Adiós a los padres

Héctor Aguilar Camín

Fragmento

Ciudad de México, 2004

He visto una foto de mi padre joven, la mejor de sus fotos. Tiene veintiséis años, viste un traje de lino claro que el aire infla. Está de pie en una playa de guijarros y arena revuelta, junto a una muchacha de talle alto y piernas largas. Dentro de unos años, esa muchacha será mi madre. La foto recoge una mañana de julio del año de 1944 en el club naval de Campeche, frente al Golfo de México, en el sureste mexicano. El día en que la foto es tomada, tropas británicas y canadienses ocupan Caen. Un mes antes, ciento sesenta mil soldados han desembarcado en Normandía. Nada de eso existe en la playa de Campeche que tengo ante mis ojos, la foto de la playa donde mi padre y mi madre, recién casados, inician la que será, creen, la mejor parte de sus vidas.

La vida casi ha terminado para los habitantes de aquel paraíso. De los rostros de la foto inicial no quedan sino escombros, el eco juvenil de una sonrisa, alguna frase clara que cruza por el cerco tembloroso de los labios. La muchacha sonriente de la foto tiene ahora ochenta y cuatro años. Apenas puede caminar. Ha perdido un oído y la visión de un ojo. Un enfisema misterioso ha tomado la mayor parte de sus pulmones de no fumadora. El joven que será mi padre tiene ahora ochenta y siete años. Pasa sus últimos días en un departamento cercano al Bosque de Chapultepec, en la ciudad de México, repitiendo algunas historias y algunos nombres, entre ellos el de su mujer de aquella foto, ya sólo un rumor sellado por un resplandor de olvido. El olvido es ahora la especialidad de su memoria.

Mi padre y mi madre llevan casi medio siglo de no verse, desde la mañana del año de 1959 en que mi padre hace su maleta y deja nuestra casa de la Avenida México, frente al parque del mismo nombre. Con el tiempo esa será la casa mítica de mi familia. Entonces sólo es una casa de dos pisos, con cochera y balcón, un frontis art decó, ventanas con herrajes, zócalos y cornisas de granito. Mi padre deja la casa una mañana que no tiene fecha para mí, sin despedirse de mi madre ni de nosotros, acaso ni de él mismo. Pone su maleta al pie de la escalera de granito negro, único lujo interior de la casa, mientras mi madre guisa o finge guisar en la cocina rogando que el esposo con el que ha vivido quince años y tenido cinco hijos se vaya sin intentar el gesto de una despedida. Mi padre duda de ir a despedirse de la única mujer que ha querido y perdido absolutamente. No se siente digno o merecedor de esa despedida. Se siente en realidad disminuido frente a su mujer, que lo mide a la baja luego de haberlo tenido en lo alto. No quiere verla cara a cara ni decirle adiós por no encontrar en sus ojos un alivio o en su boca un reproche. No va a decirle adiós; sale rendido de la casa esa mañana, cumpliendo la voluntad última de su mujer, que ha dejado de respetarlo hace tiempo aunque no de quererlo, porque las mujeres quieren mucho tiempo después de que han dejado de respetar lo que quieren. Mi padre se va tímida pero decididamente. Quiero decir que no regresa más, salvo por una noche, cinco años después, en que al llegar yo a la casa lo encuentro ebrio, con el antebrazo puesto sobre el hierro forjado de la puerta, la frente recargada sobre el antebrazo, esperando que le abran. Mi madre y mi tía se asoman por las persianas de madera para verlo, sacudidas por este asalto inesperado al reino de su libertad, la cueva donde se han encerrado a piedra y lodo a trabajar, desde que mi padre se fue. Yo llego por casualidad a esa hora y resuelvo la escena por inercia, tomo del brazo a mi padre, lo aparto de la puerta donde pena, paro un taxi en la calle y lo llevo a su casa. No sé qué decirle, ni para qué. Le pregunto si tiene mujer, sugiriendo que sería normal que la tuviera, que podemos hablar como adultos, de hombre a hombre, él y yo. Me mira estúpidamente y llora, humedeciendo aún más su rostro, de por sí lustroso de pena y alcohol. Lo miro estúpidamente y me digo que debo recordar lo que veo para escribirlo algún día.

No vuelvo a ver a mi padre sino hasta el final de su vida, la noche del día de noviembre de 1995 en que llama a mi oficina luego de treinta y seis años de perfecta ausencia. Llama antes del almuerzo. Dice que quiere verme. Lo busco esa misma noche en la posada donde vive, un hotel perdido en las calles que rodean el antiguo frontón de la ciudad. Es un barrio de edificios viejos, hoteles de paso y tintorerías que todavía planchan a vapor con percloro y gas napta. La posada en que mi padre vive se llama Alcázar. No tiene luz en la entrada, tiene fundidos los focos. Apenas lo reconozco entre las sombras del recibidor cuando viene a buscarme. No sé quién es este hombrecito encorvado que me sale al paso. Tengo una vida de no verlo y él una vida de no ser el que yo recuerdo. Me lleva entre las sombras a su cuarto, cuya descripción merece un texto aparte. Ahí me muestra papeles de unos pleitos judiciales, y me pide dinero. Empieza a llenar así, con esa escena, el círculo fantasmal de una ausencia que ha llenado mi vida.

Hablaré luego de aquel círculo, de aquellos años, de aquel encuentro. Ahora, en el mes de noviembre del año 2004 en que escribo, mis padres se han reunido de nuevo, por primera vez, luego de medio siglo de no verse. Los hemos reunido la neumonía y yo. La neumonía porque es experta en viejos y los ha atacado a los dos en semanas subsecuentes. Yo, porque los he traído a los dos al lugar donde pueden curarlos. Ese lugar es el Hospital Inglés de la ciudad de México. Odio este hospital. Aquí, hace catorce años, murió Luisa Camín, mi tía, de la manera atroz en que mueren los enfermos terminales a los que entuban para evitar que se mueran. Mi odio se ciñe al edificio de hospitalizaciones, en realidad al tercer piso de este recinto de suelos diáfanos y claridad inmóvil, en cuyo extremo están las salas de terapia intensiva y de terapia intermedia. De la primera salió mi tía, entubada contra la muerte, para morir en un hospital público luego de meses de no morir aquí, un día de noviembre de 1991. En la sala de terapia intermedia ha sido ahora internada mi madre, también en el mes de noviembre, pero del año 2004. Me sitúo en ese tiempo y recuerdo desde ahí el irónico reencuentro de mis padres al final de sus vidas.

¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Cómo han terminado por coincidir en pisos paralelos estas dos neumonías de cuerpos que dejaron de unirse hace medio siglo, pero siguen dando cuenta de una vida juntos?

Emma, mi madre, ingresa de emergencia al hospital con una neumonía avanzada, respirando apenas, las uñas incipientemente azules, los ojos desorbitados pidiendo aire. Luego de dos días de fiebres y flemas, ha decidido internarla su joven médico, José Luis López Zaragoza, un esbelto chéjov nativo, moreno, delgado, lampiño, que gusta de la literatura francesa, la medicina pública, los bajos ingresos, y lleva el pelo cubierto de gel y el alma transida de un exquisito pudor mexicano. Desde el primer día, las venas y las arterias de las manos de Emma, invadidas de agujas, son un zarzal violáceo. Recuerdo haber comido de esas manos bocados de tortilla de maíz con arroz y picadillo, bocados que ella formaba en perfectos cucuruchos con un terso

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