Amores adúlteros... el final

Beatriz Rivas
Federico Traeger

Fragmento

Busco

Busco

Consulto diariamente tu horóscopo y el mío. Me gasto una cantidad de dinero absurda con las rumanas que leen la fortuna. Busco mi suerte en el I Ching, descubro mi porvenir en el café turco. Te busco en las conversaciones de los bares. Y en esta ciudad extraña en la que me encuentro, subido en un taxi, también te busco. Ese mensaje que me has enviado me ha convertido en esponja… absorbo tu recuerdo y todo aquello que en el aire llega de ti. Sí, vives en el viento cuando no estás en mi piel. Y buscarte es mi única forma de extender mis manos y tocarte.

—¿Le puedo hacer una pregunta? —le digo al taxista.

—Usted dirá.

—¿Qué haría para que una mujer de la que está enamorado se volviera a enamorar de usted?

—Seguramente es casada, ¿o me equivoco?

—Lo es.

—Pues no me enamoraría de una casada.

—Supongamos que lo hiciera.

—Tendría paciencia. Con una mujer ajena no se tiene ningún derecho. Lo único que se puede tener es paciencia.

—Eso es justamente lo que no tengo.

—Pues le recomiendo que cambie de idea o que cambie de mujer.

—No creo que pueda.

—Si me permite mi humilde opinión, yo creo que la cosa es muy sencilla.

—¿Ah, sí?

—¿Qué es lo que más le da miedo de ella?

—Que me deje.

—Esa sería la consecuencia, el final. Pero qué es a lo que más le teme, o por qué cree usted que ella podría dejarlo.

—Porque es muy influenciable. Muy inteligente, pero cualquiera la puede hacer cambiar de parecer. Siento que por más que le demuestre todo lo que la amo, algún amigo o amiga le dicen algo y la ponen a dudar. Si fuera un velero, le moverían las velas y le cambiarían el rumbo. Eso me da miedo.

—¿No será que ella es la que disfruta o prefiere cambiar de parecer? Hay personas que ven la vida como si fuera una charola. A la mejor le gusta el sabor cambiante de las opciones.

—Precisamente es lo que me aterra.

—¿Y el marido no le da miedo?

—No. Me dan miedo las personas a las que les ha contado lo nuestro. Es tan, pero tan fácil de influenciar, de seducir… igual alguien le dice algo lindo, o le invitan un par de tragos y…

—¿Y no ha pensado que quizás por eso se enamoró de usted? ¿Porque le gusta que la inviten a cambiar de corazón?

No me doy cuenta de que respondo con un silencio largo y espeso. Miro a las mujeres hermosas salir de los restaurantes y los bares. Parejas de enamorados caminando libremente, por las calles de la ciudad. Llegamos a mi destino.

—¿Cuánto le debo?

—Nada, señor.

—¿Cómo que nada?

—Sepa usted que soy un hombre casado. Mi esposa tuvo un amante y no sabe cuánto daño me hizo. Le recomiendo que le tema un poco más al marido. No me debe nada… pero debería cobrarle todo. Buenas noches.

El pacto

El pacto

A algunas palabras las impulsa la veracidad; a otras, la velocidad. Eso sintió Él cuando leyó el mensaje de Ella. Percibió que su carta electrónica era más apresurada que verdadera. Más huida que despedida. Le cayó la toalla en la cara, la que Ella tiró… y le ardió como una bofetada. Mejor dicho, lo humilló. Lo hizo sentirse caricatura de sí mismo. De pronto se dio asco. Ella había sido poseída no por su sano juicio, sino por alguien. Y eso es lo que se le clavó a Él hasta el tuétano. Saber que otro, sí, el marido, la había hecho cambiar de ritmo, de rumbo, de corazón. Saberse traicionado. Y es que hay evidencias, diseminadas entre líneas, que se perciben con la inteligencia de la carne, de la yugular, de los pulmones, de las palmas… Todo estaba dicho. Intentó conciliar el sueño con la ayuda de un ansiolítico y un whisky en las rocas. Pero lo único que logró fue naufragar ovillado sobre la cama, alejándose de sí mismo. Acortó su viaje de negocios. Antes de que amaneciera, ya estaba subido en un avión de regreso.

—Qué estúpido he sido —se dijo mil veces. Y pensó cómo reconquistar a su esposa, cómo decirle, con una mirada, que jamás la volvería a dejar afuera. El pacto de envejecer con Regina hasta que la vida se les fuera de las manos, no sólo estaba renovado, sino que lo emocionaba como a quien descubre la religión, como a quien lo iluminan las radiaciones de un llamado superior.

Al aterrizar y encender su teléfono para llamar a su esposa y sorprenderla con la noticia de su llegada antes de tiempo, advierte que hay un mensaje escrito. Mientras los pasajeros se incorporan y sacan su equipaje de las compuertas, Él lee:

“Perdóname, amor. Te lo suplico. Te lastimé y merezco lo peor. Pero no puedo vivir sin ti”.

Corre tan rápido hacia la salida, en busca de un taxi, que su maleta, con todo y el pacto, se queda girando en la banda sin que nadie la recoja.

El teléfono

El teléfono

—¿Quién es? —pregunta su hija.

—¿Quién es quién?

—La mujer con la que acabas de hablar por teléfono.

—Una amiga. ¿Por?

—Porque te pones feliz cada vez que hablas con ella.

—¿Y cómo sabes cuándo hablo con Ella?

—¡Pues por tu sonrisa! ¿No te estoy diciendo que te pones demasiado feliz? Hasta mamá se da cuenta…

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