Cerca del fuego

José Agustín

Fragmento

Cerca del fuego

NEGRO







NIÑO PERDIDO

LAS CUATRO DE LA MAÑANA. Ya hiciste que me levantara. Ahora vas a cumplir lo que prometías.

NIÑO PERDIDO. El chillido de la sirena me dolió; mi visión se volvió brumosa, me estaba costando trabajo respirar. Pude darme cuenta (un relámpago, un resplandor ciega más que la oscuridad) de que había mucha gente en la esquina de lo que creí Niño Perdido y Fray Servando, llena de gente y coches a las dos de la tarde. Mi piel se resecaba en oleadas: se entiesaba, mis ojos se consumían, había cenizas empozadas, me hundía, mi conciencia empequeñecía, el material de los sueños, ¿te acuerdas?, me pareció ver un cuerpo, ¡mi propio cuerpo!, hinchado al límite, globo viejo, explotaba, se desplomaba. ¡Me estoy muriendo!, alcancé a pensar, ¡ay, compadrito, ya me chingaron!, perdí la conciencia, supongo que durante segundos; una ola fulminante y terrorífica de calor desconectó cada partícula de mi cuerpo, y de pronto oí con claridad cimbrante que un cristal estallaba, grandes cristales se deshacían en astillas, finas agujas translúcidas, la membrana reseca y hedionda que me hermetizaba se desgarró. Y salí. Fue como si despertara con lucidez total. El mundo me pareció de una belleza insoportable, aunque se tratara de un paisaje de polvo y humo.

Un tipo me miraba: un viejo burócrata, de saco descosido, lustroso, corbata luida, más arrugas que pantalón. El viejo me sonreía, sus ojillos, terriblemente chispeantes, pícaros, rebasaban los surcos del rostro. Cómo tardó el camión, comentó, y viene llenísimo, agregó al instante. Yo apenas lo escuchaba, a pesar de que la voz me llegó con un timbre metálico, taladrante, que me sobresaltó. Miraba en mi derredor. Todo parecía recién creado en mi absoluto beneficio. Qué estrépito sordo. Qué profusión de morosa actividad de la primera tarde. Pulular de zombis adormecidos por el calor y la resequedad. Las bocinas, los motores, los malos humores de los coches eran nítidos en ese día que, por la magia de mi percepción, se había vuelto translúcido: me parecía ver pequeñas esporas ocres flotando en la atmósfera enrarecida. Los rostros se afinaban, se afilaban, surgían las porosidades de la piel de la gente como si las viera al microscopio; la profusión de voces y ruidos era clara a pesar del empalmamiento, podía diferenciar con facilidad todos y cada uno de los planos de sonido que escuchaba, tuve un sueño esta noche, decía una voz de mujer, estaba perdida en la selva, en la época de los dinosaurios…

El camión había llegado, repleto, pero aun así nos metimos más de quince. Subí en él, más bien: me empujaron. Me deslicé al interior, fui uno con la señora que decía ¡ay, Dios, si esto parece el metro!, y recordé que antes los autobuses repletos me causaban náuseas, deseos frenéticos de vomitar, uta, pinche vieja, si quiere ir cómoda por qué no toma taxi. Cómo taxi, joven, si no soy millonaria. Ora todos somos millonarios, rio alguien. Ay qué vida más amarga, dijo (sonriente) un estudiante de medicina que se parecía a Paul McCartney. Yo miraba con avidez, entregado al placer calientito de sentir tantos cuerpos, tantas respiraciones, tantas voces tan próximas que parecían salir de mi propia cabeza. La vida es dulce para todos, recordé, pero para quien vive muchas vidas en una es aún más dulce.

Mi atención se había desplazado de lo que me rodeaba: qué raro era todo, la brillantez cubierta por veladuras… Me daba cuenta, suavemente, incluso con dulzura, de que ignoraba a dónde me dirigía. ¿Para qué había tomado ese camión? No recordaba de dónde venía, qué había estado haciendo antes de ir a esa esquina. No recordaba lo que había sucedido en… ¿cuánto tiempo? Me vino la idea de que, dentro de mí, algo me trataba con una gran delicadeza; lo último que recordaba era el viaje que hice, en avión, de Ciudad Juárez al Distrito Federal. Cuando el avión se estacionaba vi despejado el cielo de la tarde, el viento venía del este, de los volcanes, ¡se veían los volcanes! Caminé como todos por un largo corredor, junto a gente de distintos uniformes que parecía muy activa; entré en la sala de espera y busqué a mi hermano Julián… ¿Cuándo ocurrió todo eso?

Perdone, pregunté al viejito que me miraba con ojos de coyote y que casi se había incrustado en mí, con sus emanaciones alcohólicas. Dígame, contestó. Muy amable el hombre. ¿Qué día es hoy?, inquirí, y me sonrojé al ver la fugaz (un parpadeo) expresión de pasmo y suspicacia que el viejo me dedicó. Miércoles, respondió. Hice a un lado la idea de que el viejito hablaba con una voz bien modulada, grave, de actor, y dije: sí, señor, ¿pero de qué mes y de qué año? El viejo me miró con calma (nos hallábamos, te juro, frente a frente, con las narices pegadas): para él debía ser normal que la gente ignorara el día, el mes y el año en que vivía. El viejo respondió e incluso me dio la hora. Yo trataba de contener la risa mientras hacía rápidas cuentas mentales. Me resultaba divertidísimo advertir que no recordaba, en lo más mínimo, lo que me había ocurrido en los últimos seis años.

¿De qué se ríe, amigo?, preguntó el viejo. De un chiste que acabo de recordar, le expliqué. ¿Qué chiste?, insistió él (pacientemente). Varias personas nos miraban. Apuesto a que ya se lo sabe, es aquel del león que festeja su cumpleaños y un sapo, a todos los planes de la fiesta, comenta ¡qué a todo dar! ¿Se lo sabe? Qué chinga se llevó el cocodrilo, terció Paul McCartney y varios de los que iban allí comprimidos se echaron a reír (¡qué resplandor!).

Verifiqué fecha, hora y destino. Mi risa se había desvanecido (gradualmente) y en ese momento me venció la impresión de que para entonces todos me veían, molestos; yo había desencadenado la risa con la pequeña ayuda de Paul McCartney (ay qué vida tan amarga). El viejito encoyotado entrompetó los labios y procedió a silb

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