Vida con mi viuda

José Agustín

Fragmento

Vida con mi viuda

0. El significador

La vida después de la vida no es vida. A las doce de la noche la linda Lucía se despidió con un beso, alegremente, llena de vitalidad. Con cariño, vi irse a esa muchacha simpática, inteligente, pero sobre todo solar: irradiaba vitalidad y ponía a todos de buen humor. La discreción la distinguía y por eso nos llevábamos tan bien. Empezó a trabajar en los estudios un año antes con nosotros como asistente de edición y resultó muy efectiva; hacía las cosas tan bien que a veces yo le aplaudía, en broma pero en serio, y le decía ¡bravo, bravo, te luciste, Lucía!, o, si no, ¡Lucía hizo la luz! Amaba el cine y sus conocimientos llegaban a la erudición, aunque, claro, aún le faltaba mucho para que el rollo de datos se transmutara en ideas propias.

Unos meses después de que empezara a trabajaba con nosotros nos quedamos a deshoras en la edición urgente del capítulo de una serie; ni a ella ni a mí nos extrañó y mucho menos molestó acabar haciendo el amor en el sofá, lo cual repetimos encantados con alguna periodicidad; de hecho, cada vez que editábamos juntos horas extras. Lo tomábamos muy deportivamente, con humor, oportunos gestos de afecto y sin alterar el trabajo o nuestras vidas personales, es decir, nuestros matrimonios. A mí me gustaba toda ella, pero en especial su pubis de vello abundante, castaño, con pequeños, delicados y coquetos ricitos, naturally curly pubic hair; la vulva, rolliza, casi rubicunda, cerraba totalmente la puerta de la vagina y su sexo era una linda boca vertical.

Permanecí en el sofá un rato más, tendido, gozando el reposo y el silencio repentino que se hizo en los Estudios de Edición de la Exquisita Orquesta de los Mil. Finalmente me desperecé, me vestí y apagué las luces, pero me detuve al ver que afuera, en el estacionamiento, helaba casi como en Los salvajes inocentes. Con sólo ver la escarcha a través de los cristales del portón se me iba el calorcito. Me animé a enfrentar el frío y salí del estudio. Era peor de lo que creía. Los vientos me hicieron correr para llegar a mi auto Chacagua, que se hallaba al fondo del estacionamiento, casi vacío en la madrugada, y que me parecía El tren del escape.

Ya oprimía los botones del control remoto para abrirlo, cuando una camioneta deportiva apareció a gran velocidad por la calle, en una impecable y muy filmable toma panorámica, y de pronto frenó en seco; con un gran chillido de llantas derrapó ciento ochenta grados y casi se estrelló contra la caseta videofónica de la esquina. Se detuvo a milímetros. No se me iba la impresión que siempre me dejan esos inesperados, estridentes y espectaculares incidentes automovilísticos.

Un hombre salió del auto al instante, con las manos en el cuello y las quijadas como si no aguantara el dolor. Era de mi estatura y complexión. Inexplicables sensaciones de angustia crecieron en mí. Los pasos veloces y trastabillantes de ese hombre que sufría, agonizaba de hecho, eran los de la fatalidad, mientras yo, paralizado con la mano en la puerta de mi auto, lo veía, intrigado e incómodo. Llegó exactamente hasta mí, perdió el paso y yo, por reflejo, estiré los brazos para sostenerlo. El hombre, congestionado de dolor, sudaba sin parar y tenía los labios azulosos, pero la estupefacción superó sus dolores momentáneamente al verme. Yo, tan pasmado como él, observé que, bajo la luz escasa de los faroles lejanos y en un frío de muerte, nuestras facciones, el cabello, la estatura y la complexión eran prácticamente iguales. Aterrorizado, quiso decir algo, pero de súbito perdió el sentido. Pensé que venía muy mal, obviamente enfermo porque no olía a alcohol, y en sus delirios creyó verse a sí mismo cuando llegó a mí. Fue demasiado. Ya no pudo hablar, sus ojos se blanquearon, la boca se le torció con un rictus de pasmo y horror, y se derrumbó en mis brazos.

Cuando salí del estupor de ver el parecido tan extraordinario entre los dos, me di cuenta de que había muerto. Su corazón ya no latía, no tenía pulso. Pero si somos iguales, cómo puede ser. No había sangre ni rastros de golpes, así es que pensé: le dio algún ataque que lo mató finalmente al creer que se encontraba consigo mismo, o sea: conmigo; si no, se había o lo habían envenenado o una sobredosis de drogas de repente lo aterró y buscó dónde curarse, pero no llegó a tiempo. En todo caso, estaba bien muerto. Logré sacudirme la fascinación un tanto ominosa de ver que fuéramos tan parecidos y de que mi sosías llegara a morir exactamente en mis brazos. Eso quería decir algo. Pero qué.

De pronto me fulminó la idea de cambiar identidades.

No pude resistir un impulso poderosísimo y, sin pensarlo, le quité toda la ropa, hice yo lo mismo, a pesar del frío, y después me puse la suya, con rapidez; a él lo vestí con la mía, lo cual me costó un trabajo enorme porque se había vuelto como fardo y me costaba trabajo moverlo y meterle cada prenda. Cuando terminé, perlado de sudor, el frío quemaba más. Por suerte, ese hombre llevaba un buen abrigo, lo que era un consuelo. Le puse mis cosas con todo lo que llevaban dentro: cartera con identificación oficial, tarjetas, algo de efectivo, mi pluma fuente de oro, un encendedor, cigarros negros cubanos, pastillas para la digestión y un par de condones. Después le coloqué en la mano las llaves de mi coche y en el bolsillo las del estudio de edición, de mi oficina y de la casa. Lo dejé caer según yo como si le hubiera sobrevenido el síncope cuando abría el auto.

Lo observé unos instantes más, suspendido, ah qué oportuno abrigo, hasta que de pronto reaccioné y corrí a la cabina, junto a la camioneta que aún estaba andando. Apagué el motor, guardé las llaves y, cuidándome de que la minicámara de la caseta no me registrara, con voz forzada notifiqué a la policía que había un muerto junto a un Chacagua en el estacionamiento de los Estudios de Edición de la Exquisita Orquesta de los Mil, sí, así se llamaba, yo pasaba por ahí casualmente.

Muéstrese e identifíquese, me ordenaron.

Me perdonan, pero yo no tengo nada que ver en esto y no quiero meterme en problemas.

Colgué. Qué estoy haciendo, me dije. Un p

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