El reino de las moscas

Alejandro Páez Varela

Fragmento

1: Aquí empieza y termina todo

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Aquí empieza y termina todo

La tomé del antebrazo y caminamos chapoteando entre los riachuelos que se forman en la cuneta de las calles. Primero íbamos aprisa, luego despacio. “No escucho la lluvia”, le dije, y ella me dijo cómo sonaba: “Es tu voz ronca por las mañanas; es el desorden de tu respiración”.

Me sorprendí al escucharla porque su voz era serena, tan serena que me hizo dudar, y pregunté: “Ana, ¿estamos muertos?”.

Volteé, y un nubarrón me escondió su rostro. “No te veo”, le dije.

Le pedí entonces que me explicara qué había detrás de esa cortina oscura y húmeda entre ambos. Me dijo que su rostro era el mismo de ayer, que no había sorpresas. Me contó que cierta vez caminábamos de la mano, sumergidos en el sol de la tarde amarilla, y que en ese momento le hablé de sus dientes: “Una hilera de tanques de guerra, un ejército de arados blancos que buscan sembrar en mi piel”, dice que le dije. No lo recordé.

Sentí que me apretaba con fuerza de la cintura, ansiosa, como se amarra un jinete al cuello de un caballo si el caballo no está ensillado. “No recuerdo haberte dicho lo que dices que dije”, expresé preocupado, y seguimos caminando. Entonces sacó de entre sus ropas un diario que, dijo, escribimos los dos. Empezó a leerlo con la misma entonación de cuando lo escribimos. Me contó que yo era un hombre feliz, y que estas caminatas las hacíamos cada tarde; que esas cosas y muchas que no son para ser contadas las escribimos en este diario.

Nos paramos en seco. Seguí con mis manos sus brazos hasta llegar a la cabeza y la abracé. Me acosté en su cuello, me tapé con su cabellera y cerré los ojos. Le dije: “No recuerdo”.

Le exigí que me explicara el mundo, que me dijera cómo eran los árboles, la banqueta misma, los edificios, otros rostros que no fueran el de ella. Le dije que me liberara de la oscuridad; que me contara cómo fue el principio y en dónde estaría el final, si es que esto entre los dos tendría un final. Me dijo que intentaría recuperar tanto como pudiera, pero que no estaba segura por dónde comenzar.

“Empieza por los relámpagos”, le dije. En ese instante pensé que tampoco recordaba los relámpagos.

Me envolví entre sus ropas, me escondí. Le tomé la mano, la llevé a mi boca y la lamí como un cachorro o como dos, y escuché atento cuando me contó la historia del mundo. Los apaches, los comanches, los mezcaleros, las praderas, las dunas junto a Samalayuca y esa cordillera de montañas del Valle de Juárez que esconde osos, lobos y leones de sierra. Los halcones, los rarámuris, las águilas y un riachuelo que antes era tan ancho como una laguna que se mueve. Las carreteras sin fin, las norias en el camino, los papalotes para pozos de agua y una escalera sobre un murillo de adobe. Olmos viejos y moros machos que dan sombra y no dan fruto. Sauces llorones, víboras de cascabel, cera de panal, sapos sólo cuando llueve y una variedad de flores del desierto que sólo aparecen una vez al año.

Le desabroché la camisa y me dejó ver, desde la montaña Franklin, que el valle de Nuevo México es el mismo que el de Chihuahua, hasta Palomas y Columbus; que se funden, que tienen las mismas nubes, las mismas depresiones a las que sólo pega el sol de mediodía.

Solté su cabello finito y cayeron cascadas blancas y largas sobre esas cañadas.

Tomé sus caderas y me dejó ver el inicio de las cosas. “Y el final”, aclaró. “Aquí empieza y termina todo”.

Encendido mi corazón, el desierto se me hizo un mar y su ombligo un faro que me permitió verla en la oscuridad.

Nos detuvimos cuando su piel no era su piel, sino la mía.

—Estoy enamorado —le dije.

—Lo sé, Liborio Labrada —me respondió.

La muerte es una neblina que al principio desorienta, pero que después se va disipando.

Es el fin de la memoria, también, y el principio de los recuerdos.

2: Don Cuco no se anda por las ramas

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Don Cuco no se anda por las ramas

—Estás pagando por tus pecados—, le dijo Liborio Labrada.

Pero Cuco Ramírez no se atrevió a voltear. Lo miró de reojo. Estaban juntos en la barra, sentados, y un banco mediaba entre ambos.

Liborio tampoco dirigía la vista a Cuco; tenía el dedo índice levantado porque quería dos cervezas: una para él y otra para su hermano Raúl, quien se encontraba sentado a su izquierda con la vista clavada entre las piernas y con la barbilla pegada al pecho. Apenas parpadeaba.

Ambos hermanos traían una cachucha de beisbolista muy bien calada, de tal manera que era difícil verles los ojos.

El ex comandante Ramírez notó que los hermanos Labrada tenían sangre fresca en los hombros y en la espalda. Les escurría de la frente, de detrás de las orejas, de la nuca. Goteaba incluso al pecho y hasta las piernas. Iban vestidos como la última vez que los vio: con camisa de manga larga, una roja y otra amarilla. Traían pantalones de mezclilla muy oscura por la tierra, y botas con suela “de tractor”, como les llaman, porque no es lisa y de cuero sino muy gruesa y de hule.

“Estás pagando por tus pecados, don Cuco”, le dijo Liborio sin bajar el dedo índice y sin voltear a verlo.

Una muchacha de unos veintipocos se acercó a don Cuco y le extendió la cuenta: “Tuel dolars”, dijo con un pésimo inglés. Estaban en El Paso, Texas. El ex comandante calculó: su cerveza, la de Liborio y la de Raúl Labrada sumaban unos 36 dólares. ¿Por qué le cobraba sólo doce?

“También voy a pagar las cervezas de los señores”, dijo don Cuco, pero cuando volteó los Labrada ya no estaban.

Se supo en ridículo. “Por los muertos nadie paga tragos”, pensó.

“Estás pagando por tus pecados, Cuco Ramírez”, escuchó a sus espaldas.

“Lo sé”, respondió con un hilo de voz, inclinando la cabeza y juntando las manos a la altura del cuello, como si fuera a orar.

La muchacha que lo atendió murmuraba con otra todavía más joven. Ambas estaban del otro lado de la barra, lejos de él.

Lo miraban fijamente, ahora un poco asustadas.

Una tarde de junio, con 42 grados cayendo como baldes de lava sobre Ciudad Juárez, Refugio Ramírez recibió una llamada.

—Los Labrada están aquí, comandante.

—¿Los Labrada? ¿En Ciudad Juárez? Hijos de la chingada. ¿Y ya sabemos en dónde?

—Ya sabemos.

—¡Pues ora!

—Ora.

—No quiero que manejen nada por radio; ni una sola palabra porque los van a enterar. Quiero encabezar personalmente este operativo, Zurdo, ¿me entiende?

—Por supuesto, comandante.

—¿Andan con

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