La insurgenta

Carlos Pascual

Fragmento

La insurgenta

Primera jornada de testimonios
Día 22 de Agosto de 1842

HABLA DON FERNANDO FERNÁNDEZ DE SAN SALVADOR, ABOGADO Y TÍO, POR SANGRE MATERNA, DE DOÑA LEONA VICARIO, Y A QUIEN SE AGRADECE SU PRESENCIA EN ESTA AUDIENCIA, DADA SU AVANZADA EDAD.

Llegar, señores, a los ochentaidós años de vida, tan sólo para ver enterrada a mi preciosa Leona, que bien sabrán ustedes que aún siendo ella mi sobrina, la amé como si fuera una hija. Y ello, no obstante, de que su tutoría recayera en la persona de mi hermano Agustín Pomposo. Llegar, señores, a esta edad, para ver muertos, en el transcurso menor a un año, a mi hermano y a mi sobrina, dos seres que estuvieron siempre unidos en el amor, en las adversidades, en la pérdida de sus seres más queridos, tanto como en el odio —y bien se sabe que el odio nos une más que cualquier otro sentimiento—… Pero, ¿venir hasta ustedes para emitir una opinión que en nada compete a mis intereses, salvo aquellos que me ligan, por la sangre, con Leona? No, señores, yo he venido por otra causa, porque, díganme, ¿qué me da a mí, un anciano de ochentaidós años, el que alguien, sea de mi sangre o no, reciba el título de Benemérito de la Patria? ¿Benemérito de qué patria, señores? ¿Qué patria construyeron los llamados Insurgentes y qué patria construyeron mi pobre Leona y su siempre atolondrado marido don Andrés? Una patria de traiciones, de falsedades, de herejías. Un mal llamado Estado que no es más que un charco pestilente en el que saltan los renacuajos ambiciosos y los ajolotes oportunistas. Son apenas dos décadas las que han pasado a partir de la llamada Independencia y he visto, señores, con mis ochentaidós años a cuestas, el tránsito fugaz de un emperador —ido al exilio y fusilado después—, y de varias juntas de gobierno. He sido testigo de cinco golpes de Estado y del paso de seis Presidentes, siendo uno de ellos el mulato Guerrero, traicionado y asesinado por su propio Vicepresidente. He visto el desgarramiento de mi patria. Como jirones arrancados al mapa de esta nación, se han perdido Tejas, Yucatán, Tabasco, Guatemala, Nicaragua y hasta Costa Rica, y tres naciones extrañas han invadido esta enmarañada República. Y todavía pregunto: ¿es acaso el General López de Santa Anna, Presidente por sexta ocasión, mejor gobernante, más probo y más digno de presidir una nación que lo que lo fue el Virrey Iturrigaray? Un hombre baldado que está planeando celebrar, este próximo septiembre, la consumación de la Independencia, enterrando su pierna, perdida en la Guerra de los Pasteles, con honores militares! ¿Es acaso, les pregunto, más digno que el Virrey que hace inyectar a su propio hijo la primera vacuna contra la tifoidea, como muestra de confianza a sus súbditos? Tan sólo pregunto: el Presidente Victoria, con sus enfermedades y ponzoñas, dedicado más a fomentar la masonería que al propio gobierno, ¿es más digno que el Virrey Venegas que implantó la libertad de prensa y la libertad de voto a los naturales de estas tierras? ¿Fue Guerrero, el negro aquel, quien impugnó las elecciones presidenciales y tomó el poder a fuerza de chantajes y lloriqueos, y por quien mi sobrina Leona empeñó la palabra, el honor y hasta la vida, un gobernante digno para este nuevo país? ¿Benemérita de qué patria, señores? ¿Qué ha quedado de la nación mexicana? ¿Qué hay en ella que no merezca el apelativo de afeminado, de cobarde, de estéril? Bien saben que ataqué sin tregua, junto con mi hermano, al cura Hidalgo. Bien saben que ataqué también al cura Morelos, aunque en esto se me fuera el amor de Leona. Pues les digo entonces, señores, que viendo esta nación arrasada, que viendo el caos en el que ha caído, viendo todo esto lamento haber atacado al mesiánico Hidalgo y al feroz Morelos. Al menos una idea de nación tenían, al menos una promesa de patria ofrecían. Por eso no vengo aquí a emitir ningún voto, ni a favor ni en contra. Vengo a preguntarles, señores, ¿Benemérita de qué patria puede ser mi sobrina Leona?

Se le pregunta a don Fernando Fernández de San Salvador si prefiere concluir su declaración, dado el sobresalto que presenta en su ánimo y que preocupa a esta Audiencia.

No, señores, gracias. La decisión que buscan es una decisión que ustedes mismos habrán de tomar y aplicar en consecuencia. Yo soy abogado, me atengo al derecho y a las pruebas. No soy historiador y mucho menos fabulador, porque eso es lo que están haciendo ustedes aquí: están fabulando. Fabulando una patria, fabulando un pantheon para esa patria. Ya fabularon a su “padre”, a Miguel Hidalgo, y ahora quieren fabular a su “dulcísima madre”. Pero yo, señores, no soy… porque nunca lo he sido ni habré de serlo, un confabulador!

SE LE OFRECE AL DECLARANTE UN VASO DE AGUA Y SE LE CONMINA A CONCLUIR SU AUDIENCIA.

¿No puedo llorar ante ustedes? ¿No puede un anciano de ochentaidós años derramar abiertamente sus lágrimas sin el temor de ser denostado por sus señorías? Los ancianos, señores, seguimos a veces el camino de los niños, así que lloramos sin vergüenza, sin rubor. ¿No puede llorar un padre la muerte de su hija? ¿No les parece un acto, inclusive heroico, que, en lugar de estar sosteniendo, en este mismo instante, la mano lánguida de mi Leona en su lecho mortuorio, venga yo ante esta Audiencia a cumplir antes que nada con mis deberes ciudadanos? No me condenen entonces…

El declarante entrega una carta manuscripta a esta Audiencia, en sobre lacrado, aunque con el sello roto.

Traigo conmigo esta carta que mi hermano, Agustín Pomposo, escribiera apenas en enero, dos días antes de morir. Éste es el motivo real que me trae aquí. Es una carta dirigida a Leona y yo fui el encargado de entregársela. Sí, sí, ya lo sé… no se la entregué a mi sobrina y si la ven abierta, roto el sello, es porque yo mismo la leí antes. No me miren así. Lo hice por proteger a Leona. Temía que mi hermano, estando en los umbrales de la muerte, escribiese una catilinaria feroz contra su sobrina. ¿Por qué perturbar a Leona, cuya salud también estaba quebrantada, con un documento así?

Se le

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