Tragicomedia mexicana 2

José Agustín

Fragmento

Tragicomedia mexicana 2

6. La casa de la risa (1970-1976)

EL PUTO LIMÓN

A fines de 1970 José Revueltas se hallaba una vez más en la cárcel y en México se incubaban profundos cambios en la conciencia colectiva, pero esto era algo que apenas se advertía. En la superficie todo parecía normal; a pesar de la dura prueba de 1968 se hallaban intactos el presidencialismo todopoderoso, el partido de Estado, las grandes corporaciones oficiales y privadas, y los mecanismos de control. Sin embargo, en mucha gente existía la impresión vaga de haber despertado de un sueño para enfrentar una realidad que antes se había soslayado; las grietas del sistema se percibían por doquier para quienes no se negaban a verlas y las huellas negativas del desarrollismo, o “milagro mexicano”, eran ya perceptibles: allí estaba el deterioro del sistema, la devastación de la naturaleza, el desperdicio de recursos, la corrupción, la sobrepoblación, la injustísima distribución de la riqueza, la dependencia del exterior y el paternalismo antidemocrático, o “dictablanda”, como también se le decía. Capas minoritarias, pero muy significativas, de la sociedad exigían una verdadera democracia, y por todas partes una efervescente voluntad de expresión pugnaba por abrirse paso. Como el régimen no atendió a fondo nada de esto, los acontecimientos políticos y contraculturales de 1968 generaron efectos silenciosos que se prolongaron durante muchos años.

Hasta cierto punto, el nuevo presidente tenía una relativa conciencia de todo esto, y se propuso acelerar cambios y reformas que reactivaran los procesos de crecimiento. Sin embargo, la manera como enfrentó estas nuevas necesidades del país a la larga resultó funesta para él y para todos.

Para la toma de posesión de Luis Echeverría se eligió el Auditorio Nacional de la ciudad de México, y aunque éste fue revitalizado con mucho dinero significativamente quedó igual de frío y desangelado que antes. La ceremonia pretendía simbolizar una suerte de “ruptura y continuidad”, así es que fueron invitados cuatro viejos indios, que representaban “la reorientación del sistema”, pero también estuvieron allí María Félix, “ataviada con fastuoso abrigo de leopardo”, Henry Ford y la usual cargada de funcionarios, invitados, periodistas y colados. En su mensaje, el flamante mandatario dejó clara su voluntad de distanciarse de la administración anterior y reiteró los temas de su campaña: acercamiento a los jóvenes, diálogo, “apertura”, crítica y autocrítica; además, reconoció la injusta distribución de la riqueza y expuso la necesidad de cambios, muchos cambios.

El para entonces ex presidente Gustavo Díaz Ordaz, que presenciaba lo que ocurría, posiblemente no daba crédito, y le seguía costando mucho trabajo digerir la metamorfosis de su sucesor, quien de ser un hombre tieso, reservado y servil, se había convertido en un locuaz líder de los jóvenes. Más tarde, se dijo que Díaz Ordaz, todas las mañanas, antes de rasurarse se plantaba ante el espejo y se propinaba sonoras bofetadas, insultos y maldiciones “por haber elegido a Echeverría”. Además de esta enérgica autocrítica, durante su aislamiento posterior Díaz Ordaz tuvo que lidiar con los fantasmas de Tlatelolco. “El 68 lo había lastimado”, escribió José López Portillo, “se daba cuenta de todas las tensiones, preocupaciones y dolores contemporáneos e históricos que traía a cuestas”.

Como una respuesta al 68, Echeverría presentó un gabinete de “gente joven”, que a Daniel Cosío Villegas, editorialista de lujo de Excélsior, le pareció “de inexpertos”, y más técnico que político. Por supuesto, el presidente se había apresurado a llevar a su gente a los altos puestos para tener el máximo poder posible desde un principio. De esa manera, Mario Moya Palencia pasó de las oficinas de la censura cinematográfica a la Secretaría de Gobernación, Hugo Cervantes del Río ocupó la también estratégica Secretaría de la Presidencia; Emilio Rabasa encabezó Relaciones Exteriores, Víctor Bravo Ahuja se instaló en Educación Pública; el consentido del jefe, Augusto Gómez Villanueva, naturalmente se encargó del Departamento Agrario, y José Campillo Sainz dio la marometa mortal de la iniciativa privada a la Secretaría de Industria y Comercio. Pero los verdaderamente jóvenes del equipo del presidente eran Fausto Zapata, Juan José Bremer, Francisco Javier Alejo, Carlos Biebrich, Ignacio Ovalle y Porfirio Muñoz Ledo. Todos ellos ocuparon puestos de gran importancia, aunque no llegaron a encabezar, en ese momento, secretarías de Estado.

Por otra parte, el ex suspirante a la presidencia Alfonso Martínez Domínguez pasó al Departamento del Distrito Federal, y para dejar claro que entre los cambios no se avecinaba una verdadera democratización del sistema, a la cabeza del Partido Revolucionario Institucional (PRI, o “RIP”, como le decía ya el caricaturista Rius) quedó el amigo del presidente y notorio cacique Manuel Sánchez Vite, quien no sólo se deshizo en adulaciones inverosímiles a Echeverría, sino que en la oficina de Acción Electoral del partido oficial colocó a Luis del Toro Calero, conocido como el Padre de la Alquimia Electoral.

Como se ha visto, una de las metas iniciales del presidente consistía en neutralizar hasta donde fuese posible las grandes heridas del 68. De allí que d

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