Dinero para la cultura

Gabriel Zaid

Fragmento

Dinero para la cultura

Dinero para la cultura

Hay cinco fuentes de financiamiento para la cultura: el sacrificio personal, la familia, los mecenas, el Estado y el mercado. Todas pueden liberar o esclavizar de distintas maneras. Todas tienen consecuencias en la obra, más allá de sus efectos financieros.

El gran arte popular tiene la situación ideal. Que la obra excepcional llegue a todos, y sea apreciada y pagada por quienes la reciben, sin necesidad de patrocinios ni sacrificios, es una plenitud para todos los que participan. También es una renovación creadora de la tradición que gusta a la mayoría y sorprende a los conocedores. Las circunstancias pueden ser pueblerinas (como en la pintura de Hermenegildo Bustos) o mediáticas (como en las canciones de los Beatles), con resultados económicos muy distintos, pero secundarios. Bustos y sus vecinos alcanzaron en sus retratos una plenitud semejante a la que, cantando, alcanzaron los Beatles y su público.

A falta de eso, lo ideal sería recibir una herencia sin ataduras. Así se han hecho cosas notables. Un joven heredero, encerrado en su casa de Copenhague (y pensando en danés, una lengua tan marginal como su vida para los grandes centros filosóficos), llega a cuestionamientos decisivos del pensamiento occidental. Nadie le hubiera dado una beca para eso, menos aún anticipos sobre futuras regalías autorales. Y ¿quién le hubiera dado a una señora de Buenos Aires dinero para hacer una editorial que nunca fue negocio, aunque modificó la cultura argentina y abrió horizontes para todos los lectores de habla española? Es asombroso lo que hicieron Sören Kierkegaard y Victoria Ocampo con la libertad que les dio una cantidad relativamente modesta. Y está claro que no lo hubieran hecho sin esa oportunidad. Es asombroso lo que hizo Van Gogh, que se pasó la vida como un fracasado, mantenido por su hermano; o Sor Juana Inés de la Cruz, mientras tuvo protección. En el caso de Van Gogh, el mercado permite calcular la inmensa desproporción entre lo que costó la manutención del pintor y lo que vale su obra. Pero puede decirse lo mismo de los otros. Algo que vale mucho costó poco; y, aunque era poco, el mercado no lo pagó.

Kierkegaard se hundió al recibir el último pago de la pensión que le dejó su padre. En el camino del banco a su casa, cayó muerto. Otros se hunden en el resentimiento y la mediocridad, o dan la pelea con furia. Raymond Carver, con ese realismo sórdido tan suyo, ha contado el odio que sintió contra sus hijos pequeños, a los que tenía que mantener, a costa de no poder escribir.

Se entiende que un organista cargado de hijos, bajo la presión de un calendario de servicios religiosos y una clientela convencional, vaya sacando mal que bien los encargos que recibe, dejando para después hacer su propia música; y que se deje arrastrar por la depresión o el resentimiento de ver que nunca llega el momento soñado: la oportunidad de hacer lo suyo, con toda libertad. Lo milagroso es que Bach haga de sus deberes una oportunidad creadora, encuentre su libertad en tocar el órgano por obligación y convierta cualquier vulgar encargo en un prodigio.

Toda vida es creadora de muchas maneras, y lo mejor sería que, sobre la marcha, supiéramos convertir nuestra opresión en libertad, nuestra vida cotidiana en milagro. No es imposible que el resultado de un encargo sea prodigioso y satisfaga plenamente al autor y a los otros, a buen precio para ambas partes. Pero este cielo del encuentro feliz entre unos y otros, objetivado en una obra de valor perdurable, puede nublarse de muchas maneras. El desencuentro puede ser terrible. El mercado son los otros, y esta realidad puede vivirse como “El infierno son los otros” (Sartre, A puerta cerrada). Si mis obras no gustan (o gustan, pero no me dejan dinero), estoy condenado a vivir de otra cosa.

Si el mercado fuese perfecto en sus juicios de valor (como parecen creer muchos economistas), yo debería dejar lo que no deja, porque no vale. Si mi obra respondiese a las necesidades populares (como querían los revolucionarios), sería reconocida por el pueblo: serviría para liberarlo y liberarme. Pero las cosas son como son. Es posible que mi obra no valga nada, y que, al rechazarla, con buen juicio, el mercado o el pueblo me ayuden a situarme en la realidad, para que me dedique a otra cosa. También puede suceder algo peor, aunque parezca una bendición: que mi obra valga poco y guste mucho, y me la paguen maravillosamente y me levanten monumentos revolucionarios. La verdadera bendición es que valga mucho, y me la reconozcan y paguen bien; aunque los cínicos no lo crean y reduzcan todo a mercados, chifladuras, promoción, enjuagues y relaciones públicas.

Lo más incómodo de todo es creer en algo objetivamente valioso que los demás no ven: la buena música, los libros sin erratas, el rescate de un pintor desconocido, la novela que escribí o pienso escribir, las bibliotecas públicas, el teatro, la astronomía, todo lo que parece prescindible a los que se niegan a pagarlo. Y, para sentirse todavía más tonto, a los veinte o treinta años de no convencerlos, puede aparecer de pronto el funcionario, el mecenas, el mercado, que diga: Esto vale muchísimo. Es obvio. Aquí está el dinero. No hace falta explicarlo... Los mismos cuadros, antes arrinconados, de pronto valen oro.

Mientras se llega a eso (si se llega), ¿qué hacer en los años anteriores, si uno cree que los otros están equivocados? ¿Renunciar, sacrificarse? El sacrificio personal puede ser tan terrible que resulta difícil de entender. Parece una locura. Para ciertas vulgatas teóricas, ni siquiera es posible. No hay sacrificio: hay placeres masoquistas —dice un psicólogo. No hay sacrificio: hay un hobby costoso —dice un economista. No hay sacrificio: todo es un fraude escandaloso —dice un periodista.

El sostén último de las obras valiosas está en el sacrificio personal: en creer en lo que se cree, a pesar de las opiniones de los otros, a pesar de las consecuencias deprimentes que eso tiene en la práctica, a pesar de la familia, los mecenas, el mercado y el Estado. No es un buen augurio para la cultura que el sacrificio personal empiece a parecer inaceptable y hasta ridículo. Cuando se produce únicamente lo que tiene mercado o patrocinio, hace falta un milagro para que la cultura no termine siendo próspera y mediocre.

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