Tragicomedia mexicana 3

José Agustín

Fragmento

Tragicomedia mexicana 3

8. La caída del sistema (1982-1988)

HUEVOS DE PALOMA

En diciembre de 1982 México parecía hallarse en uno de los peores momentos de su historia. Todo el país efervescía a causa de la sorpresiva y noqueadora nacionalización de la banca y el control de cambios. Las cosas no se pusieron peores, y más cardiacas, porque el sexenio estaba a punto de concluir, pero, eso sí, la iniciativa privada se vistió con su casaca anticomunista y se desgañitó insultando al presidente José López Portillo, quien de Don Pepe pasó a López Porpillo, Jolopo o El Perro, y fue tema de incontables chistes y burlas. En tanto, todo el mundo esperaba el fin del sexenio. Sin duda, se pensaba, las cosas tendrían que mejorar a partir del primero de diciembre. Oh, ilusos.

Finalmente llegó el día esperado y, como de costumbre, la atención se concentró en la toma de posesión del presidente, a saber, Miguel de la Madrid Hurtado. López Portillo entregó la banda presidencial y todos respiraron, aliviados. Tan pronto como pudo se fue a Roma con su hijo José Ramón, a quien le había arreglado un alto puesto en la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.

En su discurso de toma de posesión, De la Madrid se engolosinó pintando un panorama desolador como astringente para el rigidísimo plan de austeridad que recetó después. “Vivimos una situación de emergencia”, dijo, con tono dramático. “No permitiré que la patria se nos deshaga entre las manos”, añadió. Desde su punto de vista, la situación era tan grave que estaba en entredicho la continuidad del proceso de desarrollo e incluso “la viabilidad del país como nación independiente”. Desde 1932 no se vivían condiciones semejantes. Además, la crisis no era circunstancial ni meramente financiera, ni la capacidad productiva se mantenía sana (como aducía López Portillo) sino que era profundísima; se debía a graves problemas estructurales surgidos desde antes y era parte de una gran crisis internacional, de la que ningún país se salvaba. “La crisis se manifiesta”, precisó, “en expresiones de desconfianza y pesimismo en las capacidades del país para solventar sus requerimientos inmediatos, en el surgimiento de la discordia entre clases y grupos, en la enconada búsqueda de culpables y crecientes recriminaciones, en sentimientos de abandono, desánimo y exacerbación de egoísmos individuales o sectarios… Éste es el panorama nacional”, asestó.

A fines de 1982 las cifras eran desoladoras: el producto interno bruto (PIB) se había desplomado a 0.5, la inflación subió a un inconcebible 100 por ciento; la deuda externa rebasó la cifra escalofriante de los 100 mil millones de dólares, sin contar intereses y servicio a tasas elevadas. Los precios del petróleo seguían a la baja y ya no ofrecían esperanzas de salvación, como seis años antes. Por otra parte, a cambio de cinco mil millones de dólares el Fondo Monetario Internacional (FMI) nos impuso condiciones draconianas que De la Madrid presentó como mal menor y medicina dolorosa pero necesaria que requería el sacrificio de todo el pueblo.

Las recetas del FMI dieron cuerpo a un Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE), que supuestamente contendría la inflación y reduciría el déficit público y el externo. Para empezar, el peso se devaluó en más de 100 por ciento y de 70 pasó a 150 por un dólar; además, entró en flotación, con un “desliz”, o microdevaluación, de 13 centavos diarios. A partir de esta devaluación el pobre pesito ya no dejó de hundirse. Además, las tasas de interés se dispararon a más de 100 por ciento, con lo que se arruinaron quienes debían a los bancos.

La nueva administración inició una severa reducción del gasto público, que dejó a muchos burócratas en el desempleo; eliminó programas como el SAM, Coplamar, Fonapas y Pronaf; y contuvo férreamente los salarios, aunque no precisamente los de los altos funcionarios, quienes, a la voz de “¿crisis?, ¿cuál crisis?”, se sirvieron los sueldos con pala mecánica, según ellos para “evitar la corrupción”. En diciembre los secretarios de Estado ganaban 500 mil pesos (33 mil dólares) al mes; y los subsecretarios, 250 mil, pero a los cuatro meses volvieron a atacarse con otros 200 mil, retroactivos además. También aumentaron los salarios de oficiales mayores, secretarios particulares, directores y coordinadores generales hasta en 160 por ciento. En cambio, los obreros pidieron 100 por ciento de aumento salarial y se les concedió 15, al igual que a las infanterías de la burocracia. Los precios subieron sin piedad, y el gobierno mismo puso el ejemplo al elevar sus tarifas de gasolina, electricidad, teléfono, agua y de todos sus demás servicios. Como era de esperarse, los precios de los productos también se elevaron al instante en la proporción de la devaluación del peso, o más, pues se adujo que los insumos se habían encarecido terriblemente. Por si fuera poco, muchos productos escasearon y otros de plano desaparecieron, como la pasta de dientes, así es que a principios de 1983 mucha gente tuvo que lavarse la boca con jabón, bicarbonato o ceniza de tortilla. También subieron los impuestos, y el del valor agregado (IVA) engordó del 10 al 15 por ciento. Además, al ponerse en efecto las nuevas tasas, se le dio otro empujón a los precios.

El nuevo gobierno estaba bien consciente de los estragos que causaría su programa de shock para contener la crisis. Un periodista ingenioso plantó una grabadora en una reunión privada del flamante secretario de Comercio Héctor Hernández en la que éste, fría, casi orgullosamente, informó a un grupo de diputados que 1983 se caracterizaría por el nulo crecimiento del PIB y el estancamiento de la industria, debido al alza de las tasas de interés, la devaluación y los aumentos fiscales. Además, dijo, era una ilusión pensar en un control de precios.

A fines de diciembre de 1982 el gobierno devolvió 34 por ciento de las acciones de la banca nacionalizada a sus antiguos propietarios, además de que les dio prioridad en el establecimiento de casas de cambio en la frontera mexicana, en las grandes ciudades y en los centros turísticos. Estas casas de cambio resultaron minas de oro. Por si fuera poco, en agosto de 1983, el gobierno los indemnizó, a través de bonos pagaderos a partir de 1986, con casi 100 mil millones de pesos, que se convirtieron mágicamente en 140 mil con unos intereses que se sacaron de la manga. Además, el gobierno absorbió la deuda de ocho mil millones de dólares de los bancos privados con el extranjero. La iniciativa privada (IP) declaró que todo eso era insuficiente: “Es apenas una cuarta parte del valor comercial de los bancos”, se quejó José María Basagoiti, de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex).

Los cúpulos de la iniciativa privada no sólo estaban fuertes sino engallados. Se habían quedado picados y con ganas de seguir las gue

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