El legado de los monstruos. Tratado sobre el miedo y lo terrible

Ignacio Padilla

Fragmento

El legado de los monstruos

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En los años setenta se estrenó sin gloria una película llamada The Incredible Sex Machine. La insulsez de la producción no opacaba lo ingenioso de su propuesta: un artefacto capaz de transformar en electricidad la energía desatada durante la cópula. Por un tiempo fantaseé una máquina que pudiera hacer lo mismo con nuestros temores. Ahora entiendo que máquinas así existen desde hace miles de años, y que su función no es menos prodigiosa: refinar la fuerza liberada en nuestras pesadillas hasta convertirlas en poderoso combustible histórico, estético y político.

Creo que la ficción, en cualesquiera de sus manifestaciones, es uno de esos artilugios refinadores de adrenalina. La épica, la narrativa religiosa, la literatura y la ficción audiovisual descuellan entre los muchos recursos con los que la mente humana ha articulado algunos de nuestros temores y deseos más hondos convirtiéndolos en imágenes comunicables y, más tarde, en monstruos paralizantes o activantes con los que aún se nutre una boyante industria. Estas visiones, monstruos y mensajes se han filtrado a su vez en otras expresiones del espíritu, no sólo librescas y no necesariamente bellas, proyecciones en las cuales el binomio de miedo y deseo se ha sofisticado adquiriendo el ímpetu suficiente para acicatear guerras y penitencias, vindicaciones y éxtasis. Acaso la narrativa de ficción no sea el primero ni el único mecanismo capaz de transformar un temor concreto en desaforada —y muchas veces incontenible— energía artística, política y social; pero es sin duda la que mejor ha optimizado el capital de una de las aprehensiones más antiguas y más humanas, una pesadilla secular que es también anhelo: el miedo a la muerte.

Tal ha sido la eficacia de la ficción religiosa, mitológica o literaria, que las obras y los actos inspirados en los grandes monstruos cosmogónicos y apocalípticos han dejado de ser simples imitaciones para convertirse a su vez en otras máquinas refinadoras del combustible emocional pánico. Entre el púlpito y la palestra, desde la pintura rupestre hasta los medios electrónicos, el bestiario imaginado por los primeros hombres dejó muy pronto de ser una estantigua de horrores imaginarios para transformarse en un complejo sistema de significados posibles, lábiles y contagiosos, los más de ellos sublimes y escalofriantes, siempre estimulantes aunque rara vez felices. A través de los siglos, este sistema multívoco de alegorías monstruosas en las narrativas fundacionales ha fungido también como una bola de nieve que embarnece con todas las variantes del temor, la pasión y la ira, emociones que al cabo son una sola moneda de dos caras: el miedo a la extinción propia y el deseo de la extinción ajena.

Los hombres no sólo somos los proveedores de la materia prima con la cual se alimentan estas máquinas transformadoras del combustible pánico: somos asimismo los últimos consumidores de esa misma carga emotiva reelaborada ya con la pluma, ya con el pincel, ya con la cámara. Hemos desarrollado infinidad de artes y artefactos capaces, entre otras cosas, de convertir la pulsión pánica en un recurso renovable, sumamente inflamable y prácticamente inagotable para motorizar la Historia. Con frecuencia, nosotros mismos, en tanto seres creativos, hemos pasado a formar parte de la gran industria pánica: somos una monstruosa máquina hecha de máquinas que existe para consumirse a sí misma.

No podía ser de otro modo: las máquinas ficcionales que refinan la pulsión pánica nos amedrentan al mismo tiempo que nos atraen, pues son en esencia criaturas fieramente humanas, una pluralidad elástica y equívoca. La constante metamorfosis de nuestros monstruos pánicos vuelve necesario que acudamos siempre a nuevas y numerosas máscaras objetivadoras del horror. En el carnaval del infierno mundo, donde fiesta y violencia se abrazan bajo la mirada del dios Pan, inventamos constantemente los espejos cóncavos de la ficción, ostentos y portentos que nos permitan ver sin reconocer abiertamente nuestro auténtico rostro: el rostro de seres que tememos, nos tememos y que, en el fondo, nos complacemos calibrando de qué modo y en qué medida la idea de la destrucción propia o ajena nos conforma, nos aviva y nos impele.

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Aún está por escribirse una historia económica del miedo. Desde luego, no seré yo quien ahora lo haga; no es ése mi propósito ni me corresponde exponer aquí una visión rigurosamente comercial del uso y el abuso del miedo. Cierto, hace un tiempo, en un libro hermano de éste,[1] denuncié la prosperidad secular de la gran industria pánica en uno de sus mercados más visibles: el miedo al fin del mundo. Propuse entonces una aproximación ante todo sociológica arropada en un léxico económico; ahora aspiro a hablar del miedo en un sentido más amplio sin abandonar del todo las metáforas industriales, mercadológicas y económicas empleadas en aquella obra.

Eso, al menos, es lo que hallará el lector en la primera parte de este ensayo. En la segunda, más fragmentaria y tan dispersa como corresponde al tema que trata, el concepto del mercado pánico es parcialmente desplazado por la idea del monstruo. En este caso el análisis, me parece, tiende a ser más semiológico que sociológico, si bien no evito asomarme a los ámbitos de la teoría mediática, la psicología, la narratología y hasta a algunas ramas excéntricas de la teratología en su sentido más estricto.

No pretendo con lo anterior desarticular la propuesta original de estos dos libros. Tanto en éste como en aquél, el concepto del combustible pánico es ante todo una metáfora, un pretexto para reflexiones analógicas y convenientemente dispersas de lo temible y lo monstruoso. Aún estoy convencido de que el miedo en sí mismo ha sido ya revisado en infinidad de luminosos lances: Delumeau lo hizo en el dominio de la historia psicosocial, tanto Arendt como Eagleton han hecho lo propio en la política, Bauman y Kierkegaard lo han hecho para la filosofía. Por otra parte, numerosos médicos han desglosado el miedo desde su aspecto fisiológico mientras que el tema no fue en modo alguno olvidado por Freud ni por Jung, no digamos por discípulos suyos tan notables como Piaget y Bettelheim. Algo menos estudiado ha sido el tema del miedo desde la mitografía, la teoría de medios y la teoría del monstruo. De ahí que me haya centrado en estos últimos campos de interpretación, acaso más familiares para el lector común.

Como sea, en estas líneas y en aquellas el tema de los monstruoso, como antes el del fin del mundo, son meros pretextos. No pretendo nada más que proponer la lectura de un ciudadano de a pie que tiene miedo, acude al miedo, se regocija con el miedo y se sabe utilizado por sus miedos. Soy un observador como cualquier otro que invierte cotidianamente su tiempo y sus recursos en productos, expectativas, relatos y memorias asociadas con el miedo, soy un horrorizado devoto de los monstruos que poblaron mi infancia y la de mis contemporáneos, monstruos que he aplau

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