertamente, decir adiós es doloroso, es un acto, incluso, capaz de marcar nuestra vida. No volvemos a ser los mismos tras despedirnos de quien significa mucho, ya sea por su cercanía o por el afecto que le prodigamos. Duele la ausencia, duele que alguien o algo que consideramos parte de nosotros no está más.

No sé si cuando alguien se va lloramos en sí por la persona o lloramos por nosotros mismos y por lo que dicha ausencia significa. Al escribir Una buena forma para decir adiós recordé pasajes de mi vida donde, a pesar del inmenso dolor, pude salir a flote y victorioso. También, vinieron a mi mente, hábitos nocivos que pude eliminar, hacerlo me ayudó a convertirme en una persona mejor y diferente.

Recordé a seres muy allegados, su cercanía me permitió ser testigo de su entereza y valor para evitar que el dolor se convirtiera en un sufrimiento constante. Admiré y aprendí de esa capacidad de amor tan grande que tiene mi querida esposa Alma al compartir durante la elaboración del libro, todo lo que vivimos juntos ante sus pérdidas: su mamá, su papá, su hermana y su hermano. Un dolor tras otro. Sin embargo, ella decidió transformar el dolor en amor, alegría y servicio a los demás, tres ingredientes que son parte de su vida y que, al mismo tiempo, dan sentido a su existencia. Güerita, cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí, tu apoyo para escribir este libro y darle esperanza a lo inevitable.

Agradezco cada uno de los testimonios de amigos y conocidos, personas que han perdido seres tan fundamentales como amados: padres, hijos, hermanos, mejores amigos.

Gracias a quienes me acompañaron en momentos de adversidad, gracias a sus consejos pude utilizar las cenizas del dolor para crear una nueva forma de ver y asumir la vida. También a quienes compartieron conmigo su experiencia del adiós en rompimientos amorosos, donde el dolor fue tan intenso que pensaron que nunca podrían recuperarse y, sin embargo, lo superaron, volvieron a amar y a ser amados.

Gracias a quienes dejé de ver hace tiempo por diversos motivos, a quienes cruzaron por mi vida como estrellas fugaces y dejaron una estela de sensaciones y aprendizajes que influyeron y determinaron mi destino. No cabe duda, hay gente que aparece en nuestra existencia con una misión específica y trascendente, tras cumplirla, se va.

Mi agradecimiento a mi adorada madre, pues con su partida me enfrenté al doloroso proceso del adiós y me permitió comprender lo importante que es decir y expresar con palabras y hechos lo que sentimos por quienes nos rodean. Gracias a que lo hice, su partida no dejó huellas dolorosas en mi vida, pues mi madre tenía una risa contagiosa, expresaba constantemente su amor a quienes quería; fue su forma de ser lo que me permitió, y en homenaje a ella, llevar su ausencia con alegría y ser más expresivo en mis afectos. Decidí cómo vivir mi duelo.

Por supuesto que decir adiós no es, ni lo será, pero es nuestra fe, la actitud que asumimos ante la adversidad y el amor de quienes nos rodean, lo que hará la diferencia. Ese amor que manifestamos con hechos y palabras a quienes están y estarán siempre con nosotros.

Deseo de corazón que este libro te acompañe durante el proceso del adiós. Espero que lo obsequies a un ser querido cuando lo necesite y no tengas las palabras necesarias para darle consuelo, para que no se consuma en el dolor de vivir una pérdida.

Una buena forma para decir adiós es un mensaje de esperanza, de fortaleza ante la despedida, a la que nos hemos enfrentado en diferentes momentos y de diversas maneras, o a la que sucederá en el futuro. Sé que este libro te ayudará a sobrellevar el momento de crisis, pero también proveerá crecimiento personal y espiritual.

Ponte cómodo y disfruta el “placer de leer”.

Decir adiós duele

Decir adiós duele

Todo tiene su tiempo, y todo tiene su hora.
Tiempo para nacer, tiempo para vivir y hora de morir.

Eclesiastés 3:1-2

¡Pero por supuesto que un adiós duele! No sólo porque extrañaremos a la persona que se fue, sino por todo lo que se queda y nos la recuerda. Duele, incluso si no existió un vínculo personal con ella, pero sí con sus cercanos, duele al ver el sufrimiento de quienes verdaderamente la amaron y la extrañarán.

El dolor es inherente a la naturaleza humana; es inevitable, por ejemplo: al vivir un cambio que nos afecta; si alguien se separa de nosotros temporal o definitivamente; o si quien ocupaba un lugar en nuestros afectos muere. El adiós será doloroso. Lo mismo ocurrirá si nosotros nos vamos, quienes nos aman sentirán dolor. Si alguien que fue un gran amigo o un compañero de estudios o de trabajo muy querido se fue para siempre, lo extrañaremos y nos dolerá su partida.

Un adiós duele mucho, pero también duele a quienes nos aman, el ver cómo nos consumimos. Es necesario vivir el dolor; el sufrimiento es opcional. Tendemos a llamarle duelo al sentimiento de pérdida por la muerte de un ser querido, sin embargo, el rompimiento amoroso también conlleva un duelo.

Tarde o temprano todos vivimos el dolor por la pérdida de algo o de alguien. Desde que somos niños lo experimentamos de una u otra forma, y la manera de reaccionar es tan variada como personas en el mundo. Los bebés, por ejemplo, al detectar la ausencia de su madre lloran por instinto.

Nadie olvida su primer contacto con la muerte. No podemos subestimar ese primer encuentro. ¡Claro que yo lo recuerdo! Sucedió con un animalito con el cual me encariñé, a pesar de su poca expresividad: un pollo amarillo que me regalaron en una feria de la iglesia a la que asistíamos, y que después de alimentarlo, cuidarlo y quererlo un día desapareció sin más. Fue una extraña desaparición que, a los cinco años de edad, me generó angustia y estrés. Digo “desaparición” porque mi madre al ver que amaneció muerto y en el afán de “protegerme” de la tristeza que me provocaría, ocultó su muerte diciendo que el pollito se había ido. ¡Peor! “¿Dónde está? ¿Se lo robaron? ¿Lo habrán atropellado? ¿Estará sufriendo?”, y toda una serie de preguntas que un niño de esa edad puede formular. Posteriormente, mi madre no tuvo más remedio que decirme que el animalito había muerto. Me lo entregó, lo metí en una caja de zapatos, le lloré y le di “cristiana sepultura” en el jardín. Te imaginarás la escena trágica donde mi madre, mi padre y mis hermanos me acompañaron en mi dolor. Hoy agradezco que me hayan permitido vivirla, ese primer contacto con la muerte me ayudó a

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