Un fin de semana en la coladera

Pablo Zulaica

Fragmento

Un fin de semana en la coladera

EL GATO

Tincho hacía como que estudiaba junto a su ventana. De la estantería había sacado Moby Dick y ahora lo sostenía con las manos. Lo leía con pasión, por cuarta vez. Era su favorito. Sólo entre capítulo y capítulo —o si su madre entraba a la recámara— lo metía debajo del cuaderno y volvía a sus materias de la secundaria. Era necesario regresar de vez en cuando a ellas porque todas las mañanas su padre le tomaba la lección. Aunque la dijera bien, cosa habitual en Tincho, su papá opinaba que no era bueno que su hijo se distrajera con chismes ajenos a la escuela. Por eso Tincho elegía las últimas horas del día para sumirse en ensoñaciones de tierras lejanas y lugares insólitos, y cuando creía saberse la lección, leía y leía el cuento de la ballena, La isla del tesoro o Viaje al centro de la Tierra hasta que los ojos se le cerraban.

A últimas fechas, a eso de la medianoche, era frecuente escuchar a un gato que maullaba en algún lugar del mar de tejados contiguos a su casa. Ese día, quizá por ser luna llena, el gato no cejaba en su empeño de molestar a Tincho. Por eso, harto de escucharlo, se levantó de su lugar y se acercó a la cocina. Agarró un paquete de garbanzos que estaba por la mitad y se metió un puñado en el bolsillo. Luego volvió a su ventana y buscó al responsable de aquella serenata. Vio una sombra que se movía junto a una chimenea. Debía de ser el bicho. Tomó uno de los garbanzos y lo lanzó en aquella dirección intentando su mejor puntería. Clic. El garbanzo, tras golpear en una teja, rodó hasta caer al canalón con un sonido hueco. El gato no se inmutaba y Tincho repitió la jugada. Clic. De nuevo, el garbanzo cayó en la inmensidad del techo de enfrente; luego rodó, entró al canalón y de allí al desagüe vertical, por el que siguió repiqueteando hasta que su sonido, cada vez más tenue, se perdió en la profundidad.

Miau...

En medio del silencio, un solitario maullido fue todo lo que el animal hizo para dar a entender que no era un gato de porcelana china. “Será engreído...”, pensó Tincho. Era como si lo estuviera retando. Enrabietado, metió la mano en la bolsa, se la llenó de garbanzos y los arrojó con todas sus fuerzas en dirección al felino. Fue puro rechinar, se armó un gran escándalo. Uno de los proyectiles sonó agudo y seco, un golpe como de cristal. Al mismo tiempo, otra legumbre golpeó en el tejadillo cónico de una chimenea de latón, que hizo el efecto de una campana y retumbó en todo el vecindario entre el rueda y rueda de los demás. En una buhardilla se prendió una luz y Tincho saltó corriendo hacia atrás, apagó su lámpara y se metió en la cama tapándose todo y cabeza.

—Alguien se cree muy gracioso, ¿eh? ¡Como agarre al miserable...! —tronó una voz en el patio.

Todavía se escuchó el repiqueteo de los últimos garbanzos en dirección a tierra firme.

No se oyeron ya más maullidos y el silencio más absoluto engulló la noche. Tincho se paró y, de puntitas, se acercó a la ventana con cuidado de no ser visto. Asomó sus ojos e intentó enfocar. No veía al animal, ni se apreciaba ninguna luz salvo el resplandor blanquecino de la luna. Hasta que una enorme mancha negra lo tapó todo, justo frente a sus narices. Espantado, Tincho retrocedió instintivamente y de un salto se encaramó a la cama. En vez de escuchar su corazón, oía como si dentro de él alguien estuviera haciendo sonar un bombo. Un par de orejas negras y puntiagudas y dos ojos redondos, refulgentes, se erguían quietos justo detrás de su ventana. El felino, sin hacer un solo movimiento brusco, comenzó a rodear la buhardilla de Tincho y a subir con parsimonia por el tejado, con ese andar tan de gato, que parece siempre el rey del barrio. Tincho, aunque se escuchaba a sí mismo más que un reloj de cuerda, podía saber dónde estaba exactamente el animal por el ligero desplazamiento de las tejas a su paso, que sonaban en el techo de la casa. Aquel gato, lejos de tenerle miedo alguno o de pretender alguna escaramuza, parecía querer llamar su atención. Así que Tincho dejó sus cosas, tomó su linterna frontal de espeleólogo y subió al tejado en busca de aquel canalla.

—Apaga eso —dijo una voz.

—Sí, sí, sólo estaba... —Tincho sintió cómo se le congelaba la sangre. Miró en derredor y no encontró absolutamente a nadie. A nadie excepto al gato.

—¿Ha... ha... hablaste, gato? —balbució Tincho.

—Miau —contestó lacónico el animal, mirándolo desde un rincón, e inmediatamente pasó al tejado contiguo con una acrobacia. De ahí, pasó una barda de hierro forjado y luego, poco a poco, comenzó a descender por una escalera metálica exterior.

—¡Espera! —susurró Tincho, quejoso—. ¿Podrás volver a hacer eso que hiciste?

Tincho estaba descolocado. No sabía si había escuchado mal. Sintió una mezcla de curiosidad y miedo. Pero el gato ya se había esfumado y había comenzado a soplar algo de viento. Así que antes de quedarse allí, pasmado en el tejado como gallo de veleta recortado en la redondez de la luna, decidió seguirlo.

Un fin de semana en la coladera

FUGA EN LA NOCHE

El gato lo esperaba en la calle de atrás, entre cubos de basura, lamiendo lo que parecía una manzana magullada. En cuanto Tincho lo alcanzó, el felino volvió a adelantarse entre ca

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