Rito de iniciación

Rosario Castellanos

Fragmento

Rito de iniciación

1. ¿Quién se mueve: los árboles
o el tren?

Cecilia dejó caer el libro sobre su regazo y apoyó la frente contra la ventanilla polvorienta. Sus ojos traspasaron la opacidad del vidrio para llenarse de un paisaje al que la exuberancia no rescataba de la monotonía. Sobre la capa inmóvil de los pantanos medraba una vegetación tan compacta que producía el engaño de una superficie sólida. Pero bastaba el más ligero soplo de brisa para abrir temblorosas grietas al través de las cuales amenazaba una profundidad sucia cuya longitud era calculable gracias al tamaño de los arbustos que emergían desde el fondo.

Había algo profundamente melancólico en esta extensión sin habitantes y sin rebaños sobre la cual feas aves de rapiña planeaban al acecho de una carroña imposible.

—La soledad no sirve ni a la muerte —concluyó Cecilia, identificándose de golpe con esta llanura sin término, anegada y podrida, con este esplendor malsano, con esta imagen total de la inutilidad y el desamparo.

Cecilia bajó los párpados para anular esa revelación de su ser que acababa de mostrársele de una manera tan brusca y dolorosa y se entregó al hipnótico traqueteo del tren.

No era éste su primer viaje pero ya entonces había experimentado una suerte de momentánea liberación de los garfios que la ataban a la identidad, en el tránsito de un lugar a otro.

Entrar en un vehículo, dejarse conducir, era como volver a la tibia, protegida, segura inconciencia del claustro materno. Por lo demás, la meta estaba fijada y el plazo para alcanzarla era preciso. Nada podía intentar el viajero ni para cambiar aquélla ni para modificar éste. Había, en el movimiento con que el viaje se realizaba, el mismo trazo fatal con que se desarrollaba la órbita de un astro. Y Cecilia se abandonaba a la ilusión de tener un destino, ilusión mil veces rota por los hechos de la vida cotidiana en la que a cada instante le era necesario preferir, rechazar, ir construyendo acto por acto, y lo que era aún más grave, decisión por decisión, el futuro.

Y nunca, como ahora, el futuro se le representó con la forma de un río de corriente oscura y turbulenta, en cuyas orillas se detenía Cecilia (pequeña, sola, sobreviviente), guardando un equilibrio precario, empujada por quién sabe qué persecuciones y catástrofes, solicitada por quién sabe qué urgencias y abismos. No era posible sino avanzar y, sin embargo, el paso hacia adelante no alcanzaba a trasponer el límite de la posibilidad pero hacía latir su corazón de angustia, sólo con su inminencia.

Porque, según todos los signos exteriores —signos cuyo desciframiento se arrogaban los otros— había llegado para Cecilia el momento de despojarse de los disfraces de la infancia para escoger el rostro definitivo del adulto.

Eso decretaban los otros después de verificar fechas y computar años, pero el decreto no concordaba con el ritmo de Cecilia, una marea cuya altura y velocidad, cuyas inercias, obedecían a los mandatos de un planeta distante y oculto de nombre aún desconocido.

La timidez, la pereza, el miedo de llamar la atención al singularizarse hicieron que Cecilia, además de plegarse a las exigencias de los demás, se equivocara creyendo que su rostro debía reproducir minuciosamente las facciones del de su madre. Se propuso entonces imitar un modelo largamente observado; copiar unas actitudes que habían llegado a parecerle naturales a fuerza de verlas repetirse siempre; aprender unos gestos que se adecuaban, con pasmosa exactitud, a cada circunstancia, a cada situación. ¡Qué fácil le sería discurrir en este cauce, estrecho, sí, pero cuyo dibujo lineal conducía, sin meandros y sin desviaciones, hasta un término de plenitud en que hasta el último rasgo de la personalidad individual era disuelto!

Al través de esta imitación Cecilia aspiraba a ostentar, más que a poseer, lo que envidiaba de su madre: el título de señora, como aspira a la carta de ciudadano el exiliado. De señora, no de esposa ni de madre, porque en estas palabras se agazapaba un peligro: el del asalto a su intimidad, el del sometimiento a un vasallaje.

Y lo que Cecilia necesitaba era algo meramente decorativo, un modo lícito y plausible de manifestarse, de aparecer ante quienes siempre están preguntando ¿qué es? Ante ella misma, en suma, porque pertenecía a esa raza de importunos que no se sacian sino de definiciones.

Pero una mujer, por apta que sea para desempeñar el papel de señora y por vehementemente que lo pretenda, no puede lanzarse a representarlo si no se lo adjudica otro. Un intermediario, un dispensador de dones cuya existencia ya es lo primero que no se sujeta a una norma sino que depende del azar; cuya voluntad se rige por el capricho; cuyos movimientos por imprevisibles y cuyas decisiones constituyen gracias y no premios. Cecilia se rebelaba contra la arbitrariedad plena y contra la propia pasividad en la medida en que temía no ser de las elegidas. ¿Cómo soportar la exclusión? ¿Cómo sobrellevar el fracaso? Cualquier tarea que emprendiera llevaría entonces la marca del desastre inicial.

Mas he aquí que Cecilia asistía al proceso en que un concepto general, abstracto y aplastante —el de desastre— se desmenuzaba en una multitud de hechos inconexos y casi incalificables. Por ejemplo, estar aquí, sentada sobre una banca rígida de madera y en camino hacia una ciudad desconocida, lejos de su casa, de su padre, de Enrique.

Enrique. No podía recordar su cuerpo, su voz. No pudo hacerlo ni cuando sus separaciones sólo teñían de nostalgia y de expectativa algunas horas. Porque su presencia era algo más que una figura, que un eco. Era una atmósfera.

Pero la felicidad que respiraba en ella (y no era felicidad, porque Cecilia la desdeñaba en comparación con la grandeza del sufrimiento) resultaba menor que el sobresalto, que la desgarradura de saber que este bien se le había dado en custodia y le habría de ser arrebatado pronto y sin apelación. La atmósfera de Enrique era como la de una estrella: ardua.

Porque, a pesar de la ceguera a que Cecilia se obligaba, no podía dejar de advertir en el otro (no era otro, era una parte tan dolorosa de sí misma que tendría que amputársela) su excitación, su inconciencia, su hosquedad, su desamor. Cecilia se apresuraba entonces, con esa rapidez con que se lima la arteria que se desangra, a

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos