Un sueño de Bernardo Reyes

Ignacio Solares

Fragmento

I. Personaje shakespeareano

I. Personaje shakespeareano

Bernardo Reyes: el de la altivez de los ojos garzos, su larga piocha como de espuma, sus cejas pobladas, canosas, de hidalgo viejo, detrás del sudor y la arena del desierto parecen embalsamarlo ya.

Se ha vuelto fantasmal, cabizbajo, con algo de Quijote —tiene sesenta y dos años— y cabalga solo por entre abrojos y espinares, envuelto en su oscuro capote militar desgarrado. Sin embargo, aun así, trepado en su caballo, en su Rocinante, hecho una facha, conserva su altivez.

Bernardo Reyes, el de las múltiples victorias militares, “el único que podría suceder en el poder a Porfirio Díaz”, le escribió en una carta su amigo, el poeta Rubén Darío. Y dice su hijo Alfonso: “Mi padre conoció personalmente a Rubén Darío por 1910, en París. Éste lo menciona con gratitud en su libro autobiográfico, y cuando mi padre murió le consagró una expresiva página, comparándolo con los capitanes romanos de Shakespeare”.

Y el historiador Fernando Güell dice:

“Ni siquiera Shakespeare o Víctor Hugo pudieron imaginar un personaje tan trágico y cómico a la vez.”

El 13 de diciembre de 1911, Bernardo Reyes cruzó el río Bravo para después entrar en Nuevo León, con media docena de adherentes. Cruzó el río Bravo en su caballo con aquel puñado de compañeros, a oscuras, con un cielo muy nublado en lo alto, presintiendo su destino fatal, él, que todo lo tuvo —el presente, el pasado y, sobre todo, el posible futuro inmediato.

Esperaba que se le agregara un contingente de por lo menos seiscientos hombres y después de una escaramuza con unos guardias rurales cerca del río Conchos, el exiguo cortejo de media docena de compañeros se dispersó y don Bernardo quedó solo. Solo como nunca lo estuvo, cabalgando a la deriva entre aquellos inhospitalarios breñales.

Pero en realidad cabalgaba a la deriva desde mucho tiempo atrás. No se enfrentó a don Porfirio cuando debía haberlo hecho, cuando todo México se lo pedía, aclamándolo. Volvió al país cuando no debía hacerlo, poco después de la caída del régimen de Díaz, cuando la ola efervescente del maderismo le indicaba no volver. Dijo que regresaba para colaborar con Madero “en la monumental tarea de reconstruir la nación”, pero la debilidad de Madero lo decepcionó enseguida —“es una debilidad suicida”, dijo, él, que terminó por suicidarse— y sucumbió al canto de las sirenas que entonaban sus partidarios y lanzó su candidatura a la presidencia para competir con Madero, quien le comentó, en forma admirable, a De la Barra, presidente interino:

“Reyes, a quien estimo en verdad, cuenta con dos caminos para oponerse a la nueva situación revolucionaria: el democrático y el del cuartelazo. Si, a pesar de todo, su candidatura prospera y logra atraer la mayoría de los votos, yo no veré ninguna amenaza en él, pues el pueblo mexicano es dueño de darse los gobernantes que guste, y yo seré el primero en respetar la voluntad de la mayoría de mis conciudadanos, aparte de que nunca he pretendido que se me dé un puesto como recompensa de mis pocos servicios. En cuanto al camino del cuartelazo, lo creo muy difícil. ¿Con qué pretexto invitaría el general Reyes a los jefes militares para que lo secundaran en un movimiento de ese género? ¿Qué podría decirles después del manifiesto que ha publicado adhiriéndose al nuevo orden de cosas? Para lanzarse a una empresa tan injustificada, y de un modo tan felón, sería preciso que él y los jefes a quienes se dirigiera estuviesen desprovistos de todo patriotismo y de toda idea de la dignidad.”

Pero —ya siempre contradictorio y ambivalente— Reyes reconoció su fracaso con esa candidatura absurda, y se ausentó del país desde fines de septiembre del 11, y mes y medio después, desde San Antonio, Texas, lanzó proclamas sediciosas e hizo llamamientos de rebelión en contra de Madero —para entonces presidente de la República— y el mencionado 13 de diciembre cruzó la frontera, fecha en que ya cundía entre sus partidarios el propósito de desconocerlo, y recogió como únicos frutos de su conspiración el desencanto y el abandono más absolutos y tragicómicos. Porque tragicómica —como tantos otros sucesos de la época— fue su rendición en el cuartel del pueblo de Linares.

Había vagado durante diez interminables días por el desierto, casi sin comida ni agua y pleno de fatiga, fantasmal. Llegó en la Nochebuena al cuartel y tuvo que despertar a los soldados de guardia.

—Quiero hablar con su jefe —dijo, bajando del caballo y apenas con fuerza para sostenerse en pie—. Soy el general Bernardo Reyes.

Quienes lo escuchaban parpadearon e hicieron un gesto de incomprensión.

El par de soldados de guardia desapareció dentro del cuartel y un instante después regresaron con el mayor Francisco Cárdenas, el mismo que terminó con la vida de Madero, a quien odiaba.

“Pónganme enfrente a ese enano y yo mismo le retuerzo el pescuezo.”

En cambio a Reyes lo idolatraba.

“Yo, por el general, daría la vida sin dudarlo un instante”, dijo en alguna ocasión.

En el cuartel se tenían noticias del levantamiento de Reyes y esperaban el ataque de un contingente de seiscientos hombres, encabezados por un orgulloso general: los ojos altivos, el pecho cubierto de condecoraciones, tocado con un gorro emplumado y el largo sable en alto, centelleante.

En lugar de ello se les apareció ese mismo general solitario, hambriento, pálido, embozado en un capote militar oscuro y desgarrado.

—Vengo a rendirme. Casi no he comido ni bebido agua durante diez días. Denme de comer y de beber y hagan luego de mí lo que quieran.

Cárdenas se hincó ante él y tomó una de sus manos entre las suyas.

—¡Huya, huya, mi general! ¿No ve que mi deber es prenderlo? Si quiere, huyo con usted, vámonos por ahí, pero no se quede aquí. Se lo ruego como su súbdito incondicional que soy.

—Vaya, pero si tú trabajaste conmigo en Monterrey, ¿verdad? Pues no te queda más remedio que aceptarme como tu prisionero.

El mayor Cárdenas era un hombre sentimental: también lo demostró con Madero, por la saña con que lo trató. Tenía gran capacidad para amar y para odiar y, en consecuencia, para la culpa: prueba de ello fue su suicidio cuando cayó Victoriano Huerta. Por lo pronto, ahí, a los pies del general Reyes, con lágrimas en los ojos, demostraba que podía ser el más humilde e incondicional de los servidores.

—Señor, preferiría la muerte antes que convertirme en su carcelero.

—Entonces voy a gritarlo para que todos lo oigan —y gritó a voz en cuello, con ojos vehementes y un rictus de dolor oculto por la barba espumosa—. ¡Escuchen, soy el general Bernardo Reyes y vengo a entregarme preso para que se me fusile ahora mismo en este cuartel!

Los soldados, atolondrados por el sueño, parpadeantes, con sarapes en los hombros, escucharon incrédulos las palabras del anciano fantasmal, como surgidas aún de la duermevela.

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