Dos horas de sol

José Agustín

Fragmento

Dos horas de sol

EL TIEMPO LLEGÓ HOY

Desperté con la sensación de que tenía tierra en los ojos. Me los tallé con fuerza y de pronto estaba bien lúcido. Había dormido muy mal, si acaso durante un par de horas, y sin embargo, lleno de excitación, desperté a Nicole acariciándole los pechos, pensando, como siempre: carajo, esta mujer está riquísima. Nos quitamos la ropa interior e hicimos el amor con gran brío y rapidez, así es que en minutos volábamos altísimo y nos tomó otros tantos reintegrarnos. No me vayas a ser infiel, me advirtió ella cuando me bañaba, si te vas con una vieja te juro que te vas a arrepentir. No, mi vida, cómo crees, contesté pensando, sin embargo, que Tranquilo era un caliente irredimible y que sin duda tendría planeado crapulear en Acapulco; Nicole lo sabía y por eso disparaba sus advertencias.

Tranquilo y yo habíamos vivido en la misma colonia, juntos estudiamos comunicación y allí conocimos a nuestras esposas. Después él, que tenía lana, se fue a hacer un posgrado a la Universidad de Rutgers y yo, sin la guía de una ánima apropiada y del dinero necesario, recorrí el laberinto de los empleos hasta que logré fundar una revista con unos amigos. Nos iba regular, pero era una maravilla tener una empresa propia. Sin embargo, Tranquilo retachó algunos años después y se le metió en la cabeza comprarnos la revista, nos dijo que así como la teníamos nunca íbamos a pasar de pericoperros, pero, con los cambios adecuados y un fuerte incremento en el activo, podía componerse. Entonces nos hizo una oferta que de plano nos noqueó. Se la vendimos, por supuesto, pero entre los tres ex dueños nos quedamos con un treinta por ciento de las acciones y con riguroso salario. La cosa no estuvo mal económicamente, porque Tranquilo tuvo la inspiración de cambiarle el nombre a la revista, y de Somos Eros pasamos a La Ventana Indiscreta, con lo que el concepto original se modificó y se amplió sustancialmente; también aportó ideas y metió mucho dinero, en especial en anuncios por televisión, porque su padre era dueño de una poderosa casa de bolsa y por lana no se medían en la familia. La revista fue un exitazo, pero Tranquilo se convirtió en El Jefe.

A las cuatro, El Jefe tocó el claxon y el ruidero que hizo seguramente despertó a todos los vecinos, lo cual no me extrañó porque a este cuate la gente le vale madre. Salí corriendo, con el pelo aún mojado, y guardé la maleta en la cajuela del preciadísimo Phantom rojo de mi jefe, socio y amigo. Oye, hace frío, comentó. Yo no siento nada, dije, porque, de veras, me sentía muy bien, a pesar del maldormir.

Subimos en el coche y nos lanzamos por el eje 8 Oriente, que estaba casi vacío, al igual que la calzada de Tlalpan. Antes de que Tranquilo pudiera poner alguno de sus dudosos discos, yo coloqué uno en el reproductor de compactos del coche: nada menos que el viejo pero infallable Seventeen seconds, de The Cure. Por supuesto, el Chif protestó: óyeme, Nigro, yo traje mis discos, éste es mi coche, ¿no?, está bien que tú eres el gran experto pero lo menos que puedo hacer es poner la música que se me pegue la gana, además, tus pinches disquitos no saben lo que es ser reproducidos en equipos ultra-high-tech como el mío, a ver si no me los descomponen, ¿ya te fijaste en el amp, el preamp, el ecua y el compact disc player? Son Denon, pendejito, y las bocinas son Infinity. Qué te pasa, cuate, rebatí, tu equipito de cagada es el que se va a redimir con mis discos, que, por cierto, traje como mil. Son Puras Obras Maestras, vas a ver. Pues espero que no salgas con los ruideros que luego te gustan. No no, te digo que todo lo que traigo te va a encantar. Son puras cosas suavecitas, muy finas, como este disco clásico de The Cure, ¿qué pero le pones? Bueno, concluyó Tranquilo, muy bien La Cura pero yo también traigo discazos. Vi que The Boss traía sus compactos en un estuchito muy cuco, de piel. A ver, me dije, qué oye este hombre, híjole, está jodido: Enya, Stevie Wonder, Paul McCartney, Enigma, Luis Miguel, Andreas Wollenweider, no puede ser. Pobre. Bueno, aquí se compone un poco: cantos gregorianos, que están de moda otra vez, y para la nostalgia los grandes éxitos de Simon & Garfunkel e ¡In a gadda da vida, de Iron Butterfly!

En la caseta de pago de la carretera nos detuvimos a comprar café en vasos térmicos. El Tranquilo no quería perder tiempo, así es que, bebiendo sorbitos de ese líquido horrendo, rearrancamos y pronto íbamos a ciento cuarenta kilómetros por hora. Deténme el vaso un segundo, me pidió. Sacó de su bolsillo una tira de pequeñas tabletas, expertamente extrajo una, la colocó en su boca, recogió el vaso que yo le sostenía y bebió un trago de café. ¿No quieres una?, me invitó. ¿Qué son?, pregunté por decir algo, porque ya sabía yo, como todo mundo, que Tranquilo era bien anfeto. Ritalín, respondió. Estoy muy desvelado, agregó, con un tono siniestro de disculpa, y con esto ya puedo manejar sin problemas. Si quieres, propuse, yo te ayudo. Bueno, si hace falta te digo, pero ya sabes que a mí me encanta manejar, y a mi nave no le duele nada, está sensacional, manejarla es un placer orgásmico. Bájele de volumen, doctor. Bueno, Nigro, pues qué quieres; es una chingonada de coche y punto. No pude decir nada más porque en ese momento sonó el teléfono celular de mi socio y él lo contestó misteriosamente, con la voz muy bajita; era claro que no quería que yo lo oyera, así es que no lo pelé y me puse a escuchar a Robert Smith y a ver la larga carretera iluminada por los faros del coche. No habíamos visto a nadie del otro lado del camino.

Poco antes de llegar a Iguala empezó a amanecer. Fue una maravilla ver cómo se aclaraba el perfil de los montes hasta que de pronto ya estaba allí, a ciento sesenta por hora, la sierra del estado de Guerrero, sólo que ahora íbamos por arriba y las copas de los montes no eran tan espectaculares como cuando el camino iba por debajo, entre cañadas, valles y vegetación cerrada y maravillosa. Había poco tránsito en la nueva carretera, casi siempre recta y de escasas curvas pronunciadas. Pasamos por el puente tubular sobre el río Mezcala y por supuesto Tranquilo pronunció devotamente: Carajo, es una chingonada de ingeniería esta Autopista del Sol. Pues sí

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