El cuerpo expuesto

Rosa Beltrán

Fragmento

Uno

Uno

Al hombre de los ojos tristes le parece que últimamente el tiempo se adelanta. Es cosa de la edad, piensa. Llega un momento en que todo lo que haga irá con más lentitud y lo único que puede oponer a ese hecho son sus rutinas. Ese día se despierta sin luz, abre los ojos, ¿qué es esto?, podría pensar, pero evita hacerlo, hay cosas peores que esa sensación de estar fraguado en un bloque pétreo. Sin dar tiempo a más se levanta, a las siete, como cada mañana, se pone el abrigo sobre la ropa de dormir, abre el portón que da al sendero y la luz que empieza a colarse entre las ramas de los olmos lo anima un poco. Da su breve paseo matinal. Nunca más de media hora, nunca menos. De regreso a Downe House, abre el buzón. Ha hecho lo mismo por años y en cada ocasión le ha reconfortado hallar las cartas de los amigos o incluso no encontrar nada. Ese día, en cambio, descubre el paquete. Amarillento y maltrecho, no oculta que ha viajado de barco en barco por cuatro meses, como un náufrago. Por un instante, se aferra a la idea de que pueda ser algo familiar. Pero el remitente y los sellos no dejan lugar a dudas, el sobre viene de Indonesia y lo envía el naturalista Alfred Russel Wallace. Además de una carta, hay un manuscrito. Lo sopesa. Puede ser una descripción entomológica o herbolaria que contribuya a completar su estudio. Ya lo sabrá después, cuando se siente a trabajar; por ahora deja el sobre a un lado y se dispone a concluir sus rituales matutinos.

Tiene cuarenta y nueve años, tiene un pésimo estado de salud y no obstante se sobrepone. Se dirige al fondo del jardín y hace sus abluciones de agua helada en la ducha exterior construida en su casa, como suele hacerlo desde que comprobó que estas prácticas en algo alivian su mal, aunque no logren erradicarlo. Nadie, ni siquiera él, tiene una certeza sobre la enfermedad que sufre, pero los síntomas descritos en su diario no dejan duda alguna, está enfermo. El médico le pregunta qué siente y él responde: odio las visitas. Dice que no es capaz de tolerar mucha conversación porque le produce vómitos y fatiga extrema. Dice que cuando tiene que hablar ante la sociedad científica le dan temblores en todo el cuerpo. Si alguien solicita tratar algún asunto de un modo que no sea por carta se marea y siente vértigo. Explica que no sabe por qué. Pero eso no es lo peor, susurra. Lo peor son las palpitaciones, el dolor de pecho y los problemas en el estómago. Así que se incapacita en la cama por días. Lo ha hecho durante casi toda su vida matrimonial.

Cualquiera diría que un matrimonio largo y diez hijos son suficiente razón para provocar arcadas y no levantarse más de la cama. Él no piensa así. Tampoco puede asociar la debilidad con el hecho de haber recibido el paquete de Wallace y haber leído el manuscrito del joven naturalista con quien ha mantenido larga correspondencia. Pero tras la lectura han vuelto las arcadas y se ha pasado haciendo esfuerzos por no vomitar. Antes creyó que ese día no iba a necesitar someterse a las sesiones de sudoración ayudado por la lámpara de alcohol que le acercan en cuanto se levanta. Y que no tendría que meterse en la bañera de agua fría ni darse friegas con las toallas heladas que le acerca Parslow, su mayordomo, quien lo ayudó a construir la caseta para duchas con una cisterna elevada que se puede llenar desde el pozo, y quien le pone en el vientre los paños helados que se deja todo el día mientras trabaja. Pero ha leído el escrito y es un hecho: se siente muy mal. ¿Qué me estará pasando?, podría pensar, pero no lo hace. Eso sí: teme que la fiebre vuelva de un momento a otro y tenga que postrarse en la cama al lado de su viejo compañero, el orinal.

De reojo, mira el paquete. El ensayo en cuestión es una propuesta sobre el origen de las especies bastante similar a la suya. En pocas palabras: Wallace ha llegado a la misma conclusión. No es esa la causa de su decaimiento, se dice, porque, vamos a ver: puede engañar a su colega; el correo no es siempre puntual y los paquetes se pierden. Puede negarse a remitir el ensayo a Charles Lyell, su maestro y mentor, como le estaba pidiendo Wallace que hiciera. Sólo que no hará ni una ni otra cosa porque es un hombre honorable y porque de nada le valdría ocultar ahora lo que de cualquier modo se sabría. Y sobre todo, no lo hará, y esta es la razón más válida para un acucioso observador de la naturaleza empezando por la suya, porque con eso no se sentiría mejor: las náuseas repentinas lo persiguen y lo atormentaban ya antes de abordar el Beagle e irse a su famoso viaje a las Galápagos.

Ha gastado grandes sumas para conocer las causas de su misterioso mal. Y aunque habrá, como ese doctor, quienes digan que el daño empezó en el momento en que recibió el paquete, si en algo contribuye la opinión de los expertos, él hará constar que ya tenía antecedentes de sudoración, vómito y debilidad con los más connotados médicos, todos de distintas disciplinas y todos aduciendo siempre razones diversas:

Para la mayoría se trata de un hipocondríaco.

El doctor James Gully, quien desde el condado de Worcestershire diagnosticó un caso de ameritar, aunque no especificó un caso de qué, recetó la cura de aguas, aduciendo que proponía el agua fresca para el alivio de todo mal.

El doctor William Brinton recetó comer cal a puños.

El doctor F. Mac Nalty diagnosticó dispepsia y angina de pecho y el erudito doctor Norman Moore dijo que no tenía angina, sólo debilidad.

Los psicoanalistas consideran que los síntomas responden a la ira reprimida contra su padre, Robert Darwin, que siendo médico, pertenece a esa abominable estirpe de quienes no lo han podido curar.

Es decir: todos coinciden en que está enfermo aunque ninguno dé con el remedio.

Ese día, el hombre desayuna tostadas con caldo. Después de volver el estómago varias veces, decide enviar a Lyell el paquete de Wallace sin decir que lo ha recibido con un malestar no distinto de aquel con que a menudo suele recibir cualquier cosa y, en cambio, ocho días después, Lyell recibe el informe de Darwin con espanto. No quiere permitir que el viajero del Beagle se quede sin la gloria de haberse adelantado veinte años a la conclusión que tiene frente a sí por culpa de su minuciosidad.

—El problema de tus hábitos —le dijo alguna vez— es que llevas el coleccionismo al extremo. Cualquiera diría que más que especies coleccionas momentos. Lapsos: criaturas que no volverán a ser.

—¡Exacto! —rio el viajero del Beagle ante el descubrimiento del nuevo espécimen—. Nada permanece inmutable, aunque las variaciones ocurren sólo si alguien es capaz de verlas.

—Pero ¿y el tiempo? —añadió por último Lyell o quizá sólo lo pensó—. ¿Cómo afecta al trabajo de un hombre el paso del tiempo?

Días después, su mujer lo llama.

El hombre de los ojos tristes observa el pecho de su hija Etty, que sube y baja al toser. Se llama difteria, diagnostica el doctor, es una enfermedad temible y está alcanzando proporciones de epidemia en Gran Bretaña. Hay otra enfermedad en la zona, también. Han muerto ya tres niños, y se e

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